Celebrar la Migración

Por Pablo Michels SJ

A veces nuestras perspectivas son demasiado pequeñas y defendemos a muerte fronteras que tienen quizás… unos ¿150 años? Por ejemplo nos apasionamos viendo la Copa América, gritamos, sufrimos, y nos alegramos y hasta nos dura un buen rato. Fronteras que en este caso todavía nos sirven como una buena excusa para algo sano y divertido como lo es el deporte.

Pero lo cierto es que esas mismas fronteras muchas veces son motivo de discriminación y sufrimiento. Separan al hombre del hombre irracionalmente. Verdaderos muros sin mucho sentido que cercan y oprimen el espíritu humano. Si por un segundo ampliáramos la perspectiva y miráramos nuestra historia común en este planeta, reconoceríamos más de 150.000 años de migración de la humanidad. Sí, el hombre ha vivido mil veces la edad de nuestras fronteras, sin ellas. Por eso es que si levantamos la mirada podremos suspirar y hacer una profunda reverencia ante nuestros antepasados que se han movilizado en búsqueda de más vida por toda la Tierra y han hecho posible nuestra pequeña vida hoy, en este lugar que nos toca. Si ampliamos la perspectiva, todos podremos reconocernos herederos de un espíritu común, indómito y valiente. Con alegría y asombro podremos sentirnos parte de una humanidad migrante, en camino.

Es por eso que queremos celebrar la migración, aunque muchas veces sus causas no sean muy felices. Aunque muchas veces hombres y mujeres hayan sido forzados por la violencia o la necesidad extrema a abandonar sus patrias, el lugar de sus padres, donde han crecido y aprendido a amar, y a creer. Queremos celebrar a pesar de esto la enorme valentía del género humano que ha decidido tantas veces dar el salto hacia lo desconocido, dejar todo y migrar.

Queremos hacerlo porque en el Servicio Jesuita al Migrante somos testigos de la esperanza y la fe que acompaña la migración aún en las situaciones más adversas. Porque gracias a nuestra pequeña tarea en San Miguel, en el conurbano bonaerense, tenemos la experiencia de una alegría y una paz que se queda en nuestro corazón durante días, fruto de un compartir sencillo, entre hermanos. Acompañando y sirviendo a las personas que han venido de otros países nos encontramos al Dios que no conoce fronteras, y que por nosotros también se ha hecho migrante.

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