Hay en cada ser humano un aliado del bien perfecto

Quienes pertenecemos a ámbitos religiosos donde nos sentimos a gusto y se vive un alto nivel de identificación corremos el riesgo de cerrarnos en nuestro círculo y distanciarnos progresivamente de las instancias de encuentro con otro diferente. Quizás una cuestión para reflexionar de cara al modo que tiene Jesús de acercarse a la alteridad…

Por Miguel García-Baró

Debemos resistir a la tentación de conceder que, cuando se está inmerso en lo religioso, la capacidad de reflexión y de razonamiento disminuye muchísimo. Y es tentación fuerte, porque una y otra vez vemos que el tan habitual exceso de identificación de sí mismo con lo que se toma por el credo religioso de una comunidad impide argumentar. Impide, en realidad, escuchar lo que el otro dice. Simplemente es el Otro, y ya con eso basta. No habiendo de veras oído, no cabe realmente hablar en respuesta, sino vociferar o hacer gestos de rechazo y repudio.

Viene esto al caso de rememorar cómo se atrevía a pensar Edmund Husserl que volverse un hombre filósofo es darse a sí mismo un giro más radical que el que hay en una conversión religiosa; y viene también al caso de andar meditando el autor de estas líneas sobre el primer texto completo que nos ha legado la filosofía clásica de Atenas: el diálogo platónico que la tradición llama Hipias menor.

En estas pocas páginas se discute el más actual de los problemas, y con una profundidad y un sentido del humor y de la verdad que se echan de menos muy frecuentemente en el ensayo contemporáneo. El problema al que me refiero es el de la equiparación de todos los saberes; lo cual comporta la creencia de que en la vida no se dan misterios.

Lo primero que en Hipias menor se nos dice es que la cuestión de cuestiones es cómo vivir bien la vida, porque es evidente que podemos lograrla o malograrla. Lo segundo: que el aparente sentido común consiste sobre todo en una serie de afirmaciones y valoraciones rotundas que, en un principio, sumerge en su corriente a todo el mundo. Esta corriente tan poderosa –tercera enseñanza- cambia por completo de aspecto cuando alguien, en vez de dejarse llevar por ella, formula una pregunta de verdad, o sea, se para y hace que se pare de alguna manera el río de la vida diaria. Entonces las seguridades cotidianas se convierten en un errar de creencia en creencia, sin sitio en que detenerse. Ha intervenido la reflexión, es decir, el pensar sobre las cosas, en vez de darlas por ya pensadas y archisabidas.

El ejemplo socrático es contundente: todo el mundo cree saber justo lo más importante, es decir, en qué consiste la vida óptima. Todos dirán que lo realmente bueno es poder hacer lo que uno de verdad quiere, en el momento en que lo quiera (y ser capaz de repetir esta maravilla indefinida e infaliblemente).

El azar nunca proporcionaría la seguridad de no errar; tiene ésta que basarse en el saber. Ahora bien, el problema está en que los saberes nos dan la capacidad doble – y ambigua – de acertar siempre y, también, necesariamente, la de fallar siempre, si esto es lo que queremos. El mejor médico es el mejor envenenador, el mejor matasanos. ¡Que sane y no mate en cada caso concreto no lo debe a la medicina! Si el médico, además de buen médico, gracias a la medicina, es buena persona, empleará solo para el bien su arte.

El problema sube, pues, un nivel: hay que saber cuándo se debe querer hacer algo mal y cuándo no. Pero la dificultad se repite: todo saber parece que ha de serlo de los contrarios máximamente opuestos. Conocer cómo es la vida óptima coincidirá con conocer cómo es la vida pésima; y lo que es más grave: el mismo saber es el que interviene cuando se opta por una cosa o por la opuesta.

Y ¿qué mueve el optar? Si decimos que es un cierto saber, la paradoja surge de nuevo. Pero si decimos que esta opción es nada más que una capacidad, pero no un saber, entonces nos metemos en el temible problema de que los poderes son tanto mayores cuando permiten hacer algo mal adrede…

Solo queda abierta una posibilidad, por difícil que sea concebirla: que un último poder de nuestra existencia (o un último saber; o un saber que es también un poder) solo sea capaz de bien o solo sea saber del bien, sin saber ni poder el mal.

He ahí casi descubierto por la filosofía –o sea, por el argumento y el análisis de la vida tal como siempre es para todos– un último rincón de nosotros mismos, radicalmente secreto, que es, por así decirlo (con palabras inspiradas en Emmanuel Levinas y en Simone Weil), cómplice del bien perfecto. Algo más íntimo que nuestra intimidad.

No está mal como inicio de la historia de nuestra filosofía. Y no me digan que la filosofía no tiene nada que ver con la religión. Si me lo dijeran, regresaría a la primera línea de hoy.

Entre Paréntesis

 

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