Francisco: “Abrir la mente y el corazón al Espíritu Santo”

Palabras del Santo Padre, antes de rezar el ángelus, el pasado domingo 15, en que celebrábamos la fiesta de Pentecostés.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Celebramos la gran fiesta de Pentecostés, que lleva al término del Tiempo Pascual, cincuenta días después de la Resurrección de Cristo. La liturgia nos invita a abrir nuestra mente y nuestro corazón al don del Espíritu Santo, que Jesús prometió varias veces a sus discípulos, el primero y principal don que Él nos ha dado con su Resurrección. Este don, Jesús mismo los ha implorado al Padre, como testifica el Evangelio de hoy, que está ambientado en la Última Cena. Jesús dice a sus discípulos: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes” (Jn 14,15-16).

Estas palabras nos recuerdan sobre todo que el amor por una persona y también por el Señor, se demuestra no con las palabras, sino con los hechos; y también “cumplir los mandamientos” debe ser entendido en sentido existencial, de manera que toda la vida sea involucrada. En efecto, ser cristianos no significa principalmente pertenecer a una cierta cultura o adherir a una cierta doctrina, sino sobre todo, vincular la propia vida, en cada uno de sus aspectos, a la persona de Jesús y a través de Él, al Padre. Por este objetivo Jesús promete la efusión del Espíritu Santo a sus discípulos. Precisamente, gracias al Espíritu Santo, Amor que une el Padre y el Hijo y de ellos deriva, todos podemos vivir la misma vida de Jesús. El Espíritu, de hecho, nos enseña cada cosa, es decir, la única cosa indispensable: amar como ama Dios.

En el prometer al Espíritu Santo, Jesús lo define “otro Paráclito” (v. 16), que significa Consolador, Abogado, Intercesor, es decir, Aquél que nos asiste, nos defiende, está a nuestro lado en el camino de la vida y en la lucha por el bien y contra el mal. Jesús dice “otro Paráclito” porque el primero es Él, Él mismo, que se hizo carne justamente para asumir sobre sí mismo nuestra condición humana y liberarla de la esclavitud del pecado.

Además, el Espíritu Santo ejerce una función de enseñanza y de memoria. Enseñanza y memoria. Nos lo dijo Jesús: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (v. 26). El Espíritu Santo no trae una enseñanza diversa, sino que hace viva y hace operante la enseñanza de Jesús, para que el tiempo que pasa no la cancele y no la desvanezca. El Espíritu Santo injerta esta enseñanza dentro de nuestro corazón, nos ayuda a interiorizarla, haciendo que se transforme en parte de nosotros, carne de nuestra carne. Al mismo tiempo, prepara nuestro corazón para que sea capaz realmente de recibir las palabras y los ejemplos del Señor. Todas las veces que la palabra de Jesús es recibida con alegría en nuestro corazón, esto es obra del Espíritu Santo.

Recemos ahora juntos el Regina Coeli –por última vez este año- invocando la materna intercesión de la Virgen María. Ella nos de la gracia de ser fuertemente animados por el Espíritu Santo, para testimoniar a Cristo con franqueza evangélica y abrirnos siempre más a la plenitud de su amor.

 Fuente: News.VA

Llevar a todos el amor de Dios que salva

Al reflexionar sobre la Misericordia, se abren múltiples horizontes sobre los que pensarla y llevarla a la vida. Desde el inicio del Jubileo, el año pasado, el papa Francisco se ha dedicado a tratar especialmente el. Publicamos aquí una de sus catequesis, en las que el Santo Padre ha afirmado que “Jesús es la misericordia y su amor no se agota nunca”.

“¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

Después de haber reflexionado sobre la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento, hoy iniciamos a meditar sobre cómo Jesús mismo la llevo a su pleno cumplimiento. Jesús, de hecho, es la misericordia de Dios hecha carne. Una misericordia que Él ha expresado, realizado y comunicado siempre, en cada momento de su vida terrena. Encontrando a las multitudes, anunciando el Evangelio, sanando a los enfermos, acercándose a los últimos, perdonando a los pecadores, Jesús hace visible un amor abierto a todos, nadie excluido, un amor abierto a todos, sin fronteras. Un amor puro, gratuito, absoluto. Un amor que alcanza su cúlmen en el Sacrificio de la cruz. Sí, el Evangelio es realmente el “Evangelio de la Misericordia” porque ¡Jesús es la Misericordia!

Los cuatros Evangelios dan fe de que Jesús, antes de empezar su ministerio, quiso recibir el bautismo de Juan Bautista (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22; Gv 1,29-34). Este suceso imprime una orientación decisiva a toda la misión de Cristo. De hecho, Él no se ha presentado al mundo en el esplendor del templo, y podía hacerlo; no se ha hecho anunciar por sonido de trompetas, y podía hacerlo; y tampoco llegó bajo la apariencia de un juez, y podía hacerlo. Sin embargo, después de treinta años de vida escondida en Nazaret, Jesús fue al río Jordán, junto a tanta gente de su pueblo, y se puso en la fila con los pecadores para bautizarse.

Por tanto, desde el inicio de su ministerio, Él se ha manifestado como el Mesías que se hace cargo de la condición humana, movido por la solidaridad y la compasión. Como Él mismo afirma en la sinagoga de Nazaret identificándose con la profecía de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). Todo cuanto Jesús ha cumplido después del bautismo ha sido la realización del programa inicial: llevar a todos el amor de Dios que salva; Jesús no trajo el odio, no trajo la enemistad: ¡nos trajo el amor!, un amor grande, un corazón abierto para todos, para todos nosotros. Un amor que salva.

Él se hizo prójimo a los últimos, comunicándoles la misericordia de Dios que es perdón, alegría y vida nueva. ¡El Hijo enviado por el Padre es realmente el inicio del tiempo de la misericordia para toda la humanidad! Los que estaban presentes en la orilla del Jordán no entendieron enseguida la grandeza del gesto de Jesús. El mismo Juan Bautista se sorprendió con su decisión (cfr Mt 3,14). ¡Pero el Padre celeste no! Él hizo escuchar su voz desde lo alto: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección” (Mc 1,11). De esta forma el Padre confirma el camino que el Hijo ha iniciado como Mesías, mientras desciende sobre Él el Espíritu Santo en forma de paloma. Así, el corazón de Jesús late, por así decir, al unísono con el corazón del Padre y del Espíritu, mostrando a todos los hombres que la salvación es fruto de la misericordia de Dios.

Podemos contemplar aún más claramente el gran misterio de este amor dirigiendo la mirada a Jesús crucificado. Cuando va a morir inocente por nosotros pecadores, Él suplica al Padre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Es sobre la cruz que Jesús presenta a la misericordia del Padre el pecado del mundo, y con eso todos nuestros pecados. Nada ni nadie queda excluido de esta oración de sacrificio de Jesús. Eso significa que no debemos temer reconocernos y confesarnos pecadores. Pero, ¿cuántas veces decimos: ‘este es un pecador, este ha hecho eso, eso…’? Y por tanto juzgamos a los otros. ¿Y tú? Cada uno de nosotros debería preguntarse: ‘Sí, ese es un pecador, ¿y yo? Todos somos pecadores, pero todos somos perdonados: todos tenemos la responsabilidad de recibir este perdón que es la misericordia de Dios. Por tanto, no debemos temer reconocernos pecadores, confesarnos pecadores porque cada pecado ha sido llevado por el Hijo a la cruz.

Y cuando nosotros nos confesamos arrepentidos encomendándonos a Él, estamos seguros de ser perdonados. ¡El sacramento de la Reconciliación hace actual para cada uno la fuerza del perdón que sale de la Cruz y renueva nuestra vida la gracia de la misericordia que Jesús nos ha adquirido! No debemos temer nuestras miserias: el poder del amor del Crucificado no conoce obstáculos y no se agota nunca.

Queridos, en este Año Jubilar pidamos a Dios la gracia de hacer experiencia del poder del Evangelio: Evangelio de la misericordia que transforma, que hace entrar en el corazón de Dios, que nos hace capaces de perdonar y mirar al mundo con más bondad. Si acogemos el Evangelio del Crucificado Resucitado, toda nuestra vida es plasmada por la fuerza de su amor que renueva”.

Fuente: AICA

 

Exhortación Apostólica ‘Amoris Laetitia’

Ya está en manos de obispos, sacerdotes y laicos la Exhortación apostólica del Papa, fruto de los dos Sínodos sobre la familia.

La Exhortación tiene como corazón espiritual el capítulo cuarto que trata del amor en el matrimonio. Es una colección de fragmentos de un discurso amoroso que está atento a describir el amor humano en términos absolutamente concretos. La profundización psicológica entra en el mundo de las emociones de los cónyuges –positivas y negativas- y en la dimensión erótica del amor. Se trata de una contribución extremadamente rica y preciosa para la vida cristiana de los cónyuges, que no tiene hasta ahora parangón en precedentes documentos papales.

A su modo este capítulo constituye un tratado dentro del desarrollo más amplio, plenamente consciente de la cotidianidad del amor que es enemiga de todo idealismo: “no hay que arrojar sobre dos personas limitadas» –escribe Francisco- el tremendo peso de tener que reproducir de manera perfecta la unión que existe entre Cristo y su Iglesia, porque el matrimonio como signo implica “un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios” (AL 122). Pero por otra parte el Papa insiste de manera fuerte y decidida sobre el hecho de que “en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo” (AL 123), propiamente al interior de esa “combinación de alegrías y de fatigas, de tensiones y de reposo, de sufrimientos y de liberación, de satisfacciones y de búsquedas, de fastidios y de placeres” (AL 126) está, precisamente, el matrimonio.

News.Va

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Jesús sin techo, la nueva estatua instalada en el Vaticano

No se le ve el rostro. Podría ser uno más entre tantos que vagan por las calles sin un techo donde pasar la noche. Sin embargo es nada menos que Cristo. Lo delatan los agujeros de sus pies, restos de la crucifixión.

Esta es la nueva estatua de bronce que el Papa bendijo durante el Jubileo de la Misericordia. Se quedará en el Vaticano, al lado de las oficinas dedicadas a la caridad del Papa con los pobres de la zona.

La obra, de tamaño natural, ha sido realizado por el escultor canadiense Timothy P. Schmalz. Dice que lo que le movió a realizarla fue cuando durante las fiestas de Navidad se encontró a una persona sin hogar durmiendo en un banco.

No es la única escultura de este artista especializado en poderosas imágenes, escenas o temas relacionados con el Evangelio.

Rome Reports

Francisco: “Todos tenemos necesidad del perdón de Dios”

Catequesis del Papa Francisco, Miércoles 30 de Marzo de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Terminamos hoy las catequesis sobre la misericordia en el Antiguo Testamento, y lo hacemos meditando el Salmo 51, llamado Miserere. Se trata de una oración penitencial en la cual la súplica de perdón es precedida por la confesión de la culpa y en la cual el orante, dejándose purificar por el amor del Señor, se convierte en una nueva creatura, capaz de obediencia, de firmeza de espíritu, y de alabanza sincera.

El “título” que la antigua tradición judía puso a este Salmo hace referencia al rey David y a su pecado con Betsabé, la mujer de Urías el hitita. Conocemos bien los hechos. El rey David, llamado por Dios a pastorear el pueblo y a guiarlo por caminos de obediencia a la Ley divina, traiciona su propia misión y, después de haber cometido adulterio con Betsabé, manda asesinar al marido. ¡Un horrible pecado! El profeta Natán le revela su culpa y lo ayuda a reconocerlo. Es el momento de la reconciliación con Dios, en la confesión del propio pecado. ¡Y en esto David ha sido humilde, ha sido grande!

Quien ora con este Salmo está invitado a tener los mismos sentimientos de arrepentimiento y de confianza en Dios que tuvo David cuando se había arrepentido y, a pesar de ser rey, se humilló sin tener temor de confesar su culpa y mostrar su propia miseria al Señor, pero convencido de la certeza de su misericordia. ¡Y no era un pecado, una pequeña mentira, aquello que había hecho; había cometido adulterio y un asesinato!

El Salmo inicia con estas palabras de súplica: «¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! – se siente pecador – ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado!» (vv. 3-4).

La invocación está dirigida al Dios de misericordia porque, movido por un amor grande como aquel de un padre o de una madre, tenga piedad, es decir, hace una gracia, muestra su favor con benevolencia y comprensión. Es un llamado a Dios, el único que puede liberar del pecado. Son usadas imágenes muy plásticas: borra, lávame, purifícame. Se manifiesta, en esta oración, la verdadera necesidad del hombre: la única cosa de la cual tenemos verdaderamente necesidad en nuestra vida es aquella de ser perdonados, liberados del mal y de sus consecuencias de muerte.

Lamentablemente, la vida nos hace experimentar muchas veces estas situaciones; y sobre todo en ellas debemos confiar en la misericordia. Dios es más grande que nuestro pecado. No olvidemos esto: Dios es más grande que nuestro pecado. “Padre yo no lo sé decir, he cometido tantos graves, tantos” Dios es más grande que todos los pecados que nosotros podamos cometer. Dios es más grande que nuestro pecado. ¿Lo decimos juntos? Todos. “¡Dios – todos juntos – es más grande de nuestro pecado! Una vez más: “Dios es más grande de nuestro pecado”. Una vez más: “Dios es más grande de nuestro pecado”.

Y su amor es un océano en el cual podemos sumergirnos sin miedo de ser superados: perdonar para Dios significa darnos la certeza que Él no nos abandona jamás. Cualquier cosa podemos reclamarnos, Él es todavía y siempre más grande que todo (Cfr. 1 Jn 3,20) porque Dios es más grande que nuestro pecado.

En este sentido, quien ora con este Salmo busca el perdón, confiesa su propia culpa, pero reconociéndola celebra la justicia y la santidad de Dios. Y luego pide todavía gracia y misericordia. El salmista confía en la bondad de Dios, sabe que el perdón divino es sumamente eficaz, porque crea lo que dice. No esconde el pecado, sino que lo destruye y lo borra; pero lo borra desde la raíz no como hacen en la tintorería cuando llevamos un vestido y borran la mancha. ¡No! Dios borra nuestro pecado desde la raíz, ¡todo! Por eso el penitente se hace puro, toda mancha es eliminada y él ahora es más blanco que la nieve incontaminada. Todos nosotros somos pecadores. ¿Y esto es verdad? Si alguno de ustedes no se siente pecador que alce la mano. Ninguno, ¡Todos lo somos!

Nosotros pecadores, con el perdón, nos hacemos creaturas nuevas, rebosantes de espíritu y llenos de alegría. Ahora una nueva realidad comienza para nosotros: un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva vida. Nosotros, pecadores perdonados, que recibimos la gracia divina, podemos incluso enseñar a los demás a no pecar más. “Pero Padre, yo soy débil: yo caigo, caigo”, ¡pero si caes, levantate! Cuando un niño cae, ¿Qué hace? Levanta la mano a la mamá, al papá para que lo levanten. Hagamos lo mismo. Si tú caes por debilidad en el pecado, levanta la mano: el Señor la toma y te ayudará a levantarte. Esta es la dignidad del perdón de Dios. La dignidad que nos da el perdón de Dios es aquella de levantarnos, ponernos siempre de pie, porque Él ha creado al hombre y a la mujer para estar en pie.

Dice el Salmista: «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. […] Yo enseñaré tu camino a los impíos y los pecadores volverán a ti» (vv. 12.15).

Queridos hermanos y hermanas, el perdón de Dios es aquello de lo cual todos tenemos necesidad, y es el signo más grande de su misericordia. Un don que todo pecador perdonado es llamado a compartir con cada hermano y hermana que encuentra. Todos aquellos que el Señor nos ha puesto a nuestro alrededor, los familiares, los amigos, los compañeros, los parroquianos… todos son, como nosotros, necesitados de la misericordia de Dios. Es bello ser perdonados, pero también vos, si querés ser perdonado, perdoná también vos. ¡Perdoná! Que nos conceda el Señor, por intercesión de María, Madre de misericordia, ser testigos de su perdón, que purifica el corazón y transforma la vida.

Gracias.

Papa Francisco

Mensaje de Pascua del Papa Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!

Jesucristo, encarnación de la misericordia de Dios, ha muerto en cruz por amor, y por amor ha resucitado. Por eso hoy proclamamos: ¡Jesús es el Señor!

Su resurrección cumple plenamente la profecía del Salmo: «La misericordia de Dios es eterna», su amor es para siempre, nunca muere. Podemos confiar totalmente en él, y le damos gracias porque ha descendido por nosotros hasta el fondo del abismo.

Ante las simas espirituales y morales de la humanidad, ante al vacío que se crea en el corazón y que provoca odio y muerte, solamente una infinita misericordia puede darnos la salvación. Sólo Dios puede llenar con su amor este vacío, estas fosas, y hacer que no nos hundamos, y que podamos seguir avanzando juntos hacia la tierra de la libertad y de la vida.

El anuncio gozoso de la Pascua: Jesús, el crucificado, «no está aquí, ¡ha resucitado!» (Mt 28,6), nos ofrece la certeza consoladora de que se ha salvado el abismo de la muerte y, con ello, ha quedado derrotado el luto, el llanto y la angustia (cf. Ap 21,4). El Señor, que sufrió el abandono de sus discípulos, el peso de una condena injusta y la vergüenza de una muerte infame, nos hace ahora partícipes de su vida inmortal, y nos concede su mirada de ternura y compasión hacia los hambrientos y sedientos, los extranjeros y los encarcelados, los marginados y descartados, las víctimas del abuso y la violencia. El mundo está lleno de personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu, mientras que las crónicas diarias están repletas de informes sobre delitos brutales, que a menudo se cometen en el ámbito doméstico, y de conflictos armados a gran escala que someten a poblaciones enteras a pruebas indecibles.

Cristo resucitado indica caminos de esperanza a la querida Siria, un país desgarrado por un largo conflicto, con su triste rastro de destrucción, muerte, desprecio por el derecho humanitario y la desintegración de la convivencia civil. Encomendamos al poder del Señor resucitado las conversaciones en curso, para que, con la buena voluntad y la cooperación de todos, se puedan recoger frutos de paz y emprender la construcción una sociedad fraterna, respetuosa de la dignidad y los derechos de todos los ciudadanos. Que el mensaje de vida, proclamado por el ángel junto a la piedra removida del sepulcro, aleje la dureza de nuestro corazón y promueva un intercambio fecundo entre pueblos y culturas en las zonas de la cuenca del Mediterráneo y de Medio Oriente, en particular en Irak, Yemen y Libia. Que la imagen del hombre nuevo, que resplandece en el rostro de Cristo, fomente la convivencia entre israelíes y palestinos en Tierra Santa, así como la disponibilidad paciente y el compromiso cotidiano de trabajar en la construcción de los cimientos de una paz justa y duradera a través de negociaciones directas y sinceras. Que el Señor de la vida acompañe los esfuerzos para alcanzar una solución definitiva de la guerra en Ucrania, inspirando y apoyando también las iniciativas de ayuda humanitaria, incluida la de liberar a las personas detenidas.

Que el Señor Jesús, nuestra paz (cf. Ef 2,14), que con su resurrección ha vencido el mal y el pecado, avive en esta fiesta de Pascua nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo, esa forma ciega y brutal de violencia que no cesa de derramar sangre inocente en diferentes partes del mundo, como ha ocurrido en los recientes atentados en Bélgica, Turquía, Nigeria, Chad, Camerún, Costa de Marfil e Irak; que lleve a buen término el fermento de esperanza y las perspectivas de paz en África; pienso, en particular, en Burundi, Mozambique, la República Democrática del Congo y en el Sudán del Sur, lacerados por tensiones políticas y sociales.

Dios ha vencido el egoísmo y la muerte con las armas del amor; su Hijo, Jesús, es la puerta de la misericordia, abierta de par en par para todos. Que su mensaje pascual se proyecte cada vez más sobre el pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los que tienen en sus manos el destino del país, para que se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos. Y que se promueva en todo lugar la cultura del encuentro, la justicia y el respeto recíproco, lo único que puede asegurar el bienestar espiritual y material de los ciudadanos.

El Cristo resucitado, anuncio de vida para toda la humanidad que reverbera a través de los siglos, nos invita a no olvidar a los hombres y las mujeres en camino para buscar un futuro mejor. Son una muchedumbre cada vez más grande de emigrantes y refugiados —incluyendo muchos niños— que huyen de la guerra, el hambre, la pobreza y la injusticia social. Estos hermanos y hermanas nuestros, encuentran demasiado a menudo en su recorrido la muerte o, en todo caso, el rechazo de quien podrían ofrecerlos hospitalidad y ayuda. Que la cita de la próxima Cumbre Mundial Humanitaria no deje de poner en el centro a la persona humana, con su dignidad, y desarrollar políticas capaces de asistir y proteger a las víctimas de conflictos y otras situaciones de emergencia, especialmente a los más vulnerables y los que son perseguidos por motivos étnicos y religiosos.

Que, en este día glorioso, «goce también la tierra, inundada de tanta claridad» (Pregón pascual), aunque sea tan maltratada y vilipendiada por una explotación ávida de ganancias, que altera el equilibrio de la naturaleza. Pienso en particular a las zonas afectadas por los efectos del cambio climático, que en ocasiones provoca sequía o inundaciones, con las consiguientes crisis alimentarias en diferentes partes del planeta.

Con nuestros hermanos y hermanas perseguidos por la fe y por su fidelidad al nombre de Cristo, y ante el mal que parece prevalecer en la vida de tantas personas, volvamos a escuchar las palabras consoladoras del Señor: «No tengáis miedo. ¡Yo he vencido al mundo!» (Jn 16,33). Hoy es el día brillante de esta victoria, porque Cristo ha derrotado a la muerte y su resurrección ha hecho resplandecer la vida y la inmortalidad (cf. 2 Tm 1,10). «Nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del luto a la celebración, de la oscuridad a la luz, de la servidumbre a la redención. Por eso decimos ante él: ¡Aleluya!» (Melitón de Sardes, Homilía Pascual).

A quienes en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el gusto de vivir, a los ancianos abrumados que en la soledad sienten perder vigor, a los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro, a todos dirijo una vez más las palabras del Señor resucitado: «Mira, hago nuevas todas las cosas… al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente» (Ap 21,5-6). Que este mensaje consolador de Jesús nos ayude a todos nosotros a reanudar con mayor vigor y esperanza la construcción de caminos de reconciliación con Dios y con los hermanos. Lo necesitamos mucho.

 Francisco

Fuente: AICA

Francisco a los universitarios: “Detrás de cada problemática hay un rostro”

“Nuestra fuerza como comunidad, en cualquier nivel de vida y organización se basa no tanto en nuestros conocimientos y habilidades personales, sino en la compasión que demostramos unos con otros, en el cuidado que prestamos especialmente a aquellos que no pueden cuidar de sí mismos”, dijo el papa Francisco a los tres mil estudiantes universitarios de 115 países llegados a Roma con motivo del 2016 Harvard World Model United Nations, (Modelo Mundial de Naciones Unidas (WorldMUN), que participaron, en la mañana de este jueves, en una audiencia con el Papa en el Aula Pablo VI.

El WorldMUN, que en Roma tiene lugar del 14 al 18 de marzo, es una “simulación” donde estudiantes de diversas escuelas o universidades asumen el papel de los diplomáticos de los países miembros de la ONU, debiendo capacitarse sobre cuestiones culturales, económicas, de política interior y de relaciones internacionales que debatirán como lo hacen los organismos y comités de la ONU.

“Como estudiantes universitarios -dijo el Papa abriendo el discurso que les dirigió- se dedican de forma particular a la búsqueda de la verdad y de la comprensión, al crecimiento de la sabiduría, no solo en beneficio propio, sino por el bien de sus comunidades locales y de toda la sociedad. Espero que esta experiencia los lleve a apreciar la necesidad y la importancia de estructuras de cooperación y solidaridad que fueron forjadas por la comunidad internacional en el curso de muchos años y son especialmente eficaces cuando se ponen al servicio de cuantos en el mundo son más vulnerables y marginados. Rezo para que las Naciones Unidas y cada uno de los Estados miembros estén siempre dispuestos a ese servicio y a esa atención”.

Francisco observó a continuación que el mejor fruto de este encuentro en Roma no era tanto el aprendizaje de la diplomacia o de los sistemas institucionales, a pesar de su indudable importancia, sino “el tiempo transcurrido juntos, el encuentro con personas de todas las partes del mundo que representan no solamente los retos contemporáneos, sino sobre todo la rica variedad de talentos y potencialidades de la familia humana”.

“Los temas y problemáticas que trataron no carecen de rostro -subrayó- Y cada uno de ustedes puede describir las esperanzas y los sueños, los desafíos y los sufrimientos que caracterizan a la gente de su país. En estos días aprenderán mucho unos de otros y se recordarán recíprocamente que, detrás de cada dificultad que el mundo enfrenta, hay hombres y mujeres, jóvenes y viejos, personas como ustedes.

Hay familias e individuos que luchan todos los días, que quieren cuidar a sus hijos y mantenerlos, pero no solo en el futuro, sino también hacer frente a sus necesidades más elementales hoy. También muchos de ellos, afectados por los problemas más graves del mundo actual, por la violencia y la intolerancia, se convirtieron en refugiados, obligados trágicamente a abandonar sus casas, privados de su tierra y de su libertad”.

“Estos son los que necesitan la ayuda de ustedes, los que les piden a grandes voces que los escuchen y que son más que nunca dignos de cualquier esfuerzo en pro de la justicia, la paz y la solidaridad”, destacó Francisco recordando que san Pablo afirmó que tenemos que alegrarnos con los que se alegran y llorar con los que lloran.

“Resumiendo –nuestra fuerza como comunidad, en cualquier nivel de vida y organización –reiteró Francisco- se basa no tanto en nuestros conocimientos y habilidades personales, sino en la compasión que demostramos unos con otros, en el cuidado que prestamos especialmente a los que no pueden cuidar de sí mismos”.

“También espero que su experiencia los haya llevado a ver el compromiso de la Iglesia Católica en el servicio de las necesidades de los pobres y de los refugiados, a sostener a las familias y a las comunidades y a proteger la dignidad inalienable y los derechos de cada uno de los miembros de la familia humana.

Nosotros, los cristianos, creemos que Jesús nos llama a servir a nuestros hermanos y hermanas, a cuidar unos de otros, prescindiendo de su procedencia y de sus circunstancias. Sin embargo, esto no es un distintivo de los cristianos, sino una llamada universal, enraizada en nuestra humanidad común, algo que tenemos como personas, que llevamos dentro como seres humanos” concluyó el Papa.

WorldMUN se fundó hace 25 años con la misión de formar a la nueva generación de líderes mundiales y enseñar a los estudiantes universitarios a comprender el mundo en que viven y a utilizar los instrumentos de la cooperación y la diplomacia para mejorarlo.

El tema de este año es “Future 25” y se propone hacer reflexionar a sus participantes sobre el pasado para proyectar las instituciones globales del futuro.

Las sedes de las anteriores ediciones fueron entre otras Puebla (México), Ginebra (Suiza), Pekín (China), Belo Horizonte (Brasil), Sharm el-Sheikh (Egipto), Taipei (Taiwán), Singapur y Vancouver (Canadá).

Fuente: AICA

Misericordia y comunicación: Un encuentro fecundo

“El encuentro entre la comunicación y la misericordia es fecundo en la medida en que genera una proximidad que se hace cargo, consuela, cura, acompaña y celebra”

Papa Francisco

La 50ª Jornada Mundial de Las Comunicaciones será celebrada, como cada año, el domingo de Ascensión del Señor, que este 2016 corresponde el 8 de mayo. El mensaje del papa Francisco para esta Jornada ha sido dado a conocer este viernes 22 de enero, bajo el lema “Comunicación y Misericordia: un encuentro fecundo”. Este mensaje está firmado simbólicamente por el Santo Padre el domingo 24 de enero de 2016, festividad de San Francisco de Sales, patrono de los periodistas.

Este documento fue presentado en la Oficina de Prensa de la Santa Sede por Mons. Dario Viganò, Prefecto de la Secretaría para la Comunicación; Paolo Ruffini, director de TV2000, y Marinella Perroni, del Pontificio Ateneo San Anselmo (Roma), quienes mencionaron que esta es la primera Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales que se celebra después de la creación de la Secretaría de Comunicación por el papa Francisco.

Que nuestras comunicaciones hablen el lenguaje de la Misericordia

Esta Jornada Mundial de las Comunicaciones, en la que se cumple medio siglo de su realización, está marcada también por el Año Santo de la Misericordia, que se refleja en lo expresado por el papa Francisco en su mensaje, el que comienza recordando que la Iglesia “está llamada a vivir la misericordia como rasgo distintivo de todo su ser y actuar. Lo que decimos y cómo lo decimos, cada palabra y cada gesto debería expresar la compasión, la ternura y el perdón de Dios para con todos”.

El Santo Padre mediante este documento realiza una invitación “a las personas de buena voluntad a descubrir el poder de la misericordia de sanar las relaciones dañadas y de volver a llevar paz y armonía a las familias y a las comunidades”. Del mismo modo, se dirige a quienes tienen responsabilidades institucionales, políticas y en la formación de opinión pública, haciendo un llamado a “que estén siempre atentos al modo de expresase cuando se refieren a quien piensa o actúa de forma distinta, o a quienes han cometido errores”.

El Sumo Pontífice también convoca a esta conversión en el lenguaje a sus hermanos y hermanas en el camino de la evangelización. “Cómo desearía que nuestro modo de comunicar, y también nuestro servicio de pastores de la Iglesia, nunca expresara el orgullo soberbio del triunfo sobre el enemigo, ni humillara a quienes la mentalidad del mundo considera perdedores y material de desecho”.

La Misericordia en Tiempos de Nuevas Tecnologías de la Comunicación

El papa Francisco también hace referencia en su mensaje a las nuevas formas de comunicarnos que nos permite en la actualidad el desarrollo de la tecnología. “La comunicación, sus lugares y sus instrumentos han traído consigo un alargamiento de los horizontes para muchas personas. Esto es un don de Dios, y es también una gran responsabilidad. (…) También los correos electrónicos, los mensajes de texto, las redes sociales, los foros, pueden ser formas de comunicación plenamente humanas. No es la tecnología la que determina si la comunicación es auténtica o no, sino el corazón del hombre y su capacidad para usar bien los medios a su disposición”, afirmo el Santo Padre.

Francisco concluye este mensaje expresando su preferencia por “definir este poder de la comunicación como ‘proximidad’. El encuentro entre la comunicación y la misericordia es fecundo en la medida en que genera una proximidad que se hace cargo, consuela, cura, acompaña y celebra. En un mundo dividido, fragmentado, polarizado, comunicar con misericordia significa contribuir a la buena, libre y solidaria cercanía entre los hijos de Dios y los hermanos en humanidad”.

Pastoral SJ

Homilía del papa Francisco en el Domingo de Ramos

 «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba festiva la muchedumbre de Jerusalén recibiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Sí, del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un asno, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y cuando los fariseos le invitan a que haga callar a los niños y a los otros que lo aclaman, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.

Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.

El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no podemos prescindir de este, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.

Pero esto es solamente el inicio. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.

Nos puede parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por esta senda deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “cátedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Cátedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana.

Francisco

Francisco Invitó a no caer en la ‘tentación de la resignación’

Discurso Completo del Papa Francisco en Morelia.

«Hay un dicho que dice así: «Dime cómo rezas y te diré cómo vives, dime cómo vives y te diré cómo rezas», porque mostrándome cómo rezas, aprenderé a descubrir el Dios que vives y, mostrándome cómo vives, aprenderé a creer en el Dios al que rezas»; porque nuestra vida habla de la oración y la oración habla de nuestra vida; porque nuestra vida habla en la oración y la oración habla en nuestra vida. A rezar se aprende, como aprendemos a caminar, a hablar, a escuchar. La escuela de la oración es la escuela de la vida y en la escuela de la vida es donde vamos haciendo la escuela de la oración.

Jesús quiso introducir a los suyos en el misterio de la Vida, en el misterio de su vida. Les mostró comiendo, durmiendo, curando, predicando, rezando, qué significa ser Hijo de Dios. Los invitó a compartir su vida, su intimidad y estando con Él, los hizo tocar en su carne la vida del Padre. Los hace experimentar en su mirada, en su andar la fuerza, la novedad de decir: «Padre nuestro». En Jesús, esta expresión no tiene el «gustillo» de la rutina o de la repetición, al contrario, tiene sabor a vida, a experiencia, a autenticidad. Él supo vivir rezando y rezar viviendo, diciendo: Padre nuestro.

Y nos ha invitado a nosotros a lo mismo. Nuestra primera llamada es a hacer experiencia de ese amor misericordioso del Padre en nuestra vida, en nuestra historia. Su primera llamada es a introducirnos en esa nueva dinámica de amor, de filiación. Nuestra primera llamada es aprender a decir «Padre nuestro», a decir Abba.

¡Ay de mí sino evangelizara!, dice Pablo. ¡Ay de mí! porque evangelizar -prosigue- no es motivo de gloria sino de necesidad (cf. 1 Co 9,16).

Nos ha invitado a participar de su vida, de la vida divina, ay de nosotros si no la compartimos, ay de nosotros si no somos testigos de lo que hemos visto y oído, ay de nosotros. No somos ni queremos ser funcionarios de lo divino, no somos ni queremos ser nunca empleados de Dios, porque somos invitados a participar de su vida, somos invitados a introducirnos en su corazón, un corazón que reza y vive diciendo: «Padre nuestro». ¿Qué es la misión sino decir con nuestra vida: «Padre nuestro»?

A este Padre nuestro es a quien rezamos con insistencia todos los días: no nos dejes caer en la tentación. El mismo Jesús lo hizo. Él rezó para que sus discípulos -de ayer y de hoy- no cayéramos en la tentación. ¿Cuál puede ser una de las tentaciones que nos podría asediar? ¿Cuál puede ser una de las tentaciones que brota no sólo de contemplar la realidad sino de caminarla? ¿Qué tentación nos puede venir de ambientes muchas veces dominados por la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, el desprecio por la dignidad de la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y la precariedad? ¿Qué tentación podemos tener una y otra vez frente a esta realidad que parece haberse convertido en un sistema inamovible?

Creo que podríamos resumirla con la palabra resignación. Frente a esta realidad nos puede ganar una de las armas preferidas del demonio, la resignación. Una resignación que nos paraliza y nos impide no sólo caminar, sino también hacer camino; una resignación que no sólo nos atemoriza, sino que nos atrinchera en nuestras «sacristías» y aparentes seguridades; una resignación que no sólo nos impide anunciar, sino que nos impide alabar. Una resignación que no sólo nos impide proyectar, sino que nos impide arriesgar y transformar.

Por eso, Padre nuestro, no nos dejes caer en la tentación.

Qué bien nos hace apelar en los momentos de tentación a nuestra memoria. Cuánto nos ayuda el mirar la «madera» de la que fuimos hechos. No todo ha comenzado con nosotros, no todo terminará con nosotros, por eso cuánto bien nos hace recuperar la historia que nos ha traído hasta acá.

Y, en este hacer memoria, no podemos saltearnos a alguien que amó tanto este lugar que se hizo hijo de esta tierra. A alguien que supo decir de sí mismo: «Me arrancaron de la magistratura y me pusieron en el timón del sacerdocio, por mérito de mis pecados. A mí, inútil y enteramente inhábil para la ejecución de tan grande empresa; a mí, que no sabía manejar el remo, me eligieron primer Obispo de Michoacán» (Vasco Vázquez de Quiroga, Carta pastoral, 1554).

Con ustedes quiero hacer memoria de este evangelizador, conocido también como Tata Vasco, como «el español que se hizo indio». La realidad que vivían los indios Purhépechas descritos por él como «vendidos, vejados y vagabundos por los mercados, recogiendo las arrebañaduras tiradas por los suelos», lejos de llevarlo a la tentación y de la acedía de la resignación, movió su fe, movió su vida, movió su compasión y lo impulsó a realizar diversas propuestas que fuesen de «respiro» ante esta realidad tan paralizante e injusta. El dolor del sufrimiento de sus hermanos se hizo oración y la oración se hizo respuesta. Eso le ganó el nombre entre los indios del «Tata Vasco», que en lengua purhépecha significa: Papá.

Padre, papá, abba.

Esa es la oración, esa es la expresión a la que Jesús nos invitó.

Padre, papá, abba, no nos dejes caer en la tentación de la resignación, no nos dejes caer en la tentación de la pérdida de la memoria, no nos dejes caer en la tentación de olvidarnos de nuestros mayores que nos enseñaron con su vida a decir: Padre Nuestro».

Fuente: Religión Digital