Reflexión del Evangelio, domingo 15 de Noviembre

Por Gustavo Monzón SJ

En este domingo, la Iglesia nos invita a vivir el fin del año litúrgico. La semana próxima, celebraremos la fiesta de Cristo Rey y la otra semana iniciaremos el tiempo de Adviento preparándonos para la Navidad. Como podemos ver, el fin del año se asocia a la fiesta en la cual renovamos la esperanza. Este sentimiento, era lo que daba horizonte de vida a los primeros cristianos y desde ahí aguardaban la segunda llegada del Mesías.

Este horizonte escatológico, como paciente espera del final está presente en las lecturas de hoy. Para una cultura como la nuestra, que nos invita a vivir despreocupados por nuestra Tradición y nuestro futuro, que nos invita a consumir experiencias, adicciones, tener un fin es una mala palabra. Sin embargo, para los cristianos que aguardaban la pronta venida de Jesús, el fin era una forma de pararse ante la vida. Tener un fin, es algo que ordena, orienta, motiva, da sentido, como dice Arrupe “acaba por dejar huella en todo”, es decir es lo que nos permite vivir la tensión entre el presente que es nuestra responsabilidad y el futuro que es nuestra esperanza. Para nosotros, nuestro fin, esperanza, horizonte está en Cristo. Él es nuestro modelo de humano, en él vemos nuestros deseos y anhelos más profundos.

En el evangelio de este domingo, Marcos nos muestra a Jesús hablando de lo que va a pasar en el final de los tiempos. Estas palabras corresponden al “discurso escatológico”. En ellas, que siguen a los anuncios la Pasión en los cuales Jesús no endulza nada el camino que va a vivir Él y por ende todo discípulo cristiano, encontramos una invitación a la esperanza en las luchas que vivimos en el seguimiento. El vivir como cristianos, nos exige una lucha, nos exige cuidar la presencia y los signos de Dios en nuestro mundo. El vivir como cristianos nos invita a una paciente y esperanzada perseverancia, de manera de ir manifestando con nuestras obras y palabras la acción cariñosa de Dios para el Mundo.

De esto nos habla la profecía de Daniel. En ella vemos un llamado a la esperanza del justo que Dios se manifestará a su pueblo. Esta esperanza, es la certeza de que pase lo que pase Dios no nos abandona. Y eso para nosotros cristianos del siglo XXI, que vivimos una fe en la intemperie, desprotegido de toda estructura y cultura dominante, que estamos llamados a vivir en una profunda amistad con Jesucristo, es la certeza más grande que tenemos. Dios no se muda, no nos deja a pesar de que no lo veamos. Él ha querido quedarse con nosotros. Nos ha dejado a Cristo como motivo más grande de la esperanza. Cristo como nos dice San Pablo de ha ofrecido como sacrificio y nos libró de todos nuestros pecados. En Él fuimos salvados y es el principal motivo de esperanza.

Este domingo, terminamos el año litúrgico y nos preparamos a renovar la esperanza. Ante un mundo en el cual, como vimos en estos días parece triunfar el mal, el bien triunfa. El mal, la muerte no tienen la última palabra. Que aunque la rama parezca seca, nacen las yemas y se pone tierna y cobra la vida. En Cristo, tenemos lo mejor de Dios para nosotros. De esta forma, miremos al futuro que el Señor nos promete, confiando en que nuestro fin y horizonte es la esperanza de lo que vendrá para vivir el presente que se nos regala.

 

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