El problema de creer: Los conflictos con la fe
Frente a la elección de creer o no, e incluso siendo creyente (o no) pueden plantearse una serie de conflictos, internos y para con el resto. El jesuita Emmanuel Sicre reflexiona sobre cada uno de estos casos posibles.
Por Emmanuel Sicre SJ
A menudo sucede en nuestra vida que se nos plantea una cuestión muy humana: creer o no creer. A lo que le sigue, lógicamente, creer en qué. El tema resulta inevitable porque es algo que hace parte del ser humano, es decir, se trata de una pregunta antropológica. En este sentido, todos los hombres de la historia han tenido que responder a la pregunta de su conciencia sobre aquello en lo que dicen creer. ¿Cómo daremos cuenta de esto hoy?
A pesar de que la cultura del entretenimiento en la que nos toca vivir hace lo imposible por apar nuestra sed de creer, se da también que hay un regreso de lo religioso, de la búsqueda espiritual, pero quizá fuera de los límites de una religión determinada. Algunas veces, el mundo del consumo logra mutilar en las personas la posibilidad de trascender, de ir más allá de sus narices creando necesidades y satisfacciones inmediatas. Sin embargo, el deseo de creer está tan vivo en este momento como siempre. Porque, no lo olvidemos, en el hombre hay cosas que cambian, se transforman, varían; pero hay otras que no. Creer es una de ellas.
Los que dicen creer
Quienes dicen creer, por lo general, están hablando de Dios -o algo que está en su lugar. Y aquí se nos presenta la primera dificultad: el significado y sentido de esa palabra se ha diluido. Pero supongamos que quien dice creer en Dios asume que existe algo superior a sí mismo. Un ser por ahí que no es humano y que de alguna manera tiene que ver con los destinos del mundo. Incluso se lo refiere, en algunas oportunidades, a la Naturaleza o a las fuerzas cósmicas del universo. La cuestión es que se trata de algo que no es el ser humano, y a lo que pareciera no poder renunciarse. De ello hablan los relatos de todas las religiones a lo largo de la historia.
Las reacciones frente a un ser divino así son diversas según la etapa de vida que transitamos y el modo en que nos transmitieron esa creencia. Hay quienes lo respetan, quizá con un poco por temor a que le suceda algo malo -“pórtate bien que si no Dios te va a castigar”. Hay quienes le rezan para ganarse sus favores, bendiciones y protecciones -“pídele a Dios antes del examen para que te vaya bien”. Y también están los que saben que está, y si bien no tienen una relación con él, marcan el teléfono de Dios cuando alguna situación límite apremia -“Por favor, Diosito, no te lleves a mi abuelo”.
Hasta aquí solo hablamos de un tipo de creyente natural, común, general, típico. Que sólo le alcanza con responder ‘sí’ a la pregunta por si Dios existe, y no mucho más. Le estresa pensar en el porqué del mal en el mundo y prefiere un “Dios Parche”, podríamos decir. Pero cuando ese Dios le “quite” algo importante para él, probablemente deje de creer. Esto no significa despreciar a nadie, sino constatar que su dimensión espiritual está referida a un Dios que se manifiesta con un cierto paternalismo.
NOTA: el caso del fundamentalismo religioso no es un problema de fe, sino de una debilidad psicológica no tratada que se manifiesta en la religión, en la política, en el deporte, etc. Se da cuando entre una persona y su creencia no se hace uso de razón -no piensa-. Es como quien traga sin masticar. Por lo general, se lo identifica por su agresividad contenida o proyectada hacia los demás.
Los que dicen no creer o dicen que no se puede creer
Por otro lado, hay gente que se cansó de la pregunta por un Dios y prefirió negarla por alguna situación particular difícil de explicar aquí. O respondieron que no se puede creer en algo que no es posible conocer de verdad. Entonces prefieren no entrar en tema, y si lo hacen comienzan por el lado filosófico o histórico de la cuestión. Es decir, que si Dios existe o no, que si Dios es bueno por qué el mal en el mundo, que si Dios quisiera podría hacer que yo creyera, que las religiones son un invento de los hombres por eso me abstengo de creer -¡como si la religión asegurara la fe!
Todo este mambo racional, de a poco, apaga la sed espiritual del hombre hasta agotarla y/o transferirla a otras dimensiones de la vida dadoras de sentido. Por ejemplo, “creo en mis hijos, mi familia, mis hermanos, mis, mis, mis…, pero no creo en nada más allá que no pueda ver ni tocar.”
Este tipo de materialismo se radicaliza según el momento de nuestra vida y, como ya dijimos, depende de cómo nos transmitieron esta negación a creer. Es decir, “¿para qué creer si todo depende al final si eres buena persona o no en la vida?” “¿Yo conozco mucha gente creyente que hubiera preferido no conocer?” “No se puede creer en Dios porque si existiera el hombre no podría acceder a él con su mente”. “Creas en lo que creas tienes que ser tú mismo de todos modos”. “Hay que gozar de esta vida porque después no hay nada”. “Cuando yo le pedí a Dios que no se llevara a fulano, no me hizo caso”.
Son pensamientos muy respetables y ciertamente lógicos. Sólo que al quebrarse el vínculo de la experiencia con el misterio o al referirla sólo a lo posible, la vida en relación con lo divino -lo que está más allá de nosotros- se vuelve más exigente porque todo recae sobre las fuerzas del hombre.
Los que no saben si creen o no
Y entre los que dicen creer -comúnmente llamados: teístas o fideístas- y los que dicen no creer o que no se puede creer -conocidos como: ateos y agnósticos- están quienes no saben si creen o no. A quienes podríamos identificar como “nini”: ni creen, ni no creen. Por lo general, han recibido muy poca comunicación espiritual, o religiosa, o de lo trascendente y gozan de una ignorancia muda.
Algo oyeron de los que dicen creer, algo de los que no creen, y parece que la cosa no es tan fácil, así que han dejado para otro momento el problema de creer. Se debaten, por lo general, entre lo que ven afuera de sí mismos y lo que les pasa en su experiencia de aquello que no comprenden de la vida. Pero prefieren no preguntar. El problema pareciera que no es tanto con un Dios, cuanto con la posibilidad de experimentarse a sí mismos como seres espirituales, capaces de trascender, de ser tocados por el misterio de la vida.
Creer
Ante esta realidad humana nos preguntamos, entonces ¿qué es creer? Y cada vez que lo hacemos entramos en conflicto con aquello a lo que se dirige nuestra creencia -¿cuál Dios?; y el modo en que la recibimos -¿familiares, escuela, Iglesia? Por esto, la fe siempre está purificándose, es decir, en tensión, en proceso.
Sin embargo, pienso que la pregunta para saber si estoy creyendo o no, es si estoy abierto o no. En este sentido, aclaremos al menos dos cosas.
Por un lado, si un cierto estado de pregunta existencial –no neurosis- por aquello que me trasciende es parte de mi vida, entonces estoy viviendo esa apertura. Si me dejo cuestionar por la realidad respecto del misterio, o si pregunto por las cosas que no tienen explicación, voy de camino a ser una persona creyente.
Y, por otro, creer supone confiar en otro –en lo que dice o hace. Fiarse, apoyarse en lo que es para mí, descansar en cierta seguridad honda, una especie de “porque sí” sano, liberador y contenedor. Un tener fe en las personas o en las cosas sin sospechar todo el tiempo de que me quieren hacer daño. Por eso, si en nuestra relación con las personas hemos padecido engaños y desilusiones muy hondas, quizá cueste más creer.
¿Por qué creer, entonces? Porque cuando podemos fiarnos crecemos humanamente, nos desplegamos como hombres y mujeres, nos abrimos al mundo y desafiamos la realidad con un poco más de arrojo, somos capaces de percibir lo vital en nosotros latiendo con toda su intensidad. Creer nos expande a la posibilidad una vida más fecunda, más llena de amor, de esperanza para uno y para el mundo.
Fuente: Blog Pequeñeces
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