Mensaje del Papa al Tercer Foro Mundial sobre desarrollo económico local

En él explicó que «el desarrollo humano integral y el ejercicio pleno de la dignidad humana no pueden ser impuestos».

El papa Francisco aseguró que «el desarrollo económico local es la respuesta adecuada a los desafíos de la economía globalizada», al tiempo que criticó «las crisis recurrentes en el mundo» por ser «intrínsecamente inmorales».

«El desarrollo económico local parece ser la respuesta más adecuada a los retos que plantea una economía globalizada y a menudo crueles en sus resultados», aseveró el pontífice en un mensaje enviado al Tercer Foro Mundial sobre Desarrollo Económico Local que se desarrolla en Turín entre el 13 y 16 de octubre.

El Papa calificó como «muy apropiada» la «intención de reflexionar y dialogar sobre el potencial de desarrollo económico local, como motor de una visión diferente de la economía, el desarrollo de la relación con la tierra y entre las personas», según el texto divulgado por la Santa Sede en un comunicado.

En esa línea, Francisco demandó que «se necesita con urgencia la aplicación efectiva del Programa 2030», en relación a las nuevas metas de desarrollo impulsadas por las Naciones Unidas.

«La acción política y económica es la actividad prudente, dirigida por un concepto perenne de la justicia y que siempre tiene en cuenta que, antes y más allá de los planes y programas, hay hombres y mujeres reales, equivalentes a los gobernantes, que viven, luchan y ellos sufren, y que deben ser los protagonistas de su propio destino«, planteó.

«El desarrollo humano integral y el ejercicio pleno de la dignidad humana no pueden ser impuestos», pidió Francisco, que agregó que «la extensión y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda de Desarrollo será un acceso efectivo, práctico y de fácil comprensión para todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables: la vivienda privada, el trabajo digno y debidamente remunerado, una alimentación adecuada y el agua potable; la libertad religiosa y, más en general, la libertad de espíritu y la educación».

«Las crisis recurrentes en el mundo han demostrado que las decisiones económicas que, en general, buscan promover el progreso de todos a través de la generación de nuevo el consumo y el aumento permanente en el resultado son insostenibles para la misma tendencia de la economía global», criticó.

«También hay que añadir que son intrínsecamente inmorales, ya que dejan todas las preguntas acerca de lo que está bien y lo que realmente sirve al bien común el margen. Los debates políticos y públicos, económicos y privados, deberían en cambio preguntarse cómo integrar criterios éticos en los sistemas y decisiones«, concluyó el papa Jorge Bergoglio.

Agencia Télam

 

Mensaje de Francisco frente a la finalización del Sínodo de la Familia.

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

La Asamblea del Sínodo de los Obispos, que terminó hace poco, reflexionó a fondo sobre la vocación y la misión de la familia en la vida de la Iglesia y de la sociedad contemporánea. Fue un acontecimiento de gracia. Al final, los padres sinodales han entregado el texto de sus conclusiones. He querido que se publicara para que todos fueran partícipes del trabajo que nos ocupó durante dos años. Este no es el momento de examinar tales conclusiones, sobre las que yo mismo debo meditar.

Pero mientras tanto, la vida no se detiene, ¡en particular la vida de la familia no se detiene! Ustedes, queridas familias, están siempre en camino. Y continuamente escribís ya en las páginas de la vida concreta la belleza del Evangelio de la familia. En un mundo que a veces se hace árido de vida y de amor, ustedes cada día hablan del gran don que son el matrimonio y la familia.

Hoy quisiera subrayar este aspecto: que la familia es un gran gimnasio de entrenamiento para el don y el perdón recíproco, sin el cual ningún amor puede durar mucho. En la oración que Él mismo nos ha enseñado -el Padre Nuestro- Jesús nos hace pedir al Padre: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Y al final comenta: Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes” (Mt 6,12.14-15).

No se puede vivir sin perdonarse, o al menos no se puede vivir bien, especialmente en familia. Cada día nos hacemos daño los unos a los otros. Debemos tener en cuenta estos errores, que se deben a nuestra fragilidad y a nuestro egoísmo. Se nos pide que curemos las heridas que hacemos, tejer de inmediato los hilos que rompemos. Si esperemos mucho, todo se hace más difícil. Y hay un secreto sencillo para sanar las heridas y para disolver las acusaciones. Y es este: no dejar que termine el día sin pedirse perdón, sin hacer la paz entre el marido y la mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas ¡entre nuera y suegra!

Si aprendemos a pedirnos inmediatamente perdón y a darnos el perdón recíproco, sanan las heridas, el matrimonio se robustece, y la familia se transforma en una casa más sólida, que resiste a los choques de nuestras pequeñas y grandes maldades. Y para esto no es necesario hacer un gran discurso, sino que es suficiente una caricia, una caricia y ha terminado todo y se comienza de nuevo, pero no terminar el día en guerra, ¿entienden?

Si aprendemos a vivir así en familia, lo hacemos también fuera, allá donde estemos. Es fácil ser escépticos sobre esto. Muchos -también entre los cristianos- piensan que es una exageración. Se dice: sí, son palabras bonitas, pero es imposible ponerlo en práctica. Pero gracias a Dios no es así. De hecho, es precisamente recibiendo el perdón de Dios que a la vez somos capaces de perdonar a los otros. Por esto Jesús nos hace repetir estas palabras cada vez que recitamos la oración del Padre Nuestro, es decir, cada día. Y es indispensable que, en una sociedad a veces despiadada, haya lugares, como la familia, donde aprender a perdonarse los unos a los otros.

El Sínodo revivió nuestra esperanza también en esto: la capacidad de perdonar y de perdonarse forma parte de la vocación y de la misión de la familia. La práctica del perdón no solo salva las familias de las divisiones, sino que las hace capaces de ayudar a la sociedad a ser menos malvada y menos cruel. Sí, cada gesto de perdón repara la casa de las grietas y refuerza sus muros. La Iglesia, queridas familias, está siempre a su lado para ayudarlos a construir su casa sobre la roca de la cual ha hablado Jesús.

Y no olvidemos estas palabras que preceden inmediatamente la parábola de la casa: ‘No son los que me dicen: “Señor, Señor”, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre’. Y añade: ‘Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios en tu Nombre?” Entonces yo les manifestaré: ‘Jamás los conocí’ (cfr Mt 7,21-23). Es una palabra fuerte, no hay duda, que tiene por objetivo sacudirnos y llamarnos a la conversión.

Les aseguro, queridas familias cristianas, que si son capaces de caminar cada vez más decididas sobre el camino de las bienaventuranzas, aprendiendo y enseñando a perdonarse recíprocamente, en toda la gran familia de la Iglesia crecerá la capacidad de dar testimonio a la fuerza renovadora del perdón de Dios. Diversamente, haremos predicaciones también muy bonitas, y quizá expulsemos algún demonio, ¡pero al final el Señor no nos reconocerá como sus discípulos!

Realmente las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad de hoy, y también por la Iglesia. Por eso deseo que en el Jubileo de la Misericordia las familias redescubran el tesoro del perdón recíproco. Recemos para que las familias sean cada vez más capaces de vivir y de construir caminos concretos de reconciliación, donde nadie se sienta abandonado al peso de sus ofensas.

Y con esta intención, decimos juntos: “Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Digámoslo juntos: “Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Gracias.

Fuente: AICA

 

Francisco a la FAO: «Liberar a la humanidad del hambre es un objetivo improrrogable»

Mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de la Alimentación 2015 (Vaticano, 16 de octubre de 2015)

 Al Profesor José Graziano da Silva

Director General de la FAO

 1. Esta jornada en la que se celebra el septuagésimo aniversario de la fundación de la FAO, pone en un primer plano a tantos hermanos nuestros que, no obstante los esfuerzos realizados, pasan hambre y malnutrición, sobre todo por la distribución inicua de los frutos de la tierra, pero también por la falta de desarrollo agrícola. Vivimos en una época donde la búsqueda afanosa del beneficio, la concentración en intereses particulares y los efectos de políticas injustas frenan iniciativas nacionales o impiden una cooperación eficaz en el seno de la comunidad internacional. En este sentido, queda mucho por hacer por lo que se refiere a la seguridad alimentaria, que se divisa aún como una meta lejana para muchos. Este doloroso escenario, Señor Director General, está reclamando con urgencia que se retome la inspiración que condujo al nacimiento de esta Organización y nos compromete a buscar los medios necesarios para librar a la humanidad del hambre y promover una actividad agrícola capaz de satisfacer las necesidades reales de las diversas áreas del planeta.

Se trata ciertamente de un objetivo ambicioso, pero improrrogable, que se debe perseguir con renovada voluntad en un mundo donde aumentan las diferencias en los niveles de bienestar, ingresos, consumos, acceso a la asistencia sanitaria, educación y por lo que concierne a una mayor esperanza de vida. Somos testigos, a menudo mudos y paralizados, de situaciones que no se pueden vincular exclusivamente a fenómenos económicos, porque cada vez más la desigualdad es el resultado de esa cultura que descarta y excluye a muchos de nuestros hermanos y hermanas de la vida social, que no tiene en cuenta sus capacidades, llegando incluso a considerar superflua su contribución a la vida de la familia humana.

El tema elegido para la Jornada Mundial de la Alimentación de este año: Protección social y agricultura para romper el ciclo de la pobreza rural, es importante. Un problema que pone de relieve la responsabilidad hacia los dos tercios de la población mundial que carece de protección social, incluso mínima. Un dato aún más alarmante por el hecho de que la mayoría de esas personas viven en las zonas más desfavorecidas de aquellos países donde ser pobre es una realidad olvidada y la única fuente de supervivencia está ligada a una escasa producción agrícola, a la pesca artesanal o a la cría de ganado en pequeña escala. En efecto, la carencia de protección social afecta sobre todo a los pequeños agricultores, ganaderos, pescadores y agentes forestales, obligados a vivir precariamente, porque el fruto de su trabajo depende con frecuencia de condicionamientos naturales, que a menudo escapan de su control, y a la falta de medios para enfrentar las malas cosechas o para obtener las herramientas técnicas necesarias. Paradójicamente, además, incluso cuando la producción es abundante, se encuentran con serias dificultades para el transporte, la comercialización y el almacenamiento de los frutos de su trabajo.

Durante los viajes y las visitas pastorales, he tenido numerosas oportunidades de escuchar a estas personas expresar sus penosas dificultades, y es natural que yo me haga portavoz de las arduas preocupaciones que me han confiado. Su vulnerabilidad, en efecto, tiene repercusiones muy gravosas en su vida personal y familiar, ya abrumada por el peso de tantas contrariedades o por jornadas agotadoras y sin límite de tiempo, como no sucede en tantas otras categorías de trabajadores.

2. Las condiciones de las personas hambrientas y malnutridas pone de manifiesto que no es suficiente ni podemos contentarnos con un llamado general a la cooperación o al bien común. Tal vez la pregunta sea otra: ¿Es aún posible concebir una sociedad en la que los recursos queden en manos de unos pocos y los menos favorecidos se vean obligados a recoger sólo las migajas?

La respuesta no puede limitarse a buenas intenciones y propósitos, radica más bien en «la paz social, es decir, la estabilidad y seguridad de un cierto orden, que no se produce sin una atención particular a la justicia distributiva, cuya violación siempre genera violencia» (Enc. Laudato si’, 157). En efecto, para las personas y las comunidades, la falta de protección social es un factor negativo en sí mismo y no puede restringirse sólo a las posibles amenazas para el orden público, puesto que la desigualdad afecta a los elementos fundamentales del bienestar individual y colectivo, como, por ejemplo, la salud, la educación, la calidad de vida, la participación en los procesos de decisión.

Pienso en los más desfavorecidos, en aquellos que, por la falta de protección social, sufren las nocivas consecuencias de una crisis económica persistente o de fenómenos relacionados con la corrupción y el mal gobierno, además de padecer los cambios climáticos que afectan a su seguridad alimentaria. Son personas, no números, y reclaman que las apoyemos, para poder mirar el futuro con un mínimo de esperanza. Piden a los gobiernos y a las instituciones internacionales que actúen cuanto antes, haciendo todo lo posible, aquello que dependa de su responsabilidad.

Tener en cuenta los derechos de los hambrientos y acoger sus aspiraciones significa ante todo una solidaridad transformada en gestos tangibles, que requiere compartir y no sólo una mejor gestión de los riesgos sociales y económicos o una ayuda puntual con motivo de catástrofes y crisis ambientales. Es esto lo que se pide a la FAO, a sus decisiones y a las iniciativas y programas concretos que se lleven a cabo en los distintos lugares.

Esta perspectiva antropológica, sin embargo, muestra que la protección social no puede limitarse al incremento de los beneficios, o quedar reducida a la mera idea de invertir en medios para mejorar la productividad agrícola y la promoción de un justo desarrollo económico. Se debe concretizar en ese «amor social» que es la clave de un auténtico desarrollo (cf. ibíd. , 231). Si se considera en su componente esencialmente humana, la protección social podrá aumentar en los más desfavorecidos su capacidad de resiliencia, de asumir y sobreponerse a las dificultades y contratiempos, y a todos hará comprender el justo sentido del uso sostenible de los recursos naturales y del pleno respeto de la casa común. Pienso, en particular, en la función que la protección social puede desarrollar para favorecer la familia, en cuyo seno sus miembros aprenden desde el inicio lo que significa compartir, ayudarse recíprocamente, protegerse los unos a los otros. Garantizar la vida familiar significa promover el crecimiento económico de la mujer, consolidando así su papel en la sociedad, como también apoyar el cuidado de los ancianos y permitir a los jóvenes continuar su formación escolar y profesional, para que accedan bien capacitados al mundo laboral.

3. La Iglesia no tiene la misión de tratar directamente estos problemas desde el punto de vista técnico. Sin embargo, los aspectos humanos de estas situaciones no la dejan indiferente. La creación y los frutos de la tierra son dones de Dios concedidos a todos los seres humanos, que son al mismo tiempo custodios y beneficiarios. Por ello han de ser compartidos justamente por todos. Esto exige una firme voluntad para afrontar las injusticias que nos encontramos cada día, en particular las más graves, las que ofenden la dignidad humana y afectan profundamente nuestra conciencia. Son hechos que no permiten a los cristianos abstenerse de prestar su contribución activa y su profesionalidad, sobre todo a través de diversas organizaciones, que tanto bien hacen en las zonas rurales.

Ante las dificultades, no puede prevalecer el pesimismo o la indiferencia. Lo que hasta ahora se ha hecho, no obstante la complejidad de los problemas, es ya motivo de aliciente para toda la Comunidad internacional, para sus instituciones y sus líneas de acción. Entre ellas, pienso en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, aprobada recientemente por las Naciones Unidas. Espero que no se quede sólo en un conjunto de reglas o de posibles acuerdos. Confío que inspire un modelo diverso de protección social, tanto en el plano internacional como nacional. Se evitará así utilizarla en beneficio de intereses contrarios a la dignidad humana, o que no respetan plenamente la vida, o para omitir responsabilidades que dejan los problemas sin resolver, agravando de esta manera las situaciones de desigualdad.

Que cada uno, en aquello que dependa de él, dé lo mejor de sí mismo en espíritu de genuino servicio a los demás. En este esfuerzo, la acción de la FAO será fundamental si dispone de los medios necesarios para asegurar la protección social en el marco del desarrollo sostenible y de la promoción de cuantos viven de la agricultura, la ganadería, la pesca y los bosques.

Con estos deseos, invoco sobre usted, Señor Director General, y sobre cuantos colaboran en este servicio a la familia humana, la bendición de Dios rico en misericordia.

Vaticano, 16 de octubre de 2015.

Fuente: AICA

El Sínodo aprueba el texto sobre el ‘discernimiento’ para los divorciados en segundas nupcias

Fuente Vatican Insider

Ningún cambio de doctrina, valorización de la familia y de la enseñanza del Evangelio, pero sí un paso hacia una mayor comprensión para los divorciados que se han vuelto a casar. Esto es lo que surge de la relación final aprobada por el Sínodo de los obispos. Dos párrafos, en particular, tocan el tema (debatido y controvertido) de la actitud que hay que tener con los divorciados que se han vuelto a casar y también el de la posibilidad de que, bajo determinadas condiciones y en ciertos casos, puedan acceder a los sacramentos.

El el número 85 se cita como «criterio compresivo» este párrafo de la encíclica «Familiaris consortio» de Juan Pablo II: «Sepan los pastores que, por amor de la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones. Hay, efectivamente, una diferencia entre cuantos sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y fueron abandonados de manera completamente injusta, y cuantos por su grave culpa han destruido una segunda unión en vista de la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en consciencia de que el matrimonio anterior, irreparablemente destruido, nunca había sido válido».

Con base en estos criterios, el documento aprobado por el Sínodo afirma: «Es, pues, tarea de los presbíteros acompañar a las personas interesadas sobre la vía del discernimiento según la enseñanza de la Iglesia y las orientaciones del obispo. En este proceso, será útil hacer un examen de consciencia, mediante momentos de reflexión y de arrepentimiento. Los divorciados que se han vuelto a casar deberían preguntarse cómo se han comportado hacia sus hijos cuando la unión conyugal entró en crisis; si hubo intentos de reconciliación; cómo es la situación de la persona abandonada; cuáles consecuencias tiene la nueva relación en el resto de la familia y en la comunidad de los fieles; cuál ejemplo ofrece a los jóvenes que se deben preparar al matrimonio».

Entonces, se ofrecen algunos criterios para «discernir» las diferentes situaciones, en relación con la anterior unión matrimonial, con los hijos, con la comunidad cristiana. Una mayor profundización tiene que ver con la relación con el confesor: «Una sincera reflexión puede reforzar la confianza en la misericordia de Dios que no es negada a nadie. Además, no se puede negar que en algunas circunstancias ‘la imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden ser disminuidas o anuladas’, debido a diferentes condicionamientos». Se trata de una cita del Catecismo de la Iglesia católica.

«Como consecuencia -continúa el texto-, el juicio sobre una situación objetiva no debe llevar a un juicio sobre la imputabilidad subjetiva» (Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Declaración del 24 de junio de 2000, 2a). En determinadas circunstancias, las personas encuentran grandes dificultades para actuar de manera diferente. Por ello, aún sosteniendo una norma general, es necesario reconocer que la responsabilidad con respecto a determinadas acciones o decisiones no es la misma en todos los casos. El discernimiento pastoral, incluso teniendo en cuenta de la consciencia rectamente formada de las personas, debe encargarse de estas situaciones. También las consecuencias de los actos cumplidos no son necesariamente las mismas en todos los casos». Los padres sinodales, con base en la doctrina tradicional, recuerdan que además de la situación objetiva en la que viven los divorciados que se han vuelto a casar, hay que tomar en consideración las situaciones subjetivas, que pueden hacer que se reduzca notablemente la responsabilidad.

De esta manera, se lee en el párrafo 86, «el recorrido de acompañamiento y discernimiento orienta a estos fieles a la toma de consciencia de su situación frente a Dios. El coloquio con el sacerdote, en fuero interior, concurre a la formación de un juicio correcto sobre lo que obstaculiza la posibilidad de una más plena participación en la vida de la Iglesia y sobre los pasos que piden favorecerla y hacerla crecer». Este discernimiento, se precisa, «no podrá prescindir nunca de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuestas por la Iglesia. Para que esto suceda, hay que garantizar las necesarias condiciones de humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de la voluntad de Dios y en el deseo de llegar a una respuesta más perfecta a ella».

Es decir, los padres sinodales entregaron al Papa un texto que contiene una vía de prudente apertura para permitir evaluar las situaciones caso por caso, dejándole, en un eventual documento futuro, las decisiones pertinentes.

Un nuevo dicasterio para los laicos, la familia y el cuidado de la vida

Fuente: AICA

El papa Francisco anunció la creación de un nuevo dicasterio en competencia sobre los laicos, la familia y la vida, que sustituirá al Pontificio Consejo para los laicos y al Pontificio Consejo para la Familia, y al que estará vinculada la Pontificia Academia para la Vida.

El papa Francisco anunció la creación de un nuevo dicasterio para la Santa Sede que atenderá los temas concernientes con los laicos, la pastoral familiar y el cuidado de la vida. Lo hizo esta tarde, al inicio de la Congregación general en el Sínodo de los Obispos.

“He decidido instituir un nuevo dicasterio con competencia sobre laicos, la familia y la vida, que sustituirá al Pontificio Consejo para los laicos y al Pontificio Consejo para la familia, y al que estará vinculada la Pontificia Academia para la Vida”, indicó el Pontífice.

Con este fin -informa un comunicado de la Oficina de Prensa de la Santa Sede- el Papa constituyó una comisión especial que elaborará un texto que describa canónicamente las competencias del nuevo dicasterio, y que será sometido a la discusión del Consejo de Cardenales, que se celebrará en diciembre.

La propuesta de un dicasterio que englobe todos estos organismos ya era trabajada desde hace tiempo por el Consejo de Cardenales constituido por Francisco, en el marco de la reforma de la constitución Pastor Bonus y la reforma de la curia romana.

El coordinador de ese equipo de asesores, el cardenal Óscar Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa, destacó meses atrás que el papa el Papa quiere impulsar una descentralización en la Iglesia.

El purpurado hondureño especificó entonces que el pontífice aspiraba a una especial inserción de los laicos y de las laicas en situación de “corresponsabilidad» en la estructura curial.

El cardenal Rodríguez Maradiaga estimó en aquella oportunidad que era probable llevar al actual Pontificio Consejo para los Laicos al status de congregación, o crear un nuevo dicasterio, y opinó que sería “un signo magnífico” tener un matrimonio al frente del Pontificio Consejo para los Laicos.

Francisco anuncia la urgencia de «una sana descentralización» de la Iglesia y una «conversión del Papado

Fuente: Religión Digital

Texto completo del discurso del Papa Francisco

Beatitudes, Eminencias, Excelencias, Hermanos y Hermanas,

Mientras se encuentra en pleno desarrollo la XIV Asamblea General Ordinaria, conmemorar el quincuagésimo aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos es para nosotros motivo de alegría, de alabanza y de agradecimiento al Señor. Desde el Concilio Vaticano II a la actual Asamblea sinodal sobre la familia, hemos experimentado de manera poco a poco más intensa la necesidad y la belleza de «caminar juntos».

En esta alegre circunstancia deseo dirigir un cordial saludo a Su Eminencia el Cardenal Lorenzo Baldisseri, Secretario General, con el Sub-Secretario Su Excelencia Monseñor Fabio Fabene, los Oficiales, los Consultores y los otros Colaboradores de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos. Junto a ellos, saludo y agradezco por su presencia a los Padres sinodales y a los otros Participantes a la Asamblea en curso, así como a todos los presentes en esta Aula.

En este momento también queremos recordar a aquellos que, en el transcurso de cincuenta años, han trabajado al servicio del Sínodo, comenzando por los Secretarios Generales que se han alternado: los Cardenales Władysław Rubin, Jozef Tomko, Jan Pieter Schotte y el Arzobispo Nikola Eterović. Aprovecho esta ocasión para expresar de corazón mi gratitud a todos cuantos, vivos o difuntos, han contribuido con un compromiso generoso y competente al desarrollo de la actividad sinodal.

Desde el inicio de mi ministerio como Obispo de Roma he intentado valorizar el Sínodo, que constituye una de las herencias más preciosas de la última reunión conciliar. Para el Beato Pablo VI, el Sínodo de los Obispos debía volver a proponer la imagen del Concilio ecuménico y reflexionar sobre su espíritu y el método. El mismo Pontífice anunciaba que el organismo sinodal «con el pasar del tiempo podrá ser mayormente perfeccionado». A él hacia eco, veinte años más tarde, San Juan Pablo II, cuando afirmaba que «tal vez este instrumento podrá aun ser mejorado. Quizás la colegial responsabilidad pastoral puede expresarse en el Sínodo aún más plenamente» . Finalmente, en el 2006, Benedicto XVI aprobaba algunas variaciones al Ordo Synodi Episcoporum, también a la luz de las disposiciones del Código de Derecho Canónico y del Código de los Cánones de las Iglesias orientales, promulgados en el interin .

Debemos proseguir por este camino. El mundo en el que vivimos, y que estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones, exige de la Iglesia el potenciamiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión. Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio.

Lo que el Señor nos pide, en cierto sentido, ya está todo contenido en la palabra «Sínodo». Caminar juntos – Laicos, Pastores, Obispo de Roma – es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no es tan fácil ponerlo en práctica.

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Después de haber reafirmado que el Pueblo de Dios está constituido por todos los Bautizados llamados a «formar una casa espiritual y un sacerdocio santo», el Concilio Vaticano II proclama que «la totalidad de los Fieles, teniendo la unción que viene del Santo (Cfr. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse en creer, y manifiesta esta propiedad mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el Pueblo, cuando desde los Obispos hasta el último de los Fieles laicos muestra su consenso universal en cosas de fe y moral».

En la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium he subrayado como «el Pueblo de Dios es santo en razón de esta unción que lo hace infalible in credendo», agregando que «todo Bautizado, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de instrucción de su fe, es un sujeto activo de evangelización y sería inadecuado pensar a un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados en el cual el resto del Pueblo fiel sería solamente receptivo de sus acciones». El sensus fidei impide separar rígidamente entre Ecclesia docens ed Ecclesia dicens, ya que también la Grey posee un «instinto» propio para discernir los nuevos caminos que el Señor abre a la Iglesia.

Ha sido esta convicción a guiarme cuando he deseado que el Pueblo de Dios viniera consultado en la preparación de la doble cita sinodal sobre la familia. Ciertamente, una consultación de este tipo en ningún modo podría bastar para escuchar el sensus fidei. Pero, ¿cómo sería posible hablar de la familia sin interpelar a las familias, escuchando sus alegrías y sus esperanzas, sus dolores y sus angustias? Por medio de las respuestas de los dos cuestionarios enviados a las Iglesia particulares, hemos tenido la posibilidad de escuchar al menos algunas de ellas en relación a las cuestiones que tocan muy de cerca y sobre el cual tienen mucho que decir.

Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, con la conciencia que escuchar «es más que oír». Es una escucha reciproca en la cual cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, Colegio Episcopal, Obispo de Roma: uno en escucha de los otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el «Espíritu de verdad» (Jn 14,17), para conocer lo que Él «dice a las Iglesias» (Ap 2,7).

El Sínodo de los Obispos es el punto de convergencia de este dinamismo de escucha llevado a todos los niveles de la vida de la Iglesia. El camino sinodal inicia escuchando al Pueblo, que «también participa en la función profética de Cristo», según un principio querido en la Iglesia del primer milenio: «Quod omnes tangit ab ómnibus tractari debet». El camino del Sínodo prosigue escuchando a los Pastores. Por medio de los Padres sinodales, los Obispos actúan como auténticos custodios, intérpretes y testimonios de la fe de toda la Iglesia, que debe saber distinguir atentamente de los flujos muchas veces cambiantes de la opinión pública. A la vigilia del Sínodo del año pasado afirmaba: «da el Espíritu Santo para que los Padres sinodales pidan, sobre todo, el don de la escucha: escucha de Dios, hasta sentir junto con Él el grito del Pueblo, escucha del Pueblo, hasta respirar la voluntad a la cual Dios nos llama». Además, el camino sinodal culmina en la escucha del Obispo de Roma, llamado a pronunciarse como «Pastor y Doctor de todos los cristianos»: no a partir de sus convicciones personales, sino como testigo supremo de la fides totius Ecclesiae, «garante de la obediencia y de la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y a la tradición de la Iglesia».

El hecho que el Sínodo actué siempre cum Petro et sub Petro – por lo tanto no sólo cum Petro, sino también sub Petro – no es una limitación de la libertad, sino una garantía de la unidad. De hecho el Papa es por voluntad del Señor, «el perpetuo y visible principio y fundamento de la unidad tanto de Obispos cuanto de la multitud de los Fieles». A esto se une el concepto de «»jerarchica communio», usado por el Concilio Vaticano II: Los Obispos están unidos al Obispo de Roma por el vínculo de la comunión episcopal (cum Petro) y al mismo tiempo están jerárquicamente sometidos a él como jefe del Colegio (sub Petro)

El carácter sinodal, como dimensión constitutiva de la Iglesia, nos ofrece el marco interpretativo más adecuado para comprender el mismo ministerio jerárquico. Si comprendemos que, como dice San Juan Crisóstomo, «Iglesia y Sínodo son sinónimos» – porque la Iglesia no es otra cosa que el «caminar juntos» de la Grey de Dios por los senderos de la historia que sale al encuentro de a Cristo Señor – entendemos también que en su interior nadie puede ser «elevado» por encima de los demás. Al contrario, en la Iglesia es necesario que alguno «se abaje» para ponerse al servicio de los hermanos a lo largo del camino.

Jesús ha constituido la Iglesia poniendo en su cumbre al Colegio apostólico, en el que el apóstol Pedro es la «roca» (Cfr. Mt 16, 18), aquel que debe «confirmar» a los hermanos en la fe (Cfr. Lc 22, 32). Pero en esta Iglesia, como en una pirámide dada vuelta, la cima se encuentra por debajo de la base. Por esto quienes ejercen la autoridad se llaman «ministros»: porque, según el significado originario de la palabra, son los más pequeños de todos. Cada Obispo, sirviendo al Pueblo de Dios, llega a ser para la porción de la Grey que le ha sido encomendada, vicarius Christi, vicario de Jesús, quien en la última cena se inclinó para lavar los pies de los apóstoles (Cfr. Jn 13, 1-15). Y, en un horizonte semejante, el mismo Sucesor de Pedro es el servus servorum Dei.

¡Jamás lo olvidemos! Para los discípulos de Jesús, ayer, hoy y siempre, la única autoridad es la autoridad del servicio, el único poder es el poder de la cruz, según las palabras del Maestro: «Pero Jesús los llamó y les dijo: «Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo» (Mt 20, 25-27).

Entre ustedes no será así: en esta expresión alcanzamos el corazón mismo del misterio de la Iglesia y recibimos la luz necesaria para comprender el servicio jerárquico.

En una Iglesia sinodal, Sínodo de los Obispos es sólo la más evidente manifestación de un dinamismo de comunión que inspira todas las decisiones eclesiales.

El primer nivel de ejercicio de la sinodalidad se realiza en las Iglesias particulares. Después de haber citado la noble institución del Sínodo diocesano, en el cual Presbíteros y Laicos están llamados a colaborar con el Obispo para el bien de toda la comunidad eclesial, el Código de derecho canónico dedica amplio espacio a aquellos que usualmente se llaman los «organismos de comunión» de la Iglesia particular: el Consejo presbiteral, el Colegio de los Consultores, el Capítulo de los Canónigos y el Consejo pastoral. Solamente en la medida en la cual estos organismos permanecen conectados con lo «bajo» y parten de la gente, de los problemas de cada día, puede comenzar a tomar forma una Iglesia sinodal: tales instrumentos, que algunas veces proceden con cansancio, deben ser valorizados como ocasión de escucha y de participación.

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El segundo nivel es aquel de las Provincias y de las Regiones Eclesiásticas, de los Consejos Particulares y, en modo especial, de las Conferencias Episcopales. Debemos reflexionar para realizar todavía más, a través de estos organismos, las instancias intermedias de la colegialidad, quizás integrando y actualizando algunos aspectos del antiguo orden eclesiástico. El auspicio del Consejo de que tales organismos puedan contribuir a acrecentar el espíritu de la colegialidad episcopal todavía no se ha realizado plenamente. En una Iglesia sinodal, como ya afirmé, «no es oportuno que el Papa sustituya a los Episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, advierto la necesidad de proceder a una saludable descentralización».

El último nivel es aquel de la Iglesia universal. Aquí el Sínodo de los Obispos, representando al episcopado católico, se transforma en expresión de la colegialidad episcopal al interno de una Iglesia toda sinodal. Eso manifiesta la collegialitas affectiva, la cual puede volverse en algunas circunstancias «efectiva», que une a los Obispos entre ellos y con el Papa, en el cuidado por el Pueblo de Dios.

El compromiso de edificar una Iglesia sinodal – misión a la cual todos estamos llamados, cada uno en el papel que el Señor le confía – está grávido de implicaciones ecuménicas. Por esta razón, hablando con una delegación del Patriarcado de Constantinopla, he reiterado recientemente la convicción de que «el atento examen sobre cómo se articulan en la vida de la Iglesia el principio de la sinodalidad y el servicio de quien preside ofrecerá una aportación significativa al progreso de las relaciones entre nuestras Iglesias».

Estoy convencido de que, en una Iglesia sinodal, también el ejercicio del primado Petrino recibirá mayor luz. El Papa no está, por sí mismo, por encima de la Iglesia; sino dentro de ella como Bautizado entre los Bautizados y dentro del Colegio episcopal como Obispo entre los Obispos, llamado a la vez, como Sucesor del apóstol Pedro- a guiar a la Iglesia de Roma, que preside en el amor a todas las iglesias.

Mientras reitero la necesidad y la urgencia de pensar a «una conversión del papado», de buen grado repito las palabras de mi predecesor el Papa Juan Pablo II: «Como Obispo de Roma soy consciente […], que la comunión plena y visible de todas las Comunidades, en las que gracias a la fidelidad de Dios habita su Espíritu, es el deseo ardiente de Cristo. Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva».

Nuestra mirada se extiende también a la humanidad. Una Iglesia sinodal es como un emblema levantado entre las naciones (cfr. Is 11, 12) en un mundo que – aun invocando participación, solidaridad y la transparencia en la administración de la cosa pública – a menudo entrega el destino de poblaciones enteras en manos codiciosas de pequeños grupos de poder. Como Iglesia que «camina junto» a los hombres, partícipe de las dificultades de la historia, cultivamos el sueño que el redescubrimiento de la dignidad inviolable de los pueblos y de la función de servicio de la autoridad podrán ayudar a la sociedad civil a edificarse en la justicia y la fraternidad, generando un mundo más bello y más digno del hombre para las generaciones que vendrán después de nosotros.

 

 

Defendiendo a la familia, protegemos a la humanidad, dijo Francisco en la Catequesis

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

Hoy como las previsiones del tiempo eran un poco inseguras, se esperaba la lluvia, esta audiencia se realiza contemporáneamente en dos lugares, nosotros en la plaza y 700 enfermos en el aula Pablo VI que siguen la audiencia en las pantallas, todos estamos unidos, saludamos a ellos con un aplauso.

La palabra de Jesús es fuerte hoy ¡Ay del mundo a causa de los escándalos! ¡Jesús es realista y dice que es inevitable que vengan los escándalos pero ¡ay del hombre que causa el escándalo!

Yo quisiera antes de iniciar la catequesis, a nombre de la Iglesia, pedirles perdón por los escándalos que en estos últimos tiempos han ocurrido sea en Roma que en el Vaticano ¡les pido perdón!

Hoy reflexionaremos sobre un argumento muy importante: las promesas, las promesas que hacemos a los niños. No hablo de las promesas que hacemos aquí o allá, durante el día, para ponerlos contentos o para hacer que se porten bien (quizá con algún truco inocente, te doy un caramelo, esas promesas…), para intentar a que se comprometan en la escuela o para disuadirlos de algún capricho. Hablo de otras promesas, de las promesas más importantes, decisivas para lo que esperan de la vida, para su confianza en los seres humanos, para su capacidad de concebir el nombre de Dios como una bendición. Son promesas que nosotros les hacemos a ellos.

Nosotros adultos estamos listos para hablar de los niños como una promesa de la vida. Todos decimos los niños son una promesa de la vida. Y también fácilmente nos conmovemos diciendo que los jóvenes son nuestro futuro. Es verdad. Pero me pregunto, a veces ¡si somos también serios con su futuro! Con el futuro de los niños, con el futuro de los jóvenes. Una pregunta que debemos hacernos más a menudo es esta: ¿Qué tan leales somos con las promesas que hacemos a los niños, trayéndolos a nuestro mundo? Nosotros los hacemos venir al mundo y esta es una promesa. ¿Qué le prometemos a ellos?

Acogida y cuidado, cercanía y atención, confianza y esperanza, son también promesas de base, que se pueden resumir en una sola: amor. Nosotros prometemos amor, es decir, el amor que se expresa en la acogida, el cuidado, en la cercanía, en la atención, en la confianza, en la esperanza. Pero la gran promesa es el amor. Este es el modo más adecuado para acoger a un ser humano que viene al mundo, y todos nosotros lo aprendemos, incluso antes de ser conscientes. A mí me gusta mucho cuando veo a los papás y mamás, cuando paso entre ustedes, trayéndome a un niño, una niña pequeños, pero ¿cuánto tiene? tres semanas, cuatro semanas, pero busco que el Señor lo bendiga, esto se llama amor también.

La promesa, el amor es la promesa que el hombre y la mujer hacen a cada hijo: desde que es concebido en el pensamiento. Los niños vienen al mundo y esperan tener confirmación de esta promesa: lo esperan en modo total, confiado, indefenso. Basta mirarlos: en todas las etnias, en todas las culturas, ¡en todas las condiciones de vida! Cuando sucede lo contrario, los niños son heridos por un “escándalo”, por un escándalo insoportable, más grave, en cuanto no tienen los medios para descifrarlo. No pueden entender qué cosa sucede.

Dios vigila sobre esta promesa, desde el primer instante. ¿Recuerdan qué dice Jesús? Los ángeles de los niños reflejan la mirada de Dios, y Dios no pierde nunca de vista a los niños (cfr Mt 18,10). ¡Ay de aquellos que traicionan la confianza, ay! Su confiado abandono a nuestra promesa, que nos compromete desde el primer instante, nos juzga.

Y quisiera agregar otra cosa, con mucho respeto por todos, pero también con mucha franqueza. Su espontanea confianza en Dios no debería de ser nunca herida, sobre todo cuando eso ocurre con motivo de una cierta presunción (más o menos inconsciente) de ocupar el lugar de Dios. La tierna y misteriosa relación de Dios con el alma de los niños no debería ser nunca violada. Es una relación real que Dios la quiere y Dios la cuida. El niño está listo desde el nacimiento para sentirse amado por Dios, está listo para esto. Apenas está en grado de sentirse que es amado por sí mismo, un hijo siente también que hay un Dios que ama los niños.

Los niños, apenas nacidos, comienzan a recibir como don, junto a la comida y los cuidados, la confirmación de la cualidad espiritual del amor. Los actos de amor pasan a través del don del nombre personal, el lenguaje compartido, las intenciones de las miradas, las iluminaciones de las sonrisas. Aprenden así que la belleza del vínculo entre los seres humanos apunta a nuestra alma, busca nuestra libertad, acepta la diversidad del otro, lo reconoce y lo respeta como interlocutor.

Un segundo milagro, una segunda promesa: nosotros – papá y mamá – ¡nos donamos a ti, para que tú te dones a ti mismo! Y esto es amor, ¡que trae una chispa de aquello de Dios! Pero ustedes papás y mamás tienen esta chispa de Dios que dan a los niños, ustedes son instrumento del amor de Dios y esto es bello, bello, bello.

Sólo si miramos los niños con los ojos de Jesús, podemos verdaderamente entender en qué sentido, defendiendo a la familia, protegemos a la humanidad! El punto de vista de los niños y el punto de vista del Hijo de Dios. La Iglesia misma, en el Bautismo, a los niños les hace grandes promesas, con las que compromete a los padres y a la comunidad cristiana. La santa Madre de Jesús -por medio de la cual el Hijo de Dios ha llegado a nosotros, amado y generado como un niño- haga a la Iglesia capaz de seguir el camino de su maternidad y de su fe. Y san José -hombre justo, que ha recibido y protegido, honrado valientemente la bendición y la promesa de Dios- nos haga a todos dignos de hospedar a Jesús en cada niño que Dios manda a la tierra. Gracias.

Fuente: NEWS.VA

La humanidad necesita «una inyección de espíritu de familia»

Catequesis del papa Francisco en la audiencia general (Plaza San Pedro, el 7 de octubre de 2015)

Queridos hermanos y hermanas, buenos días

Hace pocos días comenzó el Sínodo de los Obispos sobre el tema “La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo”. La familia que camina en la vía del Señor es fundamental en el testimonio del amor de Dios y merece por ello la dedicación de la que la Iglesia es capaz. El Sínodo está llamado a interpretar, hoy, esta solicitud y esta atención de la Iglesia. Acompañemos todo el recorrido sinodal sobre todo con nuestra oración y nuestra atención. Y en este período las catequesis serán reflexiones inspiradas por algunos aspectos de la relación –que podemos decir indisoluble– entre la Iglesia y la familia, con el horizonte abierto para el bien de la entera comunidad humana.

Una mirada atenta a la vida cotidiana de los hombres y de las mujeres de hoy muestra inmediatamente la necesidad que hay por todos lados de una robusta inyección de espíritu familiar. De hecho, el estilo de las relaciones -civiles, económicas, jurídicas, profesionales, de ciudadanía- aparece muy racional, formal, organizado, pero también muy “deshidratado”, árido, anónimo. A veces se hace insoportable. Aún queriendo ser inclusivo en sus formas, en la realidad abandona a la soledad y al descarte un número cada vez mayor de personas. Por esto, la familia abre para toda la sociedad una perspectiva más humana: abre los ojos de los hijos sobre la vida -y no solo la mirada, sino también todos los demás sentidos- representando una visión de la relación humana edificada sobre la libre alianza de amor. La familia introduce a la necesidad de las uniones de fidelidad, sinceridad, confianza, cooperación, respeto; anima a proyectar un mundo habitable y a creer en las relaciones de confianza, también en condiciones difíciles; enseña a honrar la palabra dada, el respeto a las personas, el compartir los límites personales y de los demás. Y todos somos conscientes de lo insustituible de la atención familiar por los miembros más pequeños, más vulnerables, más heridos, e incluso los más desastrosos en las conductas de su vida. En la sociedad, quien practica estas actitudes, las ha asimilado del espíritu familiar, no de la competición y del deseo de autorrealización.

Pues bien, aún sabiendo todo esto, no se da a la familia el peso debido -y reconocimiento, y apoyo- en la organización política y económica de la sociedad contemporánea. Quisiera decir más: la familia no solo no tiene reconocimiento adecuado, ¡sino que no genera más aprendizaje! A veces nos vendría decir que, con toda su ciencia y su técnica, la sociedad moderna no es capaz todavía de traducir estos conocimientos en formas mejores de convivencia civil. No solo la organización de la vida común se estanca cada vez más en una burocracia del todo extraña a las uniones humanas fundamentales, sino, incluso, las costumbres sociales y políticas muestran a menudo signos de degradación -agresividad, vulgaridad, desprecio…-, que están por debajo del umbral de una educación familiar también mínimo. En tal situación, los extremos opuestos de este embrutecimiento de las relaciones -es decir el embotamiento tecnocrático y el familismo amoral- se conjugan y se alimentan el uno al otro. Es una paradoja.

La Iglesia individua hoy, en este punto exacto, el sentido histórico de su misión sobre la familia y del auténtico espíritu familiar: comenzando por una atenta revisión de la vida, que se refiere a sí misma. Se podría decir que el “espíritu familiar” es una carta constitucional para la Iglesia: así el cristianismo debe aparecer, y así debe ser. Está escrito en letras claras: “Ustedes, los que antes estaban lejos –dice san Pablo– […] ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef 2,19). La Iglesia es y debe ser la familia de Dios.

Jesús, cuando llamó a Pedro para seguirlo, le dijo que le haría “pescador de hombres”; y por esto es necesario un nuevo tipo de redes. Podríamos decir que hoy las familias son una de las redes más importantes para la misión de Pedro y de la Iglesia. ¡Esta no es una red que hace prisioneros! Al contrario, libera de las malas aguas del abandono y de la indiferencia, que ahogan a muchos seres humanos en el mar de la soledad y de la indiferencia. La familia sabe bien qué es la dignidad de sentirse hijos y no esclavos, o extranjeros, o solo un número de carné de identidad.

Desde aquí, desde la familia, Jesús comienza de nuevo su paso entre los seres humanos para persuadirlos que Dios no les ha olvidado. De aquí, Pedro toma fuerzas para su ministerio. De aquí la Iglesia, obedeciendo a la palabra del Maestro, sale a pescar al lago, segura que, si esto sucede, la pesca será milagrosa. Pueda el entusiasmo de los Padres sinodales, animados por el Espíritu Santo, fomentar el impulso de una Iglesia que abandona las viejas redes y vuelve a pescar confiando en la palabra de su Señor. ¡Recemos intensamente por esto! Cristo, por lo demás, ha prometido y nos confirma: si incluso los malos padres no rechazan dar pan a los hijos hambrientos, ¡Imaginémonos si Dios no dará el Espíritu a los que –aun imperfectos como son– lo piden con apasionada insistencia (cfr Lc 11,9-13)!

Francisco

‘No es un parlamento sino un espacio de la acción del Espíritu’, dijo el Papa del Sínodo

Palabras del Papa Francisco al introducir los trabajos del Sínodo ordinario sobre la familia que comenzó el lunes 5 de octubre en el Vaticano, inaugurado el domingo con una misa solemne en la Basílica de San Pedro.

Queridos: Beatitudes, Eminencias, Excelencias, hermanos y hermanas,

La Iglesia retoma hoy el diálogo iniciado con la proclamación del Sínodo extraordinario sobre la familia, y ciertamente mucho antes, para evaluar y reflexionar juntos el texto de la Instrumentum Laboris, elaborado de la Relatio Synodi y de las respuestas de las Conferencias episcopales y de los organismos con derecho.

El Sínodo, como sabemos, es un caminar juntos con el espíritu de colegialidad y de sinodalidad, adoptando valientemente la parresia, el celo pastoral y doctrinal, la sabiduría, la franqueza y poniendo siempre delante de nuestros ojos el bien de la Iglesia, de las familias y la suprema lex: la Salus animarum.

Quisiera recordar que el Sínodo no es un congreso, un parlatorio, no es un parlamento o un senado, donde nos ponemos de acuerdo. El Sínodo, en cambio, es una expresión eclesial, es decir la Iglesia que camina unida para leer la realidad con los ojos de la fe y con el corazón de Dios; es la Iglesia que se interroga sobre la fidelidad al depósito de la fe, que para ella no representa un museo para mirar y ni siquiera solo para salvaguardar, sino que es una fuente viva de la cual la Iglesia se sacia, para saciar e iluminar el depósito de la vida.

El Sínodo se mueve necesariamente en el seno de la Iglesia y dentro del santo pueblo de Dios, del cual nosotros formamos parte en calidad de pastores, es decir, servidores. El Sínodo, además, es un espacio protegido donde la Iglesia experimenta la acción del Espíritu Santo. En el Sínodo el Espíritu habla a través de la lengua de todas las personas que se dejan conducir por Dios que sorprende siempre, por el Dios que se revela a los pequeños, y se esconde a los sabios y los inteligentes; por el Dios que ha creado la ley y el sábado para el hombre y no viceversa; por el Dios que deja las 99 ovejas para buscar la única oveja perdida; por el Dios que es siempre más grande de nuestras lógicas y nuestros cálculos.

Recordamos que el Sínodo podrá ser un espacio de la acción del Espíritu Santo solo si nosotros, los participantes, nos revestimos de coraje apostólico, de humildad evangélica y de oración confiada: el coraje apostólico que no se deja asustar de frente a las seducciones del mundo, que tienden a apagar en el corazón de los hombres la luz de la verdad, sustituyéndola con pequeñas y pasajeras luces, y ni siquiera de frente al endurecimiento de algunos corazones, que a pesar de las buenas intenciones alejan a las personas de Dios; el coraje apostólico de llevar vida y no hacer de nuestra vida cristiana un museo de recuerdos; la humildad evangélica que sabe vaciarse de las propias convenciones y prejuicios para escuchar a los hermanos obispos y llenarse de Dios, humildad que lleva a apuntar el dedo no en contra de los otros, para juzgarlos, sino para tenderles la mano, para realzarlos sin sentirse nunca superiores a ellos.

La oración confiada es la acción del corazón cuando se abre a Dios, cuando se callan todos nuestros humores para escuchar la suave voz de Dios que habla en el silencio. Sin escuchar a Dios, todas nuestras palabras serán solamente palabras que no sacian y no sirven. Sin dejarse guiar por el Espíritu, todas nuestras decisiones serán solamente decoraciones que en lugar de exaltar el Evangelio lo recubren y lo esconden. 

Queridos hermanos, como he dicho, el Sínodo no es un parlamento donde para alcanzar un consenso o un acuerdo común se recurre al negociado, al acuerdo o a las componendas, sino que el único método del Sínodo es aquel en el que se abre al Espíritu Santo con coraje apostólico, con humildad evangélica y con oración confiada, de modo que sea él quien nos guía, nos ilumina y nos hace poner delante de los ojos, con nuestras opiniones personales, pero con la fe en Dios, la fidelidad al magisterio, el bien de la Iglesia y la Salus animarum.

Finalmente, quisiera agradecer de corazón a su Eminencia el cardenal Lorenzo Baldisseri, secretario general del Sínodo; su Excelencia monseñor Fabio Fabene, subsecretario; y con ellos agradezco el relator, su Eminencia el cardenal Peter Erdo y el secretario especial, su Excelencia monseñor Bruno Forte, los presidentes delegados, los escritores, los consultores, los traductores y todos aquellos que han trabajado con verdadera fidelidad y total dedicación a la Iglesia. ¡Gracias de corazón!

Agradezco igualmente a todos ustedes, queridos padres sinodales, delegados fraternos, auditores, auditoras y asesores, por su participación activa y fructuosa.

Un especial agradecimiento quiero dirigir a los periodistas presentes en este momento y aquellos que lo siguen de lejos. Gracias por su apasionada participación y por su admirable atención.

Iniciamos nuestro camino invocando la ayuda del Espíritu Santo y la intercesión de la Sagrada Familia, Jesús, María y san José. Gracias.

Fuente: News.Va

Francisco en la apertura del Sínodo: «Una Iglesia que educa al amor autentico»

Homilía de la Misa de Apertura de la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.

«Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,12).

Las lecturas bíblicas de este domingo parecen elegidas a propósito para el acontecimiento de gracia que la Iglesia está viviendo, es decir, la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema de la familia que se inaugura con esta celebración eucarística.

Dichas lecturas se centran en tres aspectos: el drama de la soledad, el amor entre el hombre y la mujer, y la familia.

La soledad

Adán, como leemos en la primera lectura, vivía en el Paraíso, ponía los nombres a las demás creaturas, ejerciendo un dominio que demuestra su indiscutible e incomparable superioridad, pero aun así se sentía solo, porque «no encontraba ninguno como él que lo ayudase» (Gn 2,20) y experimentaba la soledad.

La soledad, el drama que aún aflige a muchos hombres y mujeres. Pienso en los ancianos abandonados incluso por sus seres queridos y sus propios hijos; en los viudos y viudas; en tantos hombres y mujeres dejados por su propia esposa y por su propio marido; en tantas personas que de hecho se sienten solas, no comprendidas y no escuchadas; en los emigrantes y los refugiados que huyen de la guerra y la persecución; y en tantos jóvenes víctimas de la cultura del consumo, del usar y tirar, y de la cultura del descarte.

Hoy se vive la paradoja de un mundo globalizado en el que vemos tantas casas de lujo y edificios de gran altura, pero cada vez menos calor de hogar y de familia; muchos proyectos ambiciosos, pero poco tiempo para vivir lo que se ha logrado; tantos medios sofisticados de diversión, pero cada vez más un profundo vacío en el corazón; muchos placeres, pero poco amor; tanta libertad, pero poca autonomía… Son cada vez más las personas que se sienten solas, y las que se encierran en el egoísmo, en la melancolía, en la violencia destructiva y en la esclavitud del placer y del dios dinero.

Hoy vivimos en cierto sentido la misma experiencia de Adán: tanto poder acompañado de tanta soledad y vulnerabilidad; y la familia es su imagen. Cada vez menos seriedad en llevar adelante una relación sólida y fecunda de amor: en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en las buena y en la mala suerte. El amor duradero, fiel, recto, estable, fértil es cada vez más objeto de burla y considerado como algo anticuado. Parecería que las sociedades más avanzadas son precisamente las que tienen el porcentaje más bajo de tasa de natalidad y el mayor promedio de abortos, de divorcios, de suicidios y de contaminación ambiental y social.

El amor entre el hombre y la mujer

Leemos en la primera lectura que el corazón de Dios se entristeció al ver la soledad de Adán y dijo: «No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude» (Gn 2,18). Estas palabras muestran que nada hace más feliz al hombre que un corazón que se asemeje a él, que le corresponda, que lo ame y que acabe con la soledad y el sentirse solo. Muestran también que Dios no ha creado el ser humano para vivir en la tristeza o para estar solo, sino para la felicidad, para compartir su camino con otra persona que es su complemento; para vivir la extraordinaria experiencia del amor: es decir de amar y ser amado; y para ver su amor fecundo en los hijos, como dice el salmo que hemos leido hoy (cf. Sal 128).

Este es el sueño de Dios para su criatura predilecta: verla realizada en la unión de amor entre hombre y mujer; feliz en el camino común, fecunda en la donación recíproca. Es el mismo designio que Jesús resume en el Evangelio de hoy con estas palabras: «Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne» (Mc 10,6-8; cf. Gn 1,27; 2,24).

Jesús, ante la pregunta retórica que le habían dirigido – probablemente como una trampa, para hacerlo quedar mal ante la multitud que lo seguía y que practicaba el divorcio, como realidad consolidada e intangible-, responde de forma sencilla e inesperada: restituye todo al origen, al origen de la creación, para enseñarnos que Dios bendice el amor humano, es él el que une los corazones de dos personas que se aman y los une en la unidad y en la indisolubilidad. Esto significa que el objetivo de la vida conyugal no es sólo vivir juntos, sino también amarse para siempre. Jesús restablece así el orden original y originante.

La familia

«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Es una exhortación a los creyentes a superar toda forma de individualismo y de legalismo, que esconde un mezquino egoísmo y el miedo de aceptar el significado auténtico de la pareja y de la sexualidad humana en el plan de Dios.

De hecho, sólo a la luz de la locura de la gratuidad pascual, de ese amor pascual de Jesús será comprensible la locura de la gratuidad de un amor conyugal único y usque ad mortem.

Para Dios, el matrimonio no es una utopía de adolescente, sino un sueño sin el cual su creatura estará destinada a la soledad. En efecto el miedo de unirse a este proyecto paraliza el corazón humano.

Paradójicamente también el hombre de hoy –que con frecuencia ridiculiza este plan– permanece atraído y fascinado por todo amor autentico, por todo amor sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel y perpetuo. Lo vemos ir tras los amores temporales, pero sueña el amor autentico; corre tras los placeres de la carne, pero desea la entrega total.

En efecto «ahora que hemos probado plenamente las promesas de la libertad ilimitada, empezamos a entender de nuevo la expresión “la tristeza de este mundo”. Los placeres prohibidos perdieron su atractivo cuando han dejado de ser prohibidos. Aunque tiendan a lo extremo y se renueven al infinito, resultan insípidos porque son cosas finitas, y nosotros, en cambio, tenemos sed de infinito» (Joseph Ratzinger, Auf Christus schauen. Einübung in Glaube, Hoffnung, Liebe, Freiburg 1989, p. 73).

En este contexto social y matrimonial bastante difícil, la Iglesia está llamada a vivir su misión en la fidelidad, en la verdad y en la caridad.

Vive su misión en la fidelidad a su Maestro como voz que grita en el desierto, para defender el amor fiel y animar a las numerosas familias que viven su matrimonio como un espacio en el cual se manifiestan el amor divino; para defender la sacralidad de la vida, de toda vida; para defender la unidad y la indisolubilidad del vínculo conyugal como signo de la gracia de Dios y de la capacidad del hombre de amar en serio.

Vivir su misión en la verdad que no cambia según las modas pasajeras o las opiniones dominantes. La verdad que protege al hombre y a la humanidad de las tentaciones de autoreferencialidad y de transformar el amor fecundo en egoísmo estéril, la unión fiel en vinculo temporal. «Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad» (Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, 3).

Vivir su misión en la caridad que no señala con el dedo para juzgar a los demás, sino que -fiel a su naturaleza como madre – se siente en el deber de buscar y curar a las parejas heridas con el aceite de la acogida y de la misericordia; de ser «hospital de campo», con las puertas abiertas para acoger a quien llama pidiendo ayuda y apoyo; de salir del propio recinto hacia los demás con amor verdadero, para caminar con la humanidad herida, para incluirla y conducirla a la fuente de la salvación.

Una Iglesia que enseña y defiende los valores fundamentales, sin olvidar que «el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27); y que Jesús también dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar justos, sino pecadores» (Mc 2,17). Una Iglesia que educa al amor autentico, capaz de alejar de la soledad, sin olvidar su misión de buen samaritano de la humanidad herida.

Recuerdo a san Juan Pablo II cuando decía: «El error y el mal deben ser condenados y combatidos constantemente; pero el hombre que cae o se equivoca debe ser comprendido y amado […] Nosotros debemos amar nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo.» (Discurso a la Acción Católica italiana, 30 de diciembre de 1978, 2 c: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 21 enero 1979, p.9). Y la Iglesia debe buscarlo, acogerlo y acompañarlo, porque una Iglesia con las puertas cerradas se traiciona a sí misma y a su misión, y en vez de ser puente se convierte en barrera: «El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hb 2,11).

Con este espíritu, le pedimos al Señor que nos acompañe en el Sínodo y que guíe a su Iglesia a través de la intercesión de la Santísima Virgen María y de San José, su castísimo esposo.