El legado de Mandela: Misericordia y Política
Para todo el que ha escuchado alguna vez nombrar a Nelson Mandela, aunque no conozca mucho de su historia, sabe que es un personaje que destaca dentro de la historia mundial contemporánea debido a la lucha por la igualdad que ha llevado adelante y en modo en que lo ha hecho.
Ahora bien ¿Qué puede enseñarnos esta persona desde la Misericordia?
Por Carmen Márquez Beunza. Universidad Pontificia Comillas
Cuando en una ocasión el periodista John Carlin le preguntó al arzobispo sudafricano Desmond Tutu que definiera a su amigo Nelson Mandela con una palabra, no dudó un instante: «magnanimidad». En un tiempo tan necesitado de verdaderos dirigentes, Mandela se yergue como uno de los grandes referentes morales y políticos del siglo XX. El hombre que llevó a cabo el milagro sudafricano, que supo conducir magistralmente el tránsito pacífico del sistema del apartheid a un régimen democrático y multirracial, hizo del perdón y la misericordia su mejor arma política.
Su nombramiento como presidente de la nación en 1994 puso fin a uno de los regímenes políticos más injustos del planeta: el apartheid. Sudáfrica se libraba de la peor de sus pesadillas. Pero tenía por delante una difícil tarea: alumbrar una nueva nación reconciliada. Y contó para ello con el mejor guía posible.
Desde su liberación, Mandela dio muestras de una magnanimidad y una capacidad de perdón sin precedentes. Sorprendiendo a propios y extraños, a su salida de prisión realizó una serie de gestos de reconciliación que dejaron atónito al mundo, que incluyeron una visita a la viuda del Primer Ministro H. Verwoerd para tomar el té, la invitación a sus antiguos carceleros a su nombramiento presidencial, su encuentro con el juez que le había sentenciado a cadena perpetua, o la asistencia al culto de la Iglesia Reformada Holandesa, que durante décadas había suministrado soporte teológico al apartheid. A través de ellos mostró el poder redentor del perdón. Como afirma John Carlin, «acabó perdonando y redimiendo a sus antiguos enemigos».
Los veintisiete largos años pasados en prisión habían acrisolado el temperamento y la voluntad de aquel joven y prometedor abogado negro que, ante la ineficacia de la vía pacífica, se había decantado por la lucha armada. En aquella peculiar universidad en que se convirtió el penal de Robben Island, Mandela había aprendido algunas lecciones esenciales: que ser libre no es sólo desprenderse de las cadenas sino vivir de un modo que respete y aumente la libertad de los demás, que incluso los hombres más duros son capaces de cambiar si se consigue llegar a su corazón y que un dirigente debe siempre matizar la justicia con el perdón y la misericordia.
Desmond Tutu describe su trayecto del siguiente modo: «El tiempo que pasó en la cárcel fue necesario porque, cuando lo encarcelaron, estaba enfadado. No era un hombre de Estado, dispuesto a perdonar: era el comandante en jefe del brazo armado del partido, dispuesto a usar la violencia. Ese tiempo de cárcel fue absolutamente crucial. Claro está que el sufrimiento amarga a algunas personas, pero ennoblece a otras. La cárcel se convirtió en un crisol en el que se quemó y eliminó la escoria. (…) Esos veintisiete años le invistieron de autoridad para poder decirnos que intentásemos perdonar».
«Hay momentos en los que un líder debe adelantarse al rebaño, lanzarse en una nueva dirección confiando en que está guiando a su pueblo por el camino correcto», ha dejado escrito Mandela en su autobiografía. Y desde su primer día al frente del gobierno trazó nítidamente la dirección a seguir: el camino de la reconciliación. Ya en la prisión, inició las conversaciones con el gobierno, guiado por la firme convicción de que la reconciliación con el enemigo era posible.
Estaba convencido de que la solución definitiva requería de algún tipo de acuerdo negociado, que había llegado el momento de hablar. Y, por encima de todo, comprendía que el futuro pacífico de Sudáfrica dependía del perdón. Por ello se empeñó con ahínco en la difícil tarea de reconciliar a su pueblo. Trató de conjurar el miedo de la comunidad afrikáner, persuadiéndoles de que tenían un lugar en la nueva república democrática.
Y nada lo hizo tan elocuente como aquella imagen del nuevo presidente vistiendo los colores de los springboks, el equipo de rugby sudafricano, en el partido que los coronó como campeones del mundo. Creó la Comisión Verdad y Reconciliación, como un intento de avanzar hacia la reconciliación de la nación, de afrontar el duro legado del pasado y de caminar hacia la curación de la nación. «Nos ha ayudado a sobreponernos al pasado y a concentrarnos en el presente y en futuro», afirmó a su clausura, mostrándose satisfecho del trabajo realizado y convencido de que la reconciliación real sólo puede tener lugar sobre la base de la verdad.
«Los grandes líderes saben cuándo ha llegado el momento de perdonar», afirma la profesora de Harvard R. Kanter elogiando la conducta del líder sudafricano. Sin duda, Mandela lo sabía. Por eso trató por todos los medios de hacer de su país esa «nación del arcoíris» que un día soñara Desmond Tutu, proclamando con sus actos que solo «porque existe el perdón, el futuro es posible». Sin duda, ese fue su mejor y más valioso legado.
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