La misericordia: “amor visceral”

Vivir la misericordia al estilo de Jesús es comprometerse desde lo más profundo con el dolor del otro y el propio. Y confiar en que Dios actúa también en esas realidades.

Por María Dolores López Guzmán

Es urgente. No hay tiempo que perder. Cada segundo puede ser decisivo. Muchas vidas en juego, un futuro diferente. La misericordia pide paso para ofrecer una alternativa en el modo de tratar la miseria humana. Existen otras opciones: pasar de largo ante la desdicha, hacer oídos sordos, mantenerse al margen, negar nuestra participación en lo que sucede, rebajar su importancia… Pero los pecadores, atrapados por las heridas que han causado, y los maltratados por multitud de causas, seguirán ahí, llamando a la puerta, apelando a nuestra humanidad… y a la de Dios.

Y el Señor ha respondido; porque no existe nadie más Humano que Él, con la misericordia. No se pone a cubierto ni se esconde bajo el silencio o la indiferencia a pesar de recibir constantes acusaciones de ser cómplice con su supuesto mutismo. Respondió de forma contundente hace algo más de dos mil años cuando vino, no para rechazarnos, sino para estar aún más cerca de nuestras debilidades haciéndose uno como nosotros, tan frágil como un niño.

Y responde ahora a través de aquellos que quieren participar de su obra y su vida, en su Cuerpo, convirtiendo las situaciones más desdichadas en su prioridad. Por eso, el papa Francisco nos recuerda que la misericordia no es una idea abstracta, sino una realidad tan concreta como el amor de un padre o una madre que se conmueve en lo más profundo de sus entrañas por el hijo al que tratan con ternura y compasión, indulgencia y perdón. “Amor visceral”, radical y entregado, presente en las situaciones más penosas (Misericordiae Vultus, n.6).

Dios actúa. Lo hace de múltiples maneras, todas ellas atravesadas por la misericordia. Que no es un atributo más que según las circunstancias unas veces aplica y otras no, sino que forma parte de su naturaleza. El Señor no puede no ser misericordioso. Él es así. Y el abrazo es la expresión que mejor condensa su significado; pero no uno de tantos que damos y recibimos en la vida cotidiana, como cuando saludamos a un amigo que no vemos hace tiempo, al despedirnos de un ser querido que ha venido a visitarnos, o para agradecer un regalo estupendo; sino aquel que se ofrece en los momentos en los que la persona está en situación de extrema necesidad, donde la miserabilidad se hace especialmente patente.

Esto sucede en dos contextos dramáticos: cuando el ser humano es acosado por la desgracia (consecuencia de enfermedades, muerte, paro, accidentes…); o bien cuando ofendemos (a otros y a nosotros mismos) y no nos atrevemos a mirar a la cara a nadie por miedo a que descubran en nuestros ojos lo que hemos hecho o deseado. En el primer caso, el abrazo es signo palpable de apoyo, cercanía, compasión, y sostén para que la persona no decaiga. Un “hombro en el que llorar” (nada fácil de encontrar, por cierto). En el segundo, es el símbolo del perdón. Quizás por ello lo empleó Jesús para explicar la maravillosa acogida del padre a su hijo pródigo en su regreso: conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente (Lc 15, 20).

La reacción del padre ante la miseria de su hijo no fue quedarse paralizado por su escandalosa e ingrata conducta; tampoco la palabrería inútil, ni el reproche continuo y legítimo por el daño que le había causado a él, a su hermano, a su casa, a su imagen o a su buen nombre. Fue la espera anhelante, los brazos abiertos huérfanos de contacto por la separación y la distancia que la ofensa había generado. El pecado no estaba en el centro de su mirada, aunque lo rechazara, sino en el regreso de aquel a quien tanto añoraba y que sabía perdido.

Una buena lección de lo que es el “amor visceral” y que nos recuerda que solo hay una cosa que puede impedir a la misericordia actuar, y es no confiar en que, de verdad, es más fuerte que el peor de los males que hayamos cometido. Para Dios no existen los imperdonables. La vuelta es la salida. Por eso lo que al Señor de verdad le importa es que anhelemos su abrazo aunque sea a través de las manos de los otros en esta vida.

Fuente: Entre Paréntesis 

 

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