Es Inútil Defender a Francisco

Además de popular, el Papa Francisco es, no pocas veces, polémico. Entonces, surgen voces a favor y en contra. Tiene seguidores que lo adoran y opositores que lo defenestran. ¿Qué hacer cuando esto ocurre? Aquí tenemos la perspectiva del jesuita argentino Emmanuel Sicre.

Por Emmanuel Sicre,SJ

Desde que comenzaron los primeros ataques al Papa minutos después de su elección, el 13 de marzo de 2013, han surgido inevitablemente voces a favor y en contra. La radicalidad de su persona provoca en mucha gente, tanto alrededor del mundo como de modo especial en su país, que a medida que uno se acerca a él no se puede quedar indiferente. Esto se ve tanto dentro del redil eclesial como fuera. Todos sabemos que se trata de un hombre amplio al que le caben tantas interpretaciones como miradas haya. Quizá esto se deba a que su modo de ser goza de una paradójica realidad: mientras menos, más.

Sea como sea, amigos y enemigos se quedan prendados de sus gestos, palabras y acciones de tal manera que pareciera que todo necesita una explicación lógica que satisfaga sus marcos de comprensión. Para unos y para otros el problema es comprar el paquete del odio y del amor ciegos que evidentemente llevan al fanatismo. Y Francisco es una persona, ni más ni menos. Una persona que, al hacer lo que cree que debe hacer, convoca en torno a sí comentarios de todo tipo por el lugar que ocupa dentro de la sociedad mundial. A decir verdad, lo que delata el Papa es el lente interior con el que lo miramos a él, y -en definitiva- miramos la vida. Es decir, quien mira a Francisco con fanatismo, padece una estrechez de mirada que le hace ver una sola versión de la vida. Es lo que se llama, aunque suene un poco fuerte, una perversión (per versus). La culpa no es del puerco sino de quien le da de comer, dice el refrán. Porque ninguna situación de nuestra existencia puede ni debe ser comprendida en su univocidad, en su única versión de los hechos. La realidad es muy compleja y rica como para querer atraparla, por eso necesitamos una mirada más realista, más humilde, menos arrogante y más perseverante en la búsqueda del sentido que calme la sed de comprender.

En línea con esto, creo que es inútil defender a Francisco. Él no necesita defensores. Habla y hace por sí mismo. Y aquí aplica aquello que él tanto valora de que el tiempo es superior al espacio. Lo que él está haciendo no actúa en lo inmediato de la superficialidad a la que la prensa nos acostumbra, sino su modo de pensar y ejercer el poder-servicio está pensado a largo plazo, en lo profundo. Por eso, quien quiere sacar en limpio ahora todo lo que está pasando con esta personalidad, cae en la tentación de querer explicar sin paciencia. Debemos conformarnos con tramos de sentido que se hilvanan en una historia más amplia, por eso no tenemos derecho a concluir con tanta facilidad pintando todo de un solo color, sin matices.

Esto es lo que les pasa tanto a los que lo atacan como a los que lo defienden. Lo que demuestra que en sociedades tan polarizadas como las que vivimos ha resurgido en nuestro momento histórico un viejo método retórico: la apologética. Es decir, el discurso en defensa de algo o de alguien. Este método tan antiguo como actual florece utilizado por los corazones dolidos, naturalmente, ante el ataque de aquel a quien quieren y representa, además, parte de su modo de ver la vida. Y sentirse atacado en las propias convicciones molesta y llama a reaccionar sin demora.

Pero la actitud apologética solo sirve en el momento de la batalla, no cala hondo, no va más allá, es como espantar moscas. Quien mira a Francisco con los anteojos del odio no cambia con buenos argumentos en su contra, porque el tema no es solo racional, sino afectivo. Y en esto, permítanme decirlo, ni el Buen Dios puede trocar la afectividad del hombre cerrado. Quien ve así y no deja grieta por la que entrar, hay que respetarlo con tenacidad y sacrificio porque tiene su derecho a vivir así. (Otra cosa es que sea un violento serial).

Creo que la actitud apologética en nada ayuda a aclarar, no devela la verdad del sentido, sólo calma los bordes de la comprensión y nos entretiene jugando el juego de los medios de comunicación que invitan a la opinología barata a cada instante. Quien quiere realmente saber algo busca con el corazón abierto y pregunta sabiamente lo que su conciencia le presenta. Quien defiende, sólo está defendiéndose, y si bien tiene todo el derecho del mundo de hacerlo y vivir así, debe ser consciente de que sus energías pueden agotarse y hay una alta probabilidad de convertirse en su contrincante.

Convendría más bien, quizá, no lo sé del todo, una actitud más a lo Jesús, que lejos de defenderse ante su condena, dejó que el error del violento -y quien le quitara sólo una parte de la vida (la muerte)-, se convirtiera en una fuente inagotable de una Vida más fecunda, más grande y más fundamental.

 

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