Los Atentados de Cataluña y la Religión
Análisis sobre los atentados en Barcelona
Por Raúl González Fabre
Los atentados asesinos de Barcelona y Cambrils tienen que ver con la religión. Son una blasfemia, como lo es siempre matar en nombre de Dios. Pero una blasfemia es un hecho religioso; no pertenece, pongamos por caso, al terreno de la agricultura sostenible.
Estrategia política y motivación religiosa
Por otra parte, los atentados terroristas forman parte de una estrategia política. Suele tratarse de una estrategia relativamente simple. El terrorista causa gran daño económico y luto personal con dos objetivos:
obligar a la población a tomar posición con o contra su causa, esperando que muchos lo tomen sólidamente a favor, impresionados por que esa causa parezca lo bastante valiosa para matar y eventualmente morir por ella;
forzar a un enemigo militar y políticamente más fuerte a negociar sus términos.
En los atentados yihadistas en Europa y Estados Unidos, es difícil reconocer la estrategia política, a no ser que se dirija solo a la población musulmana local y/o tenga objetivos políticos solo respecto a los países musulmanes (donde han realizado masacres con gran frecuencia).
La posibilidad de que poblaciones nacidas modernas acepten su versión particularmente cerrada de culturas rurales del Medio y Lejano Oriente, es nula. Para empezar, nuestras amigas y compañeras no se dejarían, ni nos dejarían a nosotros. Y tampoco tienen sentido estratégico para forzar ninguna negociación con Occidente, porque precisamente este yihadismo es maximalista: no pretende negociar nada, sino meramente imponer.
De hecho, bien podría ocurrir que la estrategia política de fondo del yihadismo sea nihilista: no ganar voluntades ni forzar negociaciones, sino acabar con un mundo en que no hay sitio para su proyecto. De eso en Europa ya tuvimos hace un siglo el avatar del terrorismo anarquista, que no parece haber llevado al anarquismo sino más bien a lo contrario: Estado y propiedad privada hasta en la sopa.
El yihadismo consiste pues en una cierta combinación de estrategia política con motivación religiosa. Como la estrategia política resulta difícil de entender (o quizás simplemente no exista), es lógico que nos quedemos solo con la motivación religiosa. Esa al menos sí podemos identificarla.
Matar por el Poder
Matar por el poder es un gran pecado. Si se hace en nombre de Dios, constituye además una blasfemia. Prácticamente todas las grandes religiones, o grupos relevantes dentro de ellas, han sostenido en distintos tiempos una conexión teológica entre experiencia religiosa y poder político, que les han llevado a cometer esa blasfemia. No accidentalmente, sino porque en vez de infundir la lógica contemplativa de lo divino en el manejo del poder, han llevado la lógica eventualmente violenta del poder a la imposición de creencias y estructuras religiosas.
En Occidente, después de las guerras europeas de religión de los ss. XVI y XVII, se consiguió básicamente separar religión de poder político. Quedó la tarea de civilizar al poder político limitando su uso de la violencia, en la cual hemos hecho avances pero todavía tenemos mucho camino pendiente. Al menos, ya no ocurre que los agentes políticos occidentales maten en nombre de Dios.
Desafío Teológico
La separación entre experiencia religiosa y poder político es más fácil teológicamente cuando ya estaban separados en el origen de la religión, o sea, cuando los primeros líderes de la religión no tenían roles ni pretensiones políticas. Claramente así ocurrió con Jesús y con Buda. La separación teológica resulta más difícil cuando, como ocurre en el Islam y en otros casos, los fundadores de la respectiva religión eran también líderes políticos.
Pero más difícil no significa imposible: la mayor parte de los musulmanes tanto en los países donde son mayoría como donde son minoría, actúan de hecho como si la religión solo constituyera una inspiración para la política, sin pretensión teológica de establecer teocracias, ni blasfemias de matar en nombre de Dios.
Evidentemente, para evitar esto último, ayudaría deslegitimar teológicamente la teocracia, y eso todavía no está bien hecho en todo el Islam.
Criminalizar poblaciones
Pero las personas no deben ser juzgadas por su teología sino por sus prácticas. Los terroristas son los terroristas en concreto, y sus cómplices son quienes les ayudan a realizar actos asesinos. No tiene sentido criminalizar a poblaciones que no comparten su estrategia política ni consideran que su religión sea un motivo para matar. Exactamente por la misma razón que en su momento no tenía sentido criminalizar a los independentistas vascos porque ETA matara, si ellos mismos ni mataban, ni apoyaban a los asesinos, ni hubieran estado nunca dispuestos a hacerlo, porque eran personas decentes.
Criminalizar a una población por su teología, por el contrario, juega en el primer punto de la estrategia política terrorista, porque el injustamente criminalizado se siente tratado como enemigo. Es más fácil entonces que tome partido con el otro bando. En España conseguimos evitarlo después de los atentados de 2004, y queremos volver a conseguirlo después de los de ayer.
Musulmanes y occidentales
Ello tiene mayor relevancia por el riesgo de que la estrategia política detrás de los atentados en Europa tenga que ver con las luchas por el poder en algunos países musulmanes; básicamente la única forma en que tendrían sentido y engancharían con los numerosos atentados yihadistas en el mundo musulmán.
Si me presentan a un señor protestante de Badajoz, no supongo que él o su iglesia tengan una posición sobre la política exterior de Holanda. Es necesario, y probablemente ocurrirá aquí en pocas generaciones como sucede entre los muchos musulmanes negros de Estados Unidos, que ser musulmán español no suponga alguna afiliación indirecta con las políticas exteriores de Arabia, Marruecos, Irán o Turquía, o con grupos subversivos contra los respectivos regímenes. Difícil, pero tampoco imposible. Sería otra manera de desligar religión de poder político en el sentido más fuerte de su ejercicio.
El camino de nuevo es la mayor integración, no la segregación o la exclusión de las poblaciones musulmanas en Europa. Segregación y exclusión facilitan la construcción y el traspaso generacional de identidades basadas fundamentalmente en la religión. Con ello hacen a los jóvenes más vulnerables a quienes usan las motivaciones religiosas dentro de estrategias políticas, eventualmente también de estrategias asesinas.
Estamos en guerra
Finalmente, los atentados nos muestran un hecho obvio: estamos inmersos en una guerra global, de la cual no vamos a salir meramente retirando tropas de aquí o allá. Tampoco mandando más tropas o bombardeando algún poblado remoto. Es cosa más compleja.
Esta guerra forma parte de la globalización (‘part and parcel’ se diría en inglés). La globalización establece nuevas reglas de juego que además son continuamente cambiantes, por razón del acelerado avance tecnológico. En ese panorama fluido, cada persona y cada pueblo debe buscar su lugar, un lugar donde pueda vivir decentemente él mismo y convivir con los demás. La guerra yihadista pertenece a esa dinámica, como otras guerras antes. Enseña trágicamente que el problema del mundo no está resuelto. No justifica la respuesta yihadista; muestra solo que la pregunta sigue sangrantemente abierta.
Resolver ese problema es en primer lugar responsabilidad de cada cual, no puede hacerse por entero desde afuera. Esto no tiene sustituto: el gran desafío del terrorismo yihadista es para el Islam en general, y para los pueblos musulmanes en particular. Y el terrorismo yihadista en Europa constituye primero un desafío para los musulmanes que viven en Europa. Se necesita su acción positiva frente a él, porque no se trata de un no-Islam sino de una blasfemia contra el Islam.
Pero en segundo lugar, no podemos desentendernos del problema de la globalización para los demás. No es solo que el cristianismo no nos dejaría (todos somos hijos de Dios por igual) sino que además resulta fácticamente imposible en un mundo globalizado (caracterizado por lo que ya hace cincuenta años Paulo VI llamaba ‘la interdependencia‘). La idea de que nosotros podemos resolver nuestro problema y que los demás se apañen como puedan, es a la vez inmoral y estúpida.0
Siendo cierto que la responsabilidad primera es de quienes no han hallado un lugar decente en la globalización, y también que los demás no podemos desentendernos, nuestro rol obvio es ayudarles a resolver ese problema. Las poblaciones en dificultades deben experimentar en la práctica que pueden contar con nosotros para encontrar respuestas a sus desafíos pendientes, que son también desafíos pendientes nuestros. Contar con nuestras personas, nuestras organizaciones y nuestros gobiernos.
Al final, estar al lado de las poblaciones en problemas para encontrar su lugar para contribuir hoy a la gran aventura humana, no supone justificar indirectamente el terrorismo yihadista, sino precisamente lo contrario: luchar contra él. Es mostrar con la práctica de la fe que se ocupa del otro, hasta qué punto matar por motivaciones religiosas constituye una blasfemia.
Y eso no quita que estemos en guerra: no dejamos de llorar a los asesinados y heridos en cada atentado, ni de apoyar a las fuerzas de seguridad que persiguen a los criminales, ni de pedir a las policías que intenten evitar próximos atentados.
Una guerra necesita valor para no dejarse llevar por el miedo, ni hacia la cesión ni hacia la injusticia, aunque los asesinados sean civiles que hubiéramos podido ser nosotros o nuestros amigos. Pero se trata de una guerra en que los enemigos son los terroristas y sus cómplices, no los musulmanes.
Fuente: Entre Paréntesis
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