El Padre Arrupe, la Fe y la Justicia

Falleció hace 25 años en Roma, enfermo y apartado de la jefatura de la Compañía de Jesús por Juan Pablo II. Sintiéndose “destruido y roto”, después de agachar la cabeza ante la autoridad papal. Pero, como narró ayer en el Club Diario de Mallorca de forma apasionada el jesuita Pedro Miguel Lamet, la vida del padre Pedro Arrupe no sólo supuso una revolución mundial en el seno de los jesuitas, sino también en la Iglesia católica de todo el mundo.

“Fue un adelantado a su tiempo. Decía que no tenía miedo al futuro, que lo que de verdad temía era que los jesuitas no tuvieran nada que ofrecer a la sociedad”, recordó Lamet. “Creía en una Europa solidaria, que no se mirara el ombligo, que se hiciera responsable de las desigualdades del tercer mundo”, añadió. “Creía también que la mujer debía ocupar el papel que le correspondía, que eso no era una cuestión de cortesía mal entendida, sino de justicia”.

“¿Cómo puede ser usted tan optimista?”, recordó Lamet que le preguntaban a Arrupe con frecuencia. “Cómo no lo voy a ser si creo en Dios”, respondía, según el relato de su biógrafo.

Precisamente justicia y optimismo en las personas fueron los dos ejes del mensaje renovador de Arrupe, según contó Lamet, un hombre que perdió a sus padres siendo todavía muy niño, que vivió la última expulsión de la Compañía de Jesús de España del año 1932, decretada por Manuel Azaña durante la II República; que vio con horror cómo Alemania abrazaba la causa del nazismo estando en el país germano; que en Estados Unidos dio auxilio espiritual a los condenados del corredor de la muerte; que sobrevivió a la explosión de la bomba atómica desde las afueras de Hiroshima y aún tuvo fuerzas para ponerse manos a la obra en la ingente labor de atender a los miles de heridos, y que fue amenazado de muerte por las Brigadas Rojas. Pese a todo, el mensaje de Arrupe fue de justicia y de optimismo en el hombre.

“Al ser nombrado general de la Compañía en 1965 tuvo que enfrentarse a problemas como la crisis racial en Estados Unidos; la acusación de elitismo de los colegios; las críticas por su defensa de los curas obreros y su preocupación por la renovación espiritual de los jesuitas”, enumeró Lamet.

Su biógrafo desveló que Arrupe hizo el voto de perfección, que consiste en elegir siempre el camino más difícil de entre dos opciones.

“En los convulsos años 60 se produjo una crisis de vocaciones en el seno de la Compañía de Jesús. Muchos jesuitas abandonaban la orden”, rememoró. “Él decía que debíamos querer más a los que nos abandonaban y que la compañía de Jesús no era un absoluto”.

Arrupe tuvo una buena relación con Pablo VI, pero en 1974, en la Congregación General 33 empezaron los problemas. “Surgió el movimiento de los Jesuitas Descalzos que reclamaban volver a los orígenes y fue llamado por el Papa. Él defendió que había que optar por la justicia como algo previo a la fe. E incluso mucho más allá, argumentaba que la justicia era una consecuencia de la fe. Años más tarde, en 1989, se produjo el asesinato de Ignacio Ellacuría en El Salvador y, después de él, de más de un centenar de jesuitas en todo el mundo que abrazaron esos nuevos mensajes”.

Juan Pablo II chocó con el padre Arrupe. “Fueron dos hombres de Dios, pero muy distintos. Wojtyla era tomista, dualista, con un sentimiento de vida trágico y del pecado del hombre. Arrupe, en cambio, era puro optimismo, con una confianza en la bondad del mundo y en la justicia, incluso por delante de la caridad porque en ocasiones ésta puede llevar a engaños, como cuando uno es muy caritativo en la Iglesia cada domingo y luego es capaz de maltratar a un empleado”, explicó Lamet.

Extraído de Jesuitas Centroamérica, con informaciones del Diario de Mallorca.

 

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