Reflexión sobre el Sacerdocio por venir

Tanto en nuestro país, como en Chile, la reputación de los sacerdotes ha descendido mucho e incluso no son pocos los que dudan de su buena influencia para de la sociedad Hace poco estuvimos celebrando las ordenaciones de dos jóvenes jesuitas ¿Qué hace entonces, en este contexto, que jóvenes se sigan consagrando como servidores de Jesucristo en nuestra Iglesia? Les presentamos el testimonio de Cristóbal Madero, jesuita chileno que prontamente será ordenado sacerdote.

Cristobal Madero Cabib SJ

Hace un par de meses me invitaron a participar de una clase sobre historia de la Iglesia católica en Latinoamérica, en el secular ambiente de una universidad pública en California. Me habían estado “bombardeando”, los más suaves, con preguntas sobre hechos, fechas y personajes. Los más duros, con preguntas sobre los abusos de la Iglesia en el tiempo de la colonia, y por supuesto hoy. Pero fue una la pregunta que me hizo reflexionar en verdad; la que me hizo entrar al fondo de lo que creo, no respondiendo desde los meros conocimientos o la creatividad.

Me preguntó un estudiante: “¿Qué significa el éxito para tu Iglesia? ¿Cómo sabe tu Iglesia que está siendo exitosa en lo que hace?”. Luego de un silencio largo, pero no incómodo, le respondí que la medida del éxito para nosotros, en la Iglesia católica, es la cruz de Jesús, que simboliza el sacrificio que por amor hizo Él al morir por todos, no sólo por sus seguidores. Con esa vara, todo el resto de las acciones de nuestra Iglesia tiene que ser medido.

De no ser así, los cristianos nos transformamos en hipócritas buscadores de nosotros mismos, y no en apasionados seguidores de Jesús. Proclamar la verdad del sacrificio de la cruz como éxito, y dar testimonio de esa clase de éxito con nuestra propia vida, es el núcleo de lo que significa ser sacerdote. Ha sido ésa la razón de ser del sacerdocio desde su origen.

Por supuesto, esa realidad se expresa en distintos servicios en la Iglesia, pero ello es secundario. Como nunca hoy se hace más urgente recordar y recordarnos la importancia de rememorar y anunciar un éxito distinto. El mundo necesita descreerse del engaño gigante de que tener, acumular y mostrar, es la medida del éxito.

Una manera de vivir que ensalza a un tipo de ganador, y desoye a otro tipo de perdedor, a lo cual estamos todos expuestos; deshumaniza y aliena. Daña al más pobre siempre y en primer lugar, pero termina por empobrecer la vida de la humanidad en general. Yo entiendo la vida sacerdotal como la actualización del sacrificio de Jesús cada vez que una misa es celebrada, pero también cada vez que los cristianos, incluyendo a los sacerdotes, hacen de su vida un testimonio de sacrificio para y por otros.

Entiendo el sacerdocio como ser en cierto grado portavoz de un Dios, que a gritos, quiere salvar a este mundo de una insostenible liviandad que nos hace menos humanos. Y no hay nada que un Dios que se quiso hacer humano quiera más, que lograr que todas y todos alcancemos la más plena humanidad.

Abrazar la cruz como símbolo del éxito

El sacerdocio ministerial (el concepto técnico para distinguir el sacerdocio que todo cristiano tiene en razón de su bautismo del sacerdocio de los curas) es un llamado de Dios, una vocación, a la cual respondemos quienes creemos, por una parte, que nada es imposible para Dios, y, por otra, que Dios no va a obligar a nadie a lo imposible. Siempre he pensado que el Dios en el que creo no puede empujarme a algo que no soy capaz de vivir.

En el año 2002 escuché este llamado de Dios y respondí que sí, con nerviosismo y algo de incredulidad, pero sobre todo con el sentimiento hondo de libertad de los que se enamoran. En estos años, no han sido pocos quienes, en la confianza de la amistad, o en debates sobre la contingencia, me han dicho: “¡Qué admirable lo que haces, pero qué difícil debe de ser con todo lo oscuro de la Iglesia, y los sacerdotes con tantas cosas que han pasado!”. Y la verdad es que aun cuando yo lo veo cada vez menos admirable (el admirable es el Señor que se atreve a llamarme a mí con lo que soy), es verdad que el contexto de la Iglesia no ha sido el que me hubiera gustado más para dar este paso.

El año que comencé el camino hacia el sacerdocio fue el mismo en que se conocieron los escándalos de sacerdotes pedófilos en Boston. De allí en adelante la publicidad sobre los casos alrededor del mundo no se detuvo.

Quedó en evidencia un modo de proceder que amparaba que más casos siguieran sucediendo. Estudié la teología en un contexto marcado por las denuncias y sanciones a sacerdotes emblemáticos en Chile. Hice mi primera comunión en la Iglesia de El Bosque; me confirmó un sacerdote muy conocido en Chile y que luego dejó el sacerdocio, y me ordené en un tiempo en que la confianza a los líderes de la Iglesia católica no estaba mal, sino que por el suelo. Eso es verdad.

Pero es tan verdad como la vida de una Iglesia viva y preocupada de los últimos, de la que también he sido testigo en todos estos años. Es famosa la respuesta que el papa Pablo VI dio respecto de la pregunta sobre cuántos sacerdotes trabajan en el Vaticano. “La mitad”, contestó. El sacerdote que este mundo y esta Iglesia necesitan no es cualquier sacerdote.

Suponiendo que hay una vocación palpitando, un sacerdote que, al final del día, tiene puesta su confianza, o hace depender su llamado exclusivamente de la dirección de los vientos que soplan sobre la Iglesia (sean estos buenos o malos), o sobre sus propias capacidades y talentos para hacer un buen trabajo, creo que está condenado a vivir un sacerdocio muy lejano al sacerdocio que proclama la cruz como éxito.

La clave para los sacerdotes, es poder abrazar la cruz como símbolo del éxito. Es creer que el propio sacrificio, renuncia y el no temer a perder nada, expresa el sacrificio de Jesús más eficazmente. Un sacerdocio que reparta vida a los demás con alegría es la clave. El Padre Alberto Hurtado decía que un sacerdote ignorante era de lo más peligroso. Yo pienso que un sacerdote que no sea lo suficientemente consciente y sensible al mensaje del sacrificio de Jesús y su importancia para este mundo, no tiene futuro.

Un sacerdocio que no nazca del amor por un mundo roto no tiene sentido alguno, pues no hay real sacrificio si no nace del amor, ni hay verdadero amor que no conlleve sacrificios. Mi experiencia es que yo le pierdo el miedo al sacrificio, por una parte, y me animo al anuncio del sacrificio de Jesús al mirar a quienes esperan contra toda esperanza, y de manera especial a quienes he conocido en poblaciones, en centros educativos, en cárceles y en hospitales.

Mirar e intentar con humildad, amor y sin mesianismo, acercarse al dolor concreto del mundo, contemplando el caminar esperanzado del pueblo de Dios, me anima a sacrificarme en el sentido que Jesús invita. Vivir así me hace mirar hacia donde Jesús mira. Hace que me importen las cosas que a Él le importan. Y me doy cuenta que esa manera de vivir, cuando logro alcanzarla, le hace bien a la humanidad, le hace bien a mi Iglesia católica, le hace bien a mi comunidad religiosa.

Como Billy Elliot

Las cosas más importantes que elegimos en la vida son pocas veces el fruto de un proceso solamente racional. Siempre hay algo de cálculo, de evaluar posibles consecuencias. Es responsable y también muy humano pensar con la cabeza, pero finalmente es lo que indica el corazón lo que nos hace decidir en paz. Sentimientos y sensaciones asociadas a esa decisión es lo que mueve. El ideal sacerdotal de abrazar por amor la cruz como éxito debe tener un soporte sentimental en un sentido profundo.

Con el riesgo de parecer superficial, quisiera cerrar con una imagen que por ningún especial motivo se me ha venido durante esta reflexión que escribo. Creo en parte que es porque al pensar sobre el sacerdocio no lo puedo reducir a una reflexión que no toque los sentimientos más hondos.

En una parte de un musical sobre la historia de Billy Elliot, un niño que descubre su vocación en la danza en un pueblo minero, un comité que lo evalúa para ir a la escuela de danza le pregunta: “¿Qué sientes cuando bailas, Billy?”. Billy Elliot responde: “No puedo explicarlo realmente, no tengo las palabras. Es un sentimiento que no puedo controlar. Me pierdo en quien soy, pero algo me sostiene. Es como si hubiera una música sonando en mi oído, y yo estoy escuchando y de repente desaparezco. Luego siento un cambio, como un fuego interno, imposible de ocultar. Y de repente estoy volando, volando como un pájaro, como electricidad, como electricidad que se desata en el interior, y allí me siento libre. Es como cuando has estado llorando, y estás vacío de algo, pero lleno de otra cosa, pero no sé lo que es, es difícil de explicar”.

Fuente: Revista Jesuitas Chile

 

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