Servicio de la fe y Universidad jesuita
“¿Cómo ha evolucionado la perspectiva sobre el `servicio de la Fe´ en las instituciones educativas de la Compañía de Jesús en América Latina en los últimos años?”.
Por Ernesto Cavassa, S.J.
Una carta del P. General sobre “los jesuitas destinados al apostolado intelectual” (24 de mayo de 2014) nos recordaba la “larga tradición de compromiso con el apostolado intelectual que tiene la Compañía de Jesús”, dentro de la cual se inscribe el servicio que algunos brindamos en las instituciones de educación superior, sean propias de la Compañía o encomendadas a ella.
El trabajo universitario no agota el llamado apostolado intelectual; sí es, sin embargo, una de las modalidades en que éste se ejerce. En América Latina, según los datos del Informe para la elaboración del Proyecto Apostólico Común de la CPAL (2010), la actividad universitaria de las 30 instituciones de AUSJAL, comprendía unos 250,000 estudiantes, 20,000 profesores y alrededor de 260 jesuitas, aunque no todos a tiempo completo.
Se me ha pedido que desarrolle en este artículo la pregunta siguiente: “¿Cómo ha evolucionado la perspectiva sobre el `servicio de la Fe´ en las instituciones educativas de la Compañía de Jesús en América Latina en los últimos años?”. El pedido ya advertía de la complejidad del tema y la dificultad para tratarlo de modo exhaustivo. Para acotarlo, me remito a algunos documentos oficiales de la Compañía que han hablado del “servicio de la fe” en estos años. De otra parte, lo circunscribo a las instituciones educativas universitarias y a tres preguntas que me han surgido ante esta propuesta. A pesar del cliché que nos suelen colgar a los jesuitas (“siempre responden con otra pregunta”) me parece que ellas pueden ayudarnos a explorar algunos aspectos subyacentes en el tema solicitado.
¿Servicio a la fe o servicio a la misión?
La expresión “servicio de la fe” (diakonia fidei) nos remite a nuestra tradición. La Compañía fue fundada para la “propagación de la fe”, según la Fórmula del Instituto (1550). La Congregación General (CG) 32 (1975) formuló la misión de la Compañía de Jesús hoy en términos de “servicio a la fe y promoción de la justicia”. La expresión puede dejar la impresión de que se trata de dos términos en paralelo, con objetivos diferenciados, unidos solo por la partícula conjuntiva. No fue esa la intención de la Congregación. El decreto 4 sobre “Nuestra misión hoy” afirma que “la misión de la Compañía de Jesús hoy es el servicio de la fe, del que la promoción de la justicia constituye una exigencia absoluta, en cuanto forma parte de la reconciliación de los hombres exigida por la reconciliación de ellos mismos con Dios” (n° 2). Como vemos, la frase es más compleja e integradora que el lema que la intenta resumir.
Tal vez por ello no fue fácil la asimilación de la misión así concebida. Para ello, fue necesario superar la división entre los abanderados de la fe y los promotores de la justicia. Es interesante, en este sentido, el balance que expresa el P. Kolvenbach en Santa Clara (6 de octubre del 2000), veinticinco años después de la promulgación del decreto 4. Retoma la autocrítica de la CG 34: “reconocemos que no todo ha ido bien…dogmatismos e ideologías nos han llevado a veces a tratarnos más como adversarios que como compañeros” (d. 3, n° 2) para reconocer que “nosotros, los delegados de la CG 32, no éramos conscientes de las dimensiones teológicas y éticas de la misión de servicio propia de Cristo. Si hubiésemos prestado más atención a la diakonia fidei, quizá hubiésemos evitado algunos malentendidos provocados por la expresión “promoción de la justicia”. ¿Y qué se entiende –según el P. Kolvenbach- por diakonía fidei?: “Con ella se refiere a Cristo, el Siervo sufriente que lleva a cabo su diakonia en un servicio total a su Padre hasta dar la vida por la salvación de todos”.
Y eso fue lo que, de hecho, ocurrió. La Compañía aprendió en los años subsiguientes lo que ya había captado premonitoriamente el P. Arrupe: el decreto 4 implicó en muchos casos incomprensión, ruptura con antiguas relaciones, persecución y, para varios de nuestros compañeros, el martirio.
El sector universitario –al inicio, reacio a los cambios- mostró a lo largo de estos años su modo particular de asumir y desarrollar este “servicio a la fe del que la promoción de la justicia es una exigencia absoluta”. En palabras del P. Kolvenbach: “Es ya un estereotipo repetir que la universidad no es una torre de marfil y que no es para sí misma sino para la sociedad. Más allá de la teoría, el sentido profundo de esta afirmación lo dio el testimonio de Ignacio Ellacuría y sus compañeros, asesinados en la UCA de El Salvador, que con su vida demostraron la seriedad del compromiso de ellos y de su Universidad con la sociedad. Pocos hechos como éste han causado tanto impacto y se han prestado a tanta reflexión en nuestras universidades en estos últimos años” (Monte Cucco, 27 de mayo de 2001). El decreto 17 de la CG 34 (1995) sobre “la Compañía y la vida universitaria” es el cierre de todo un proceso de veinte años en los cuales la Universidad jesuita aprendió lo que significaba en este continente el “servicio de la fe”. Un servicio sellado con sangre.
Esa misma Congregación General nos define desde entonces como “servidores de la misión de Cristo” (decreto 5). Este decreto –clave para el modo de entendernos- nos habla del importante aporte que ha significado el compartir la vida de los sectores populares para nuestra fe: “nuestro servicio, especialmente el de los pobres, ha hecho más honda nuestra vida de fe, tanto individual como corporativamente: nuestra fe se ha hecho más pascual, más compasiva, más tierna, más evangélica en su sencillez”. ¿Cómo ha evolucionado, pues, el servicio a la misión? En la medida en que nos hemos vinculado más estrechamente a los pobres hemos entendido mejor nuestra fe, nuestra misión, la justicia que brota del Evangelio.
El mismo documento habla también de la misión haciendo una adecuada distinción entre misión y ministerios. Podemos –dice- estar en diversos ministerios (social, pastoral, educativo, de gobierno, etc.) pero “todos tenemos una misma misión”. El decreto avanza además otro punto: “nuestra identidad es inseparable de nuestra misión” (n° 4). La misión brota de la identidad. ¿Y cuál es nuestra identidad? Ser “compañeros de Jesús”. “La misión de la Compañía brota de la continua experiencia de Cristo Crucificado y Resucitado que nos invita a unirnos a Él en la tarea de preparar al mundo para que sea el Reino de Dios consumado” (n° 6). Misión, identidad, Jesús…son términos correlativos que van a marcar toda actividad apostólica. Si algo ha evolucionado en estos años es la conciencia de una mayor integración de estos aspectos en el servicio que realizamos. La última Congregación General ha seguido reflexionando sobre los mismos y ha incluido también el de “comunidad” (CG 35, d. 2, n° 19).
Esta mejor comprensión de la integralidad de la misión se ha reflejado en el modo como AUSJAL se ha percibido a sí misma, especialmente en los últimos años. No por azar se ha priorizado el acento sobre la “identidad y misión” de nuestras instituciones. Los seminarios realizados entre los años 2002 y 2005 son la mejor expresión del modo como las Universidades en América Latina han sabido recoger los planteamientos que la Compañía ha venido realizando sobre su misión hoy. La conciencia de tener que responder a ella desde nuestras obras apostólicas es hoy un dato asumido. El reto es, más bien, lograr que identidad y misión sean asumidos cada vez más por toda la comunidad universitaria.
¿Pastoral universitaria o descubrimiento del Dios presente y activo en la realidad?
No es extraño vincular espontáneamente “servicio a la fe” en las universidades jesuitas a la llamada “pastoral universitaria”, entendiendo ésta como un conjunto de acciones orientadas a promover y fomentar la fe cristiana principalmente entre los jóvenes. La pastoral universitaria comprende, por ello, actividades litúrgicas, catequéticas, sacramentales; en algunos casos, ofrece conferencias y encuentros sobre religión, cultura, sociedad y, en vinculación con medio universitario, suele proponer experiencias que vinculen al estudiante con la realidad social del entorno.
Todo esto es, sin duda, necesario en nuestras instituciones. Pero la profundización en el sentido de misión nos hace ver también que “el servicio de la fe” debe apuntar a algo más; debe llevarnos, en palabras de la CG 34, a “situarnos en lo más íntimo de la experiencia humana” (decreto 2, n° 6) para -como dice la carta sobre el apostolado intelectual- “descubrir a Dios presente y activo en lo más profundo de la realidad, y a compartir ese descubrimiento”.
Ese descubrimiento supone, como dice la CG 35, “una mirada contemplativa de situarse en el mundo, de contemplar a Dios que actúa en lo hondo de la realidad” (d. 2, n° 6). Nada más lejos, por tanto, de “la globalización de la superficialidad” (A. Nicolás, Encuentro Mundial de Rectores, México 2010). El mayor servicio de los que constituyen nuestras comunidades universitarias, según él, es “promover profundidad de pensamiento e imaginación” o, como dice el plan estratégico de AUSJAL: “Frente a esa `globalización de la superficialidad´, AUSJAL debe propiciar la profundidad del conocimiento, a través de tres principios enraizados en la tradición ignaciana: imaginación, creatividad y sentido crítico. De ese modo, nuestro apostolado creativo provoca un proceso dinámico en la búsqueda de respuestas a los problemas reales de nuestro tiempo”. Esa búsqueda de respuestas es, para muchos, una búsqueda de sentido de vida.
El servicio a la fe nos debe llevar, pues, a las búsquedas de sentido que se plantean los jóvenes de nuestras universidades. Para muchos, son “situaciones límite” donde se encuentra “energía y nueva vida” (CG 35, n° 7) o, en términos de la reciente carta del P. General, esas búsquedas nos llevan a “aquellas fronteras que son parte de nuestra condición humana y que no escatima esfuerzos por tender puentes de reconciliación”. El apostolado intelectual y, por tanto, también el que se realiza en la universidad jesuita debe, de acuerdo a estos documentos, contribuir a tender puentes entre la fe y la razón o entre la fe y las culturas, en un momento en el que estos nexos se encuentran debilitados.
¿Cómo llegar a esas experiencias de vida y energía presentes en la realidad, a esas “situaciones límite” que se constituyen en “fronteras” existenciales? La Compañía siempre ha encontrado en los Ejercicios Espirituales uno de los caminos más eficaces. Y, por ello, ha animado a todos los jesuitas (no solo a los expertos en espiritualidad) a dar los Ejercicios (CG 35, d. 3, nº 21). Uno de los temas en los que se ha evolucionado más en los últimos años es en la oferta de Ejercicios en todas nuestras instituciones. Al mismo tiempo, hemos crecido también en una mejor comprensión de lo que son los Ejercicios como experiencia de encuentro en profundidad con uno mismo y de la necesidad de recuperar espacios como éstos en medio del bullicio cultural en que nos hallamos. Además, en muchos lugares, la experiencia de acompañar, orientar o dar Ejercicios ha pasado de manos de los jesuitas a las de laicos, religiosos o sacerdotes diocesanos, dándole una impronta propia.
Sin embargo, siendo los Ejercicios una propuesta indeclinable en el “servicio de la fe”, la práctica de las últimas décadas nos habla también de otro avance fundamental: un modo específico de articular la dinámica de los Ejercicios a la propuesta educativa, que se suele llamar “pedagogía ignaciana”. El énfasis en los procesos, el acompañamiento personalizado, la tutoría, la formación en la experiencia, la relación teoría y práctica en la articulación de los syllabus, la incorporación de las nuevas tecnologías, el enfoque innovador en las carreras a ofrecer, etc. son asumidos desde un “proyecto educativo común” a los diferentes sectores educativos, sean escolarizados o no, formen parte del sector público o privado o se abran a muy diversas modalidades educativas (desde el aula de clase hasta la educación radiofónica). Es interesante notar que esta propuesta resulta atractiva no sólo a quienes comulgan con la espiritualidad ignaciana sino a quienes se sienten atraídos por la misión de la Compañía en nuestras sociedades. Un paso ulterior les puede permitir descubrir que la propuesta educativa está preñada de la dinámica espiritual de los Ejercicios.
En este punto, hay aún mucho por hacer. El mismo concepto de “pedagogía ignaciana” es hoy objeto de debate. Pero la temática envuelta en él ya está en la agenda de las diferentes redes y ha llegado para quedarse. No hace mucho, la Carta de AUSJAL 37 (2012) dedicó el número a plantear la vinculación de la pedagogía ignaciana con la educación superior. En los años recientes, varios eventos internacionales han estado enfocados a explorar este campo. Se ha abierto un “centro virtual de pedagogía ignaciana” como repositorio y fuente de consulta de este enfoque. De este modo, pues, “el servicio a la fe” en nuestras instituciones cuenta con, al menos, dos propuestas en constante crecimiento: los Ejercicios Espirituales y la Pedagogía Ignaciana, cada una con su propia especificidad y ambas, en la perspectiva de la misión común.
¿Experiencias de proyección social o ser “hombres y mujeres para los demás” formados en instituciones de incidencia social?
Unos de los aspectos en los que nuestras universidades han evolucionado más, en la línea de poner en práctica el decreto 4 de la CG 32, es la consolidación del área de proyección social o de responsabilidad social universitaria. En este campo, hay también diversidad de propuestas, desde las experiencias de voluntariado hasta los servicios ofrecidos desde centros próximos al campus universitario o la constitución de redes de centros que incluyen servicios universitarios en espacios populares como son los barrios periféricos urbanos o las comunidades rurales.
Ahora bien, más allá de los servicios y las experiencias puntuales, podemos preguntarnos hasta qué punto la experiencia académica, intelectual o pastoral que ofrecemos en nuestras universidades tocan el corazón de modo que las personas queden marcadas definitivamente por un proyecto de vida concorde con la misión institucional. El P. Kolvenbach solía decir que las Universidades jesuitas se verifican en sus egresados: “el criterio real de evaluación de nuestras universidades jesuitas radica en lo que nuestros estudiantes lleguen a ser” (Santa Clara, 2000).
En esa ocasión, el P. Kolvenbach recordó el emblemático discurso del P. Arrupe en Valencia. “Ya antes de la CG 32 –dice- el Padre Arrupe había perfilado el significado de la diakonia fidei en el apostolado de la educación cuando, en el Congreso Europeo de Antiguos Alumnos de 1973, dijo: `Nuestra meta y objetivo educativo es formar hombres que no vivan para sí mismos, sino para Dios y su Cristo, para aquel que por nosotros murió y resucitó; hombres para los demás, es decir, hombres que no conciban el amor a Dios sin amor al hombre; un amor eficaz que tiene como primer postulado la justicia y que es la única garantía de que nuestro amor a Dios no es una farsa´. El discurso de mi predecesor no fue bien recibido por muchos antiguos alumnos del encuentro de Valencia, pero la expresión “hombres y mujeres para los demás” ayudó realmente a que la instituciones educativas de la Compañía se planteasen cuestiones serias que les llevaron a su transformación”.
En efecto, como la expresión “servicio a la fe y promoción de la justicia”, también ésta de “hombres y mujeres para los demás” marcó la educación jesuita, mostrando un objetivo claro. ¿Qué deseamos que nuestros alumnos lleguen a ser en el entorno en el que van a vivir y ejercer su profesión? “Hombres y mujeres para los demás”. Si lo logramos, la educación jesuita ha tenido éxito; si no, hemos fracasado en nuestros objetivos.
Las experiencias sociales, de voluntariado, de formación en la experiencia, cobran auténtico sentido y se hacen sostenibles en la medida en que son acompañadas por procesos académicos de reflexión que consoliden “una solidaridad bien informada” (P. Kolvenbach, Santa Clara, 2000). En el mismo discurso, continúa: “Los estudiantes a lo largo de su formación, tienen que dejar entrar en sus vidas la realidad perturbadora de este mundo, de tal manera que aprendan a sentirlo, a pensarlo críticamente, a responder a sus sufrimientos y a comprometerse con él de forma constructiva. Tendrían que aprender a percibir, pensar, juzgar, elegir y actuar en favor de los derechos de los demás, especialmente de los menos aventajados y de los oprimidos”. Una solidaridad bien informada, por tanto, que sea capaz de formar personas conscientes, compasivas, críticas y comprometidas. Un directorio actualizado de nuestros egresados y del rol que ocupan en la sociedad puede ser un buen indicador de hasta qué punto la formación ofrecida incidió realmente en ellos.
Siendo esto importante, hay que medir también el impacto social de nuestras instituciones. “Parafraseando a Ignacio Ellacuría, pertenece a la naturaleza de toda universidad ser una fuerza social, y es nuestra particular vocación como universidad de la Compañía asumir conscientemente esa responsabilidad para convertirnos en una fuerza en favor de la fe y de la justicia” (Kolvenbach 2000, citando una ponencia de Ellacuría en la misma Universidad, el año 1982). Continúa Kolvenbach: “Todo centro jesuita de enseñanza superior está llamado a vivir dentro de una realidad social (la que vimos en la “composición” de nuestro tiempo y lugar) y a vivir para tal realidad social, a iluminarla con la inteligencia universitaria, a emplear todo el peso de la universidad para transformarla. Así pues, las universidades de la Compañía tienen razones más fuertes y distintas a las de otras instituciones académicas o de investigación para dirigirse al mundo actual, tan instalado en la injusticia, y para ayudar a rehacerlo a la luz del Evangelio”.
En esa línea, nuestras universidades han trabajado con fuerza su concepción y estilo de “incidencia social”. Después de la CG 35, se ha desarrollado una red global de instituciones jesuitas para la incidencia (GIAN, por sus siglas en inglés) en diferentes campos, entre ellos el educativo, para lograr mayor eficacia en una fe que busca la justicia. Una incidencia orientada a influir en prácticas, valores, ideas y políticas que promuevan relaciones más justas y equitativas en la sociedad, basadas en el peso social que una universidad jesuita tiene en América Latina. Si bien nuestras instituciones han avanzado en esta tarea, es indudable que aún queda mucho por hacer a nivel nacional y, sobre todo, regional. También en este punto, aún no hemos extraído todo el provecho de ser una red significativa en el mundo universitario latinoamericano, que se puede potenciar aún más con una mejor relación con las redes de educación básica, organizadas en FLACSI y en la Federación Internacional de Fe y Alegría. El “servicio de la fe” que busca la justicia debe plantearse constantemente cómo ser más eficaz en un mundo cada vez más globalizado e inter-relacionado.
Conclusión
¿Cómo abordar, por tanto, esta relación universidad jesuita y servicio de la fe? En palabras de la CG 34 una universidad de la Compañía tiene que ser fiel, al mismo tiempo, al sustantivo ‘universidad’ y al adjetivo ‘jesuita’. Por ser ‘universidad’ se le pide dedicación a “la investigación, a la enseñanza y a los diversos servicios derivados de su misión cultural”. El adjetivo ‘jesuita’ “requiere de la universidad armonía con las exigencias del servicio de la fe y promoción de la justicia establecidas por la CG 32, Decreto 4” (cfr. CG 34, d. 17, n. 6-7).
Estos años posteriores a la CG 32 hemos, sin duda, evolucionado en nuestra manera de integrar “el servicio a la fe” en nuestras instituciones educativas y, de modo particular, en nuestras universidades. En la medida en que nos hemos comprometido en el modo de entender nuestra misión hoy, hemos aprendido que “el servicio de la fe” en nuestras instituciones universitarias es más complejo, rico e integrador de lo que puede parecer a primera vista. Es lo que he intentado mostrar en este apretado artículo. Los frutos conseguidos nos confirman que el camino emprendido, aunque difícil y costoso, ha sido el adecuado para responder a los retos de nuestras sociedades latinoamericanas y a su demanda de una educación de calidad para todos.
La tarea, sin embargo, sigue abierta y desafiante en la medida en que en el mundo actual “se está haciendo más fácil conformarse con algo menos que la fe y que la justicia”, como bien dice la CG 34 (d. 2, nº 11). La “misión de esperanza” (CG 35, d. 2, nº 8) nos debe llevar, pues, a fortalecer el servicio de la fe sabiendo que en ello se juega también la realización de la justicia evangélica.
Fuente: Jesuitas Lationamérica
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