Carlos de Foucauld, en Camino de Misericordia

La hermana Lucile cuenta la experiencia de misericordia de Charles de Foucauld, quien tras abandonar la fe vuelve a sentir el abrazo del padre que lo recibe.

Por Lucile Gautron. Hermanita del Sagrado Corazón

Carlos de Foucauld, después de abandonar la fe, atraviesa un período de malestar y disipación, sintiéndose como «enloquecido». En ese momento, vive una experiencia personal muy fuerte de misericordia a través de sus seres queridos. «Yo vivía como puede vivirse cuando se ha apagado la última chispa de la fe… ¿A través de qué milagro la misericordia infinita de Dios me ha hecho regresar desde tan lejos? No puedo atribuirlo más que a una cosa, la bondad infinita de Aquel que ha dicho de Sí mismo “su misericordia es eterna”» (a Henri de Castries).

En 1897, Carlos de Foucauld hace un retiro en Nazaret; al recorrer su vida, canta un himno a la misericordia de Dios hacia él: «¡Hay tanta misericordia, Dios mío! Misericordia de ayer, de hoy, de todos los instantes de mi vida, desde antes de mi nacimiento y desde antes de todos los tiempos. En esta misericordia estoy sumergido, ella me inunda, me cubre y me abraza por todas partes».

Carlos de Foucauld se descubre envuelto por la misericordia de Dios a través de la actitud y la bondad de las personas cercanas a él, que no le juzgan, que le acogen sin reticencias. La misericordia de Dios será para él una luz a lo largo de su camino de encuentro con cada ser humano.

Después de su conversión, ya enraizado en el amor de Dios, Carlos de Foucauld aspira a ser testigo, un testigo silencioso de la bondad de Dios. Quiere predicar el «Evangelio de la bondad» a través de su vida, de su propio ser. Para él, ser misericordioso consiste en recibir él mismo la misericordia de Dios y, simultáneamente, convertirse en reflejo de esta misericordia que se derrama «sobre buenos y malos».

«Felices los misericordiosos porque recibirán misericordia. Ser misericordioso es lo contrario de ser duro e implacable. Es tener la bondad de un corazón que no guarda sombra alguna de resentimiento contra quienes le hacen mal, sino que, al contrario, devuelve bien por mal, que es indulgente hacia la falta de los demás porque conoce el barro del que somos formados. Es inclinar el corazón, tierna y caritativamente, hacia las miserias de los demás: hacia los tristes para consolar; hacia los ignorantes para aportar luz; hacia los necesitados para dar y curar… Acompañemos y consolemos a quienes nadie acompaña ni consuela».

Sin embargo, aunque Carlos de Foucauld se compromete enteramente en este camino, la misericordia no es en él algo innato: se muestra intolerante hacia Mardoqueo, que no responde a sus exigencias durante su exploración de Marruecos; es duro e impaciente con el hermano Michel, a quien esperaba como compañero pero que no colma todas sus expectativas. El hermano Carlos necesita tiempo y fracasos para llegar a ser misericordioso.

La misericordia, a sus ojos, no significa debilidad. Por el contrario, será intransigente y severo ante toda forma de injusticia, falta de honestidad, explotación, esclavitud, pereza; intransigente también hacia los militares franceses, tuaregs, árabes… «Todos somos hermanos, hermanos amados por Dios», es el mensaje que no dejará de repetir y de vivir. Porque creía en el amor de Dios hacia cada ser humano, pretendía que cada uno fuese digno de su humanidad y responsable de la fraternidad entre todos. El hermano Carlos esperaba en cada uno, como Dios había esperado en él cuando él mismo se creía «perdido».

«Felices los misericordiosos (Mt 5,7). Debemos amar a todos los hombres como a nosotros mismos, pero debemos inclinarnos con preferencia hacia los miserables, hacia todos aquellos que el mundo olvida, desdeña, rechaza… hacia los pobres, los pequeños, los que sufren, los ignorantes… porque son ellos quienes tienen más necesidades y menos ayuda».

Así escribía Carlos de Foucauld en junio de 1916, unos meses antes de su muerte: «Que cada día de nuestra vida sea un paso más en sabiduría y en gracia. Que nuestros retrocesos nos hagan más humildes, más vigilantes, más indulgentes, más llenos de bondad hacia los demás, más respetuosos, más fraternos con nuestro prójimo, conscientes de nuestra miseria pero llenos de confianza en Dios, seguros de su amor, amándole con un amor tierno y agradecido ya que Él nos ama a pesar de nuestras miserias… y diciéndole cada día, como San Pedro: “Señor, tú sabes que te amo”».

Cómo no ser misericordioso… como Jesús… cuando él mismo tenía una tal conciencia de haber estado siempre bajo la misericordia de su Bien Amado…

Fuente y Fotografía: Entre Paréntesis

 

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