Reflexión del Evangelio, Domingo de Ramos
Por Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.
En aquel tiempo, Jesús echó a andar delante, subiendo hacia Jerusalén. Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles: «Vayan a la aldea de enfrente; al entrar, encontrarán un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo. Y si alguien les pregunta: «¿Por qué lo desatan?», contéstenle: «El Señor lo necesita»». Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron: «¿Por qué desatan el borrico?» Ellos contestaron: «El Señor lo necesita». Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos y le ayudaron a montar.
Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte, toda la multitud de sus discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo: «¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en lo alto!» Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos». Él replicó: «Les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras».
(Lucas 19, 28-40)
La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos, llamado también de Pasión. En este año el texto para la bendición de los ramos es del Evangelio de Lucas (19, 28-40), y en la Misa se toma del mismo Evangelio el relato de la pasión y muerte de Jesús (Lucas 22, 14 – 23.56), antecedido por un texto de Isaías (50, 4-7), otro del Salmo 22 (21) y otro de la Carta de san Pablo a los Filipenses (2,6-11). Centremos nuestra reflexión en tres temas:
1. “¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!”
Jesús entra a Jerusalén, no con arrogancia en un carro de guerra tirado por caballos, como lo hacían los vencedores en de batallas militares o los emperadores, sino manso y humilde, en son de paz y montando un asno, como lo había anunciado hacia el año 450 A.C. el profeta Zacarías (9,9): “Mira que tu rey vendrá a ti… pobre y sentado sobre un asno…”
Jesús inicialmente es recibido por “la multitud de sus discípulos” como el Mesías prometido, descendiente del rey David. Pero también la mayoría de ellos lo abandonará, hasta salirse finalmente con la suya los fariseos y los sacerdotes del Templo, que provocarán la condenación de Jesús a la muerte en la cruz. A la aclamación inicial “Bendito el Rey que viene…” – le sucederá poco después el grito “Crucifícalo” (Lc 23, 20). Pero hay un detalle: el mismo Evangelio que al narrar el nacimiento de Jesús se había referido a los ángeles que cantaban “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra…” (Lc 2, 14), evoca ahora una exclamación similar de la gente que lo recibe cuando entra en Jerusalén antes de su pasión: “¡Paz en el cielo y gloria en lo alto!”
El Papa Francisco, de cuya elección y consagración se acaba de cumplir el tercer aniversario, dijo en su homilía del Domingo de Ramos de 2013, comentando este texto del Evangelio: “Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma. Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella escena, llena de luz –la luz del amor de Jesús, de su corazón–”.
Estas palabras recobran un especial significado en este 2016, Año Santo de la Misericordia proclamado como tal por el mismo Papa Francisco: su convocatoria para la celebración de este Jubileo, bajo el título “El Rostro de la Misericordia”, comienza precisamente diciendo que “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre.”
2. “Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes. Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes…” (Lc 22, 19-20)
El relato de la pasión según san Lucas comienza evocando, en la la cena pascual de Jesús con los doce apóstoles la víspera de su muerte, la institución del sacramento de la Eucaristía, “fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia”, como dice en su Constitución sobre la Sagrada Liturgia el Concilio Vaticano II, de cuya apertura se cumplieron 50 años el pasado 8 de diciembre.
La Iglesia dedica la tarde del Jueves Santo a conmemorar especialmente tal institución de la Eucaristía. Ella es, como decimos inmediatamente después de la consagración del pan y del vino que se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, el sacramento de nuestra fe en el que anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección y expresamos nuestra esperanza (ven, Señor Jesús). Como actualización de su sacrificio redentor, este mismo sacramento es el signo del amor de Dios que implica el mandamiento del amor: amor al prójimo, no sólo como a nosotros mismos, sino como Él nos ha mostrado que nos ama: hasta el extremo, hasta la entrega de la propia vida.
3. “Realmente, este hombre era justo”
Esta expresión la encontramos inmediatamente después de la exclamación final de Jesús –“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”-. Reconocer a Jesús como el hombre justo por excelencia es reconocerlo como el Hijo de Dios, porque la verdadera justicia consiste en realizar la voluntad de Dios que nos invita a ser solidarios con quienes que padecen la injusticia. Cuando nos identificamos como seguidores de Cristo con la señal de la cruz -y cuando el Viernes Santo la veneramos y lo adoramos a Él crucificado-, estamos expresando que nos comprometemos a realizar lo que este signo representa.
Quienes creemos en Jesucristo como Hijo de Dios, reconocemos que en su pasión y muerte se cumplen las profecías de los cuatro poemas del “Servidor de Yahvé” escritos hace unos 2.550 años y que encontramos en el libro de Isaías. En el tercer poema -primera lectura del Domingo de Ramos- el Servidor de Yahvé dice: “Yahvé me ha instruido para que consuele a los cansados con palabras de aliento” (Isaías 50, 4). Y en la segunda lectura del mismo Domingo de Ramos (Filipenses 2, 6-11), el apóstol San Pablo dice que el mismo Jesús que se despojó de la gloria de su divinidad para humillarse hasta la muerte de cruz, fue exaltado con el nombre de Señor del universo. Todo lo contrario del pecado original y sus consecuencias, cuando el ser humano desconoce su condición de criatura y se deja dominar por la sed de poder.
Celebremos esta Semana Santa identificándonos con Jesús que se solidariza plenamente con el sufrimiento humano. Aclamémoslo no sólo como el Rey que viene en el nombre del Señor, sino también como el que tiene este mismo título por haber entregado su vida para salvarnos y hacer de nosotros hijos de Dios a su imagen y semejanza. Y renovemos nuestro compromiso de vivir como tales, cumpliendo su voluntad, es decir, practicando la justicia de acuerdo con su mandamiento del amor significado en la santa cruz, único camino para lograr la reconciliación y la paz en nuestra vida personal y social-.
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