Ascensión del Señor

Por Diego Fares SJ

La escena de la Ascensión contiene la esencia del Evangelio.

 El Señor da testimonio de que ha vivido su vida humana, singular y única como la de cada uno, sin nada agregado, buscando cumplir con amor todo lo que el Padre había ido enseñando a su pueblo elegido. Y gracias a esta fidelidad, todas las promesas que el Padre había hecho a su pueblo, muchas de las cuales parecían imposibles por demasiado hermosas (la promesa de cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne, la promesa de establecer un reino de paz en el que todos se amaran y ayudaran, la promesa de que Dios fuera Dios con nosotros…), todas las promesas han encontrado en el corazón de Jesús como un imán: en Él todo lo bueno se hace real y posible.

Segundo, les abre el entendimiento para comprendan todas las Escrituras y les anuncia la esencia del Evangelio. Tengamos en cuenta que el Nuevo Testamento no estaba escrito. Jesús les da la gracia de poder comprender, partiendo de Él, todo lo escrito antes. Para lo nuevo, para lo que tendrán que anunciar y escribir, necesitarán la fuerza que viene de lo alto.

Si uno mira bien, esta pedagogía de Jesús es muy consoladora para nosotros. Al ascender a las Alturas, al ocultarlo la Nube de la vista de ellos, Jesús Resucitado abre un espacio y un tiempo nuevo en los que el protagonismo lo tienen “el Espíritu Santo y nosotros”. Al irse al Padre y dejar a los suyos, iguala a los discípulos de todos los tiempos. Lo que transmiten los apóstoles es el kerygma: que en Jesús muerto y resucitado nos son perdonados los pecados. Esta semilla del evangelio es anunciada con la fuerza del Espíritu y el mismo Espíritu obra en los que escuchan. El Espíritu es el encargado de “recordar todas las cosas que dijo e hizo Jesús” y de ir marcando el camino, lo que hay que hacer. Esto significa que no tienen ventaja los primeros. El Espíritu da la misma chance a todos.

nota

Con pequeños “toques” el Señor “recapitula su vida” y la “comunica” de manera tal que, sin dejar de estar presente, permite que nosotros, gracias al Espíritu, vivamos nuestra propia vida sin perder autonomía. Esto es lo que diferencia al cristianismo de toda religión mítica o racionalista.

El que ha hecho la experiencia de lo que significa enseñar a un discípulo de modo tal que el discípulo tome lo que uno sabe y lo haga propio y lo retransmita mejorado, puede vislumbrar la maestría del Señor. ¡Qué manera de vivir algo y de dejarlo como herencia viva!

Gracias a que Jesús toma Altura nos permite crecer. Crecer desde abajo y desde lo más íntimo, desde la virtud del Espíritu que hace nido en lo más íntimo de los apetitos (sensitivo y racional) de nuestro corazón humano. Al tomar Altura Jesús atrae a todos desde adentro.

Por eso la semilla va directo a lo más íntimo: al perdón de los pecados. Ese es el nudo que el hombre no puede desatar y absolver por sí solo y que impide crecer en el amor: los propios pecados contra el amor. Los pecados de los que sentimos que nos tendrían que haber amado más y los pecados contra los que tenemos conciencia de que tendríamos que haber amado más (nuestros padres y hermanos, maestros y amigos, de la sociedad en la que nacimos y nosotros mismos también).

Nuestra carne sufre las heridas del pecado y aunque racionalmente uno se de cuenta de las cosas y siga adelante, la carne herida conserva las huellas del pecado sufrido o cometido y dificulta o impide la vida. En las personas adictas se ve con tanta claridad este mecanismo. Los adictos, digo , se dan cuenta con más lucidez que nadie de lo mal que les hace la sustancia a la que están ligados y desearían más que nada en el mundo liberarse de ella. Pero el hambre de las células de su carne es tan voraz que en ciertos momentos los arrastra irremisiblemente hacia lo que los esclaviza. De eso es de lo que Jesús nos libera con su Carne. En su carne crucificada, muerta y resucitada, nuestra carne, que era lo que nos impedía acceder a Dios, es liberada (conservando las llagas, como los adictos que quedan adictos para siempre pero pueden “no pecar”) de su esclavitud y cuidada por la gracia, principio de una libertad nueva.

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El testimonio de la muerte y resurrección de Jesús para el perdón de nuestras ‘adicciones’ es la tarea de los apóstoles.

Lo demás lo dejan al Espíritu y a cada uno.

Este es el principio de una Iglesia que anuncia la vida y sigue adelante, porque confía en el corazón de los hombres, confía en que cada comunidad (cada persona, cada familia, cada cultura) sacará por sí misma las consecuencias de un Anuncio tan hermoso para su vida cotidiana.

Es el principio de una Iglesia que propone y no que impone, de una Iglesia que convoca a los que quieren y no persigue a los que no quieren…

Queda, entonces para cada uno la tarea linda de “ver las consecuencias de la resurrección del Señor”. Resurrección enmarcada en este contexto en que me sitúo en el tiempo y el espacio del “Espíritu Santo” y del “nosotros” que me anuncian los testigos.

Si en la Reconciliación está el remedio para mis adicciones, ¿cómo tengo que hacer para conseguirlo?.

Si la Eucaristía es el Pan de vida que sacia todas mis hambres, las más carnales y las más espirituales, ¿qué estrategia debo implementar para que mi vida gire en torno a ese Pan?

Si las Escrituras, cuando las abro, se iluminan con la luz del Espíritu, que me enseña a rezar y a contemplar y me abre la mente para comprender lo que dicen de Jesús y lo que eso significa para mi vida, ¿qué puedo hacer para tenerlas más a mano, para rezar con ellas?

Aclaración

Llamo adicciones al pecado porque puede ayudar a descubrir de qué me tengo que confesar, qué es aquello que me esclaviza y entibia o directamente reemplaza el amor incondicional a Jesús. 

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