Testimonio de Misión – Misión San Francisco Javier

Por Emilia Ortiz

Animarme a vivir una experiencia de misión es uno de los mejores riesgos que pude tomar.

¿Por qué digo riesgo?

Porque hay veces que lo que uno no conoce, asusta. Y nunca había misionado. Pero encontrar la oportunidad de sentirse mensajero, de sentir que uno sólo es un medio, solo está por tirar una semillita pero confiando en que lo que ocurre en el corazón, que acepta ese mensaje y esa semilla, es algo mucho más grande fue algo para estar más que agradecida.

Saber que ese mensaje llegó a mi pero que debo compartirlo.

Y en ese compartir, sorprenderse con lo que uno siente, gusta, escucha y ve. Por supuesto que el primer día sentí ansiedad y miedo. No saber con qué me iba a encontrar, que tenía que decir, que debía hacer. Y ahí está el desafío, confiar que Él te va a ir guiando, se va a presentar en la amabilidad de la familia que te recibe, en el que se toma un tiempo para conversar, en las miradas y las sonrisas de los niños y de los jóvenes y por supuesto en el compañero de misión en todo momento.

Tantos gestos que lo reflejan. Vivir unos días que con el cansancio viene una recompensa enorme, ir llenando día a día tu corazón de imágenes, de palabras, de abrazos y de muestras cariño tanto de las personas que visitas o participan de los talleres como de la pequeña familia que se formó con la comunidad misionera. Y todo esto se va acumulando como recuerdos, detalles que durante tu vida diaria va a ser la energía que a veces necesitemos para seguir en lo cotidiano.

La felicidad con la que uno vuelve y sentir que se agrandó el corazón con todo lo recibido es un regalo. Al volver un amigo me dijo que no se puede vivir de misión pero lo que hay que hacer es volver la vida una misión, ahí estaba lo que me faltaba ver. No es sólo un regalo, es un desafío que inició con esta oportunidad pero que va a ser de todos los días. Hoy puedo decir que vivir una misión es algo que si uno se anima, no se va a arrepentir.

 

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