Dicen los chinos que el invierno contiene la primavera, que ella fecunda el verano, el cual engendra el otoño para hacer nacer al invierno. Nosotros podemos decir que la dinámica pascual es semejante: la Pasión contiene la Gloria, y la Pascua conlleva una cruz. Acostumbrados a vivir por separado ambas realidades de cruz y gloria, proponemos asumirlas como dos polaridades existentes en cada una: la cruz engendra la gloria, y ésta contiene la cruz.
El dinamismo de glorificación está ya contenida dentro de la cruz, pero también la gloria entraña una dimensión crucificante, al menos mientras vivimos como peregrinos en esta historia.
Momentos de pasión, crisis, sufrimiento, contienen grandezas que no aparecen en otras instancias. Son como esas cualidades que surgen en las grandes pruebas. Podemos hacer un recorrido por los relatos de la pasión desde la grandeza mostrada en Jesús de Nazaret, y veremos que en la mayor adversidad se nos regala la mayor revelación. Por ejemplo, la última cena revela el amor hasta el extremo (Jn 13, 1); apenas sale Judas del cenáculo, Jesús proclama “ahora ha sido glorificado el Hijo del Hombre” (Jn 13, 31); sumido en pavor y angustia pronuncia una oración en perfecta fidelidad a sí mismo y a su Padre (Mc 14, 36); cuando lo arrestan Jesús nos revela su opción por la no-violencia, ese “ya basta” de espadas (Lc 22, 51; Jn 18, 11); mantener la calma y decir lo justo frente a tantos falsos testimonios (Mt 26, 59ss); pedir al Padre que perdone a quienes lo están crucificando, mientras estos se le burlan (Lc 23, 34). Para Santo Tomás de Aquino, la pasión de Cristo sirve como guía y modelo para toda nuestra vida, y en la cruz encontramos ejemplo de todas las virtudes (Cfr 2ª lectura del Oficio del 28 de enero).
Pero la cruz de la gloria no es algo tan frecuente de escuchar. La resurrección es secreta, nocturna y escondida, acontece a partir de la región de los muertos (1ª Pe 3, 19), bien desde abajo, en lo profundo, sin pruebas, sin testigos. A los primeros cristianos los acusaron de ladrones (Mt 28, 13), y hasta los judíos más piadosos los tenían por borrachos (Hch 2, 13). Creer en la resurrección rompió el molde machista de los discípulos, pues era creer en cuentos de mujeres (Mc 16, 11). Vivir la resurrección en comunidad significa poner los bienes en común (Hch 2, 32.34), a eso que hoy llamaríamos comunismo. A Pablo, anunciar la resurrección le trajo insultos (Hch 13, 45), lo tomaron por charlatán (Hch 17, 18), fue denunciado, azotado y encarcelado (Hch 16, 16-24). Anunciar la resurrección es motivo de burlas (Hch 17, 32), arruina fortunas (Hch 19, 19), y exaspera los intereses de todo un sindicato (Hch 19, 24 ss).
Vivir en el Resucitado tiene su cruz cotidiana, es una alegría que integra el sufrimiento, como Jesús que dice “alégrense” mientras enseña sus llagas.
En el enfoque ignaciano, es la tercera manera de humildad (EE 167), donde la mayor configuración y semejanza con Cristo se encuentra compartiendo su pobreza y humillaciones: “por imitar y parecer más actualmente a Cristo, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre… oprobios con Cristo lleno de ellos… ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal…”.
Durante el mes de enero se realizo en Paraguay el ECSEJ (Encuentro del Cono Sur de Estudiantes Jesuitas) que reunió a estudiantes jesuitas de filosofía de las provincias de Brasil (4), Perú (2), Bolivia (2), Paraguay (1) y ARU (2). De nuestra provincia participamos Pablo Michel y Francisco Bettinelli. Durante el encuentro tuvimos variadas experiencias: un tiempo de integración, ocho días de Ejercicios Espirituales; visita a las distintas comunidades del país; recorrido por las reducciones jesuitas; un taller acerca de las misiones jesuitas y el pueblo guaraní dado por Bartomeu Meliá; diversos talleres enfocados en herramientas apostólicas y una semana de misión en San Ignacio, ciudad que fue fundada como reducción por San Roque González y donde ahora está el Noviciado. Además, tuvimos una breve pero muy linda salida fuera del país: cruzamos a Foz de Iguazú y visitamos las cataratas.
Quedamos muy agradecidos por el tiempo vivido.
Tuvimos la gracia, por un lado, de seguir conociendo de modo más amplio y profundo a la Compañía de Jesús con sus muy diversos matices. Valoramos tanto el tiempo compartido con compañeros jesuitas de otras provincias como el haber tenido la oportunidad de ver y gustar en profundidad la misión de la Compañía en Paraguay. Por otro lado, nos llevamos el regalo de haber sido recibidos con mucha generosidad por la gente. Ya sea en la misión, (donde tuvimos que incursionar en el guaraní) como en la visita a las parroquias y obras de la Provincia. Nos esperaron siempre con los brazos abiertos y el tereré ya dispuesto para empezar a ser compartido. Le agradecemos a Dios por tanto bien recibido.
Fe y Alegría inicio en el 2014 una nueva etapa en dos programas nacionales: Formación para el Trabajo y Cultura de Paz, en respuesta a los diagnósticos y demandas realizadas por las comunidades donde trabajamos, a lo largo de los últimos años.
Fue así como surgió la urgencia de responder a la preparación de nuestros beneficiarios para el mundo laboral, así como para, frente a un contexto de violencia generalizada, adquirir habilidades para la transformación personal y comunitaria en pos de una cultura de paz.
Creemos que para que se logre la transformación social en nuestro país, más concretamente en las comunidades con quienes trabajamos, necesitamos de capacidades personales y comunitarias que nos habiliten como ciudadanas/os protagonistas de Proyectos de Vida. Que toda mujer y todo hombre sienta y se crea capaz de generar procesos de dignificación a través de su Ser y Hacer cotidiano en cualquier ámbito que se encuentre.
Por eso, nos juntaremos a nivel nacional todos los equipos regionales, directivos , representantes pedagógicos del programa FpT (Formación para el trabajo), profesionales y/o responsables de CdP (Cultura de Paz) y miembros del equipos nacional, en Salta capital los días miércoles 18 y jueves 19.
Los objetivos del próximo encuentro:
Abordar la educación en competencias como paradigma en la formación integral de Fe y Alegría
Articular e integrar todos los programas y ámbitos de incidencia en Fe y Alegría para un mayor impacto de transformación en nuestros centros educativos.
Fortalecer los equipos: Directivos, de los programas FpT, CdP, Gestión y Relación con el Medio.
Temáticas por día:
Miércoles: Formación en Competencias a cargo de la Prof. Anahí Viviana Mastache y equipo.
Jueves: articulación e integración de Programas nacionales y organización Proceso 2015.
Una máxima ignaciana que define un idea, un deseo, una aspiración legítima del creyente. Amar a cercanos y lejanos. Con amor que recibe muchos nombres: amistad, pasión, compasión, respeto… Es verdad que no es fácil, y que en ocasiones resulta difícil querer a algunas personas. Y no por mala voluntad, sino porque las relaciones humanas son complejas. Pero también se aprende. A mirar con benevolencia. A comprender otras vidas. A desearles lo mejor. Y a trabajar por ello.
Ahí entra el servir. Servir es ponerse manos a la obra para tratar de dejar el mundo un poquito mejor de lo que lo conocemos. Servir es la disposición para ayudar, para atender, para sanar… Servir en lo cotidiano. En la familia, en el trabajo, en el descanso. Sirven las palabras y los gestos; los silencios y las miradas; sirve nuestro tiempo, si lo empleamos bien; y la risa que se contagia; las canciones que esponjan; los esfuerzos por levantar al que anda caído.
Sirve dar la vida cada día.
Ignacio de Loyola lo aprendió al mirar a Jesús. Al conocerle, amarle y seguirle.
Es un buen eslogan para esta época nuestra. Un poco contracorriente, y para muchos, difícil de entender. Pero es una buena disposición vital. Darse, a tiempo y a destiempo. Porque de egoístas va el mundo sobrado. Y así nos va. De modo que, aunque sea difícil y a veces cueste, ¿por qué no ser ambiciosos? Para amar y servir, en todo.
La provincia de Santa Fe dona $ 2 millones para la escuela de oficios de Alto Verde. Con este aporte, esperan completar el 90% de las obras. Las clases comienzan el 15 de marzo, en el SUM de la capilla de Los Milagros, hasta terminar la construcción a mediados de año.
La escuela de oficios Papa Francisco que la Fundación Manos Abiertas construye en la Manzana 7 de Alto Verde recibió el 2 de febrero una donación de 2 millones de pesos. El gobernador Antonio Bonfatti se comprometió a realizar el aporte en dos entregas: la primera será la semana próxima y la segunda después de mitad de año.
El aporte es equivalente a la construcción de dos aulas y un salón de usos múltiples, y permitirá a la institución completar un 90% de las obras proyectadas. Así lo dijo esta mañana el padre Leonardo Nardín SJ, rector del Colegio Inmaculada, quien estimó en $ 500.000 el monto restante para terminar las obras, que buscan gestionar mediante Manos Abiertas.
El Ministerio de Educación también se comprometió a subvencionar cargos y horas. Estos aportes se acordaron ayer, en la Casa Gris, donde la Fundación fue recibida por el gobernador, el vicegobernador, Jorge Henn, y el director del Servicio Provincial de Enseñanza Privada, Germán Falo.
Nardín agradeció “el respaldo por parte del gobierno provincial”. Y añadió que la construcción de la escuela “comenzó con fondos de la Fundación Manos Abiertas, logrando completar la estructura y el techo, pero ahora falta el resto de los trabajos”. También agregó que el objetivo del establecimiento es poder brindar capacitación a los vecinos de Alto Verde para lograr una mayor inserción laboral.
Comienzo de clases
En la Manzana 7 ya se evidencia el avance de obra. El predio de la comunidad jesuita donde se encuentra la Capilla Los Milagros ya se transforma en la escuela de oficios.
Los trabajos comenzaron en noviembre pasado, con la elevación del terreno a cota segura que se realizó con 800 metros cúbicos de tierra donados por la Municipalidad.
El terreno ya está sobre elevado, con cimientos abiertos. Ya está plantada una de las naves, donde se construirán tres aulas contiguas. Por estos días, Manos Abiertas también celebra que termina la batería de tres baños —para hombres, mujeres y discapacitados— junto al salón parroquial, “lo indispensable para comenzar las clases” explicó Alicia Helú, al frente de la institución.
La fecha de inicio es el 15 de marzo, y la cantidad de preinscriptos superó las expectativas de la Fundación: suman 57. Todos, mayores de 18 años que se formarán en dos cursos: albañilería y electricidad en inmuebles. La terminación Ayudante de cocina se dictará el año próximo, cuando terminen las obras, ya que requiere instalaciones idóneas.
“La sociedad responde, colabora con lo que puede y suma esfuerzos”, agregó Helú. En este sentido, anticipó que los fondos restantes para alcanzar la totalidad de la obra serán costeados por donaciones y eventos de Manos Abiertas: el principal será la maratón del 31 de mayo.
Al arrancar la Cuaresma, uno de los lugares recurrentes, de las referencias que una y otra vez aparecen en textos, reflexiones y miradas, es el ‘desierto’.
Desierto que forma parte de todas las vidas en algún momento.
Lugar de silencio, de búsqueda, de aridez desnuda. Desierto donde no hay distracciones que a uno le permitan evadirse constantemente. No te dé miedo adentrarte en sus arenas. De hecho, lo necesitas. Todos necesitamos ese espacio más vacío, donde las palabras sobran y las verdades se imponen. Desierto cotidiano, que uno puede vivir en medio de la ciudad, de sus rutinas. En medio de la vida y sus ritmos. Y allá, en esa soledad tan tuya. Donde no caben amigos ni enemigos, propios ni ajenos, en ese lugar donde estás solo tú, ahí, también, Dios.
Hoy quiero dedicar unas líneas a la gente buena. No me refiero a la buena gente, es decir, todos aquellos con quienes nos cruzamos cada día o tenemos algún encuentro casual y que hacen la vida más fácil con su amabilidad y su simpatía. De esta buena gente, gracias a Dios, no falta.
Hoy, sin embargo, quiero hacer un homenaje a la gente buena, es decir, a aquellos que, por su compromiso de vida, por sus gestos y sus detalles, por su manera de sentir, de mirar y de caminar por la vida apuntan a algo más sublime, quizá a algo que les sobrepasa a ellos mismos. Por ejemplo, aquel que renuncia a un puesto de trabajo que cualquiera quisiera para sí para dedicarse a algo más vocacional y que ayudará a más personas aun cobrando mucho menos; la que atraviesa medio mundo −literal−por acompañar los momentos importantes −bodas y funerales− de su gente cuando todo el mundo entendería que no viniera; el que abre las puertas de su casa para acoger a otro que se ha quedado en la calle y pasadas unas semanas no se le nota ni que está incómodo con su intimidad invadida ni que está haciendo un favor.
Gestos pequeños que dejan entrever un corazón grande. Detalles gratuitos que son impagables para quien los recibe. Muestras de bondad que apuntan más allá de la persona.
Y es que esta gente buena nos abre los ojos: Dios nos cuida a través de sus gestos desinteresados. Sólo queda agradecer y hacerse pequeño. Con estos detalles sencillos, una vez más, se derrumban nuestros cálculos de «esto te he entregado, esto espero recibir» y los desenfoques sobre nuestra figura en los que nos colocamos más arriba o más abajo del lugar que nos corresponde. Porque de esta gente buena recibimos algo inesperado e inmerecido y porque, reconozcámoslo, nos dan mil vueltas.
Sus nombres deberían estar escritos en una placa para ser recordados. Y si bien raras veces obtendrán un reconocimiento público, al menos sus nombres deberían estar bien grabados en un lugar donde podamos nosotros mirar de vez en cuando.
Porque la gente buena sostiene el mundo o, más modestamente, nos sostiene a nosotros.
Cada vez que nuestra fe tiemble, que nos sintamos solos, que desconfiemos del género humano o que comprobemos que es posible darnos un poquito más, deberíamos volver la vista a esos nombres para reconocer que Dios ya nos amó primero y que espera de nosotros que también nos entreguemos con bondad.
Vaya, pues, este homenaje agradecido a la gente buena al que, estoy seguro, muchos de los que lo han leído se querrán apuntar.
Los estudiantes de Teología que inician su tercer año en los CIFs de Belo Horizonte, Bogotá y Santiago estuvieron reunidos en el Centro Loyola de San Salvador (El Salvador) para la experiencia del Mes Arrupe. Un tiempo y un programa dedicados a considerar el ministerio sacerdotal, de cara a la Ordenación Diaconal y Presbiteral en un futuro cercano.
El grupo está formado por 24 escolares, de los cuales ocho proceden de Belo Horizonte, nueve de Bogotá y siete de Santiago. Su procedencia es muy variada: un mexicano, un guatemalteco, dos salvadoreños, cuatro colombianos, dos ecuatorianos, dos peruanos, un boliviano, tres chilenos, dos argentinos, tres brasileños, un polaco y dos estadounidenses.
La primera parte del programa son los Ejercicios Espirituales, individualmente acompañados a lo largo de nueve días. Las otras dos partes están dedicadas a talleres sobre el sacerdocio en la Compañía de Jesús, y la afectividad en la perspectiva del ministerio ordenado. Para ello contamos con la orientación de los PP. Johnny Veramendi (VEN) y Kevin Flaherty (CDT).
El Equipo de formadores, que acompañan los Ejercicios, está compuesto por los PP. Gonzalo Contreras (CHL Coordinador), Javier Osuna (COL), Adelson Dos Santos (BRA), Karmelo Egüen (CAM) y Juan Miguel Zaldua (VEN-CPAL).
La provincia centroamericana, en la persona de su provincial Rolando Alvarado, del socio Fidel Sancho, y del responsable del Centro Loyola Carlos Manuel Álvarez, nos ha brindado una excelente acogida y un sinfín de detalles y apoyo para la realización de esta experiencia.
Además el marco eclesial y jesuítico de San Salvador, que evoca las figuras señeras de Monseñor Romero y los seis compañeros jesuitas asesinados en la Universidad Centroamericana, es una referencia luminosa, muy acorde al sentido y objetivo del Mes Arrupe.
Como hace ya 6 años, se realizó el recreativo de verano en la obra de Manos Abiertas Entre Rios (Concordia), la escuela San Roque González.
Voluntarios deManos Abiertas Santa Fey miembros de la comunidad delColegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, viajaron hasta el barrio de Benito Legerén para brindarles a los alumnos de 1ro a 6to año del colegio unas «Clases Encubiertas» a mitad de sus vacaciones de verano que incluían Pileta, Aula (Matemática y Lengua), Inglés, Deportes, Computación, Plástica y Caminata (Sorpresa).
Por la tarde y de a 3 salieron a visitar cada una de las casas del barrio, otros realizaron la capacitación GIA a los alumnos de 5to año (Secundaria), también se realizó apoyo escolar a los chicos del hogar y por último juegos y actividades con los jóvenes-adolescentes del barrio.
Para los que no conocen, Benito Legerén es un barrio que está a unos 10 Km del centro de Concordia y que quedó muy marginado cuando se funde uno de los frigoríficos más grandes que tenía la Argentina en ese momento.
Nacido el 14 de noviembre de 1907 en Bilbao, en el seno de una familia acomodada, último de cinco hijos, su padre era arquitecto y su madre hija de un médico, ambos profundamente creyentes. Niño vivaz y estudiante extraordinario, como alumno de los Escolapios con once años entró en la Congregación Mariana, en cuya revista “Flores y Frutos” escribió en marzo 1923 un breve artículo sobre San Francisco Javier, Japón y las Misiones. No podía sospechar entonces el joven que quince años más tarde él mismo habría de seguir, como misionero, las huellas de Francisco en Japón.
Ese mismo año empezó los estudios de Medicina en Madrid; era un excelente estudiante. Amaba extraordinariamente la música, iba con frecuencia a la ópera y con su hermosa voz de barítono cantaría más tarde en ocasiones especiales, como misionero en Japón e incluso como Prepósito General.
Un compañero de estudios le invitó a hacerse miembro de las Conferencias de San Vicente y a visitar familias pobres en los suburbios de Madrid, experiencia que después describió del modo siguiente: “Aquello, lo confieso, fue un mundo nuevo para mí. Me encontré con el dolor terrible de la miseria y el abandono. Viudas cargadas de hijos, que pedían pan sin que nadie pudiera dárselo; enfermos que mendigaban la caridad de una medicina sin que ningún samaritano se la otorgase…”
En julio de 1926, durante sus prácticas con los enfermos, viajó a Lourdes, donde fue testigo de tres curaciones extraordinarias: una religiosa paralítica pudo volver a caminar al paso de la custodia; una mujer con cáncer de estómago en estado terminal, curada en tres días; un joven con parálisis infantil que saltó de su silla de ruedas en el momento de la bendición eucarística. Sobre ellos escribió: “Sentí a Dios tan cerca en sus milagros, que me arrastró violentamente detrás de Sí.” Impresionado por las experiencias de Lourdes, maduró su decisión de hacerse jesuita.
El 25 de enero de 1927 Pedro Arrupe entró en el noviciado de la provincia jesuítica de Castilla, en Loyola, e hizo sus primeros votos en diciembre de 1928. Durante los Ejercicios Espirituales de ocho días en su primer año de juniorado despertó en él la llamada misionera, por lo que tras consultar a su director espiritual escribió una carta al General de la Orden, Wladimiro Ledóchowski, con la petición de ser enviado a Japón. Sin embargo, sólo recibió una lacónica respuesta, que no decía nada sobre el futuro. Un año después escribió una nueva carta y recibió la misma contestación. Quedó el joven jesuita profundamente decepcionado, pero más tarde, ya General, diría que él habría reaccionado de la misma manera a una carta semejante de un joven jesuita.
En 1931, Arrupe comenzó sus estudios de Filosofía en el Colegio Máximo de Oña, Burgos. En 1932 el anticlericalismo republicano llevó a la expulsión de la Compañía de Jesús de España y los jóvenes jesuitas debieron continuar sus estudios en el destierro, en Marneffe (Bélgica). De 1933 a 1936 Pedro Arrupe estudió Teología en el Colegio de Valkenburg, en Holanda, con los jesuitas alemanes. El 30 de julio de 1936, fue ordenado sacerdote con otros 40 compañeros jesuitas de su provincia, pero ningún familiar suyo pudo estar presente en la ordenación, pues en España acababa de estallar la Guerra Civil. En 1936, inesperadamente, su provincial le envió a Estados Unidos a especializarse en ética de la medicina. De 1937 a 1938 hizo en Cleveland (Ohio) su tercera probación, y, por fin, el 7 de junio de 1938 recibió la tan deseada carta del General que le destinaba a Japón. Antes de partir para Japón pasó algunos meses de trabajo pastoral en una prisión de alta seguridad en Nueva York, donde en poco tiempo se ganó el corazón de los presos.
El 30 de septiembre de 1938, en Seattle, comenzó la travesía hacia Japón. Al llegar, experimentó no pocas dificultades: lengua extranjera, costumbres japonesas, comida japonesa, pero el joven misionero no se echó atrás, sino que siguiendo la tradición de los más venerables misioneros de la Compañía, se sumergió en la cultura japonesa y así se ejercitó en el tiro del arco, en la ceremonia del té, en la meditación Zen y en el arte de escribir japonés. Su primer destino fue de párroco en la ciudad de Yamaguchi, en la región de Chugoku sobre la isla de Honshu.
Poco antes de la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial, el 8 de noviembre de 1941, el P. Pedro, sospechoso de ser espía, fue encarcelado. Pasó semanas llenas de inseguridad y privaciones en una prisión militar hasta el 12 de enero de 1942: “Aprendí la ciencia del silencio, de la soledad, de la pobreza severa y austera, del diálogo interior con el huésped del alma -‘hospes animae’-, que nunca se me ha mostrado más ‘dulcis’”. Le conmovía profundamente que los feligreses de su parroquia en Nochebuena se arriesgasen a cantar un villancico de Navidad ante la celda de su cárcel.
En 1942, el P. Pedro fue nombrado maestro de novicios y pasó a Nagatsuka, cerca de Hiroshima. El 6 de agosto de 1945 fue testigo de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima: un relámpago, como un fogonazo de magnesio, cortó el cielo. 80.000 personas murieron en el acto; más de 100.000 quedaron heridas. El noviciado, distante siete kilómetros del centro de la ciudad, fue seriamente dañado, pero ninguno de los 35 novicios resultó herido. El P. Pedro fue a la capilla y pidió luz al Señor en aquella terrible oscuridad. Decidió convertir el noviciado en un improvisado hospital, retomando los conocimientos de sus interrumpidos estudios de medicina, y en condiciones de lo más primitivo y sin anestesia, tuvo que hacer operaciones muy complejas y limpiar heridas gravísimas. De los 150 pacientes que atendió durante meses, sólo dos murieron.
El 22 de marzo de 1954, fue nombrado Viceprovincial de la Viceprovincia de Japón, que en 1958 fue erigida Provincia independiente y entonces fue su primer Provincial. Poco a poco el número de jesuitas creció en Japón, de 126 en el año 1954 a 426 en el año 1961. El P. Pedro desarrolló una impresionante actividad, para algunos demasiado acelerada, por lo que el gobierno general de la Orden en Roma en 1964 nombró Visitador al holandés Padre George Kester, quien debía elaborar un informe sobre la provincia de Japón. Como General recién elegido, el P. Pedro se convertirá en el destinatario del informe.
De hecho, el 22 de mayo de 1965 Pedro Arrupe había sido elegido 28º General de la Compañía de Jesús, después del belga Johann Baptist Janssens (1889-1964), que había dirigido la Compañía desde 1942. En una ajustada elección, entre los cuatro candidatos salió elegido en la tercera ronda, prevaleció sobre el italiano Pablo Dezza, anterior rector de la Pontificia Universidad Gregoriana, que era el candidato del “ala conservadora”. Comenzó así un generalato que ha pasado a la Historia por su carácter polémico.
Con él se iniciaron en la Compañía los cambios para afrontar los tiempos azarosos y renovadores en los que entraba la sociedad humana y, muy especialmente, la Iglesia después del Concilio Vaticano II, cambios que para muchos no estaban en consonancia ni con la primigenia espiritualidad ignaciana ni con la propia tradición de la Iglesia. Por las decisiones tomadas durante su generalato tuvo que sufrir incomprensiones y contradicciones de todas partes, incluso, a veces, de las más altas instancias de la Iglesia. De hecho, sus detractores llegaron a decir de él que “un vasco (san Ignacio de Loyola) había fundado los Jesuitas y otro los iba a destruir”. Pero, se opine como se opine, lo cierto es que el P. Arrupe marcó unos derroteros hoy ya imborrables para la Compañía de Jesús, que no dejaron de influir también en otros sectores de la Iglesia.
Las consecuencias no se dejaron esperar. En 1965, al concluir el Vaticano II, había treinta y seis mil jesuitas. En 1975 la lenta captación de nuevos miembros y las renuncias al ministerio habían reducido la cantidad a veintinueve mil. Seguiría disminuyendo durante el resto de la década, y también en la de los ochenta, aunque en países como India se acelerase el reclutamiento. A pesar de ello, los jesuitas seguían constituyendo una influencia de primer orden entre muchas comunidades religiosas, tanto masculinas como femeninas. Históricamente habían desempeñado un papel protagonista, y tampoco faltaba quien considerase que la dirección que habían tomado desde el Vaticano II era el camino del futuro. A fin de cuentas había sido confirmada y refrendada con entusiasmo por la trigésima segunda congregación general de la Compañía, celebrada en 1974.
Pablo VI siguió especialmente de cerca y con preocupación la evolución de los acontecimientos en la Compañía de Jesús, y ello por diversas razones: por la importancia que tenía en la vida de la Iglesia universal y, también, por la condición que le correspondía de Superior supremo de la Compañía, derivada del vínculo particular que, desde su fundación, ligaba la Orden al Romano Pontífice. Dos preocupaciones primordiales inspiraron la actuación de Pablo VI: La salvaguarda de la integridad de la Formula Instituti -su constitución orgánica- y la fidelidad de la Compañía a sus fines propios. En una carta dirigida al P. Arrupe el 15 de febrero 1975, el Papa escribió: “No se puede introducir novedad alguna con respecto al cuarto voto. Como supremo tutor y garante de la Formula Instituti y como Pastor universal de la Iglesia, no podemos permitir que sufra la menor quiebra este punto, que constituye uno de los fundamentos de la Compañía de Jesús”.
El 11 de diciembre de 1978, el P. Arrupe tuvo su primera audiencia con Juan Pablo II para jurar obediencia al nuevo Papa en representación de la orden. Diez meses más tarde, en la asamblea de presidentes de la Conferencia Jesuita (que se reunían una vez al año para acometer un análisis internacional de la Compañía), Juan Pablo II se dirigió al grupo por invitación del P. Arrupe. El mensaje fue categórico, y sorprendió a los oyentes. El Papa dijo que el escaso tiempo de que disponían le impedía enumerar todo lo positivo que estaba haciendo la Compañía. No obstante, Juan Pablo II fue al grano: “Deseo deciros que habéis sido motivo de preocupación para mis predecesores, y que lo sois para el Papa que os habla”. Por si no bastara con tan rotundo desafío, el Papa envió al Prepósito unas palabras críticas destinadas a ser leídas al gobierno central de la Compañía por Juan Pablo I, cuya muerte lo había impedido, añadiendo que él estaba de acuerdo con todo.
Cuenta George Weigel en su biografía de Juan Pablo II que, en junio de 1979, el P. Arrupe empezó a mantener conversaciones confidenciales con los cuatro asistentes generales de la Compañía, sus asesores más directos, sobre la posibilidad de jubilarse. Les dijo que había sido elegido ad vitalitatem, no ad vitam (mientras tuviera vitalidad, no vida), y que sentía menguar sus energías. Seis meses después, el 3 de enero de 1980, volvió a entrevistarse con el Papa para organizar otra reunión, a la que acudió con sus asistentes generales con objeto de que estos expusieran sus ideas sobre el porvenir de la Compañía y averiguaran cómo encajaban en las metas del pontificado. El Papa estuvo de acuerdo, pero no se puso fecha a la reunión.
El P. Arrupe siguió pensando en la dimisión. En febrero de 1980 comunicó a sus cuatro asistentes generales que ya no tenía dudas sobre su decisión de dimitir. Durante la primera semana de marzo pidió a los asistentes un voto consultivo sobre su dimisión, alegando la edad como motivo de peso suficiente, el que exigían las constituciones jesuíticas. Después de una semana de reflexión oficial, los asistentes confirmaron que el Prepósito contaba con motivos suficientes para la dimisión. Su veredicto fue comunicado al general por el primer asistente, un estadounidense, el P. Vincent O’Keefe. Siguiendo el procedimiento establecido, se consultó a los ochenta y cinco provinciales jesuitas repartidos por todo el mundo, y el sí obtuvo una mayoría abrumadora.
Según las constituciones de la Compañía, el P. Arrupe tenía la obligación de convocar una congregación general, órgano legislativo supremo de la Compañía y único cuerpo con poder para aceptar o rechazar su dimisión, así se lo explicó a Juan Pablo II el 18 de abril de 1980, en audiencia privada. El Papa manifestó su sorpresa por el hecho de que el proceso de dimisión hubiera llegado tan lejos, y preguntó al P. Arrupe qué papel desempeñaba el Pontífice en todo ello, suponiendo que desempeñara alguno. El religioso le explicó que las constituciones de la Compañía no le atribuían ninguno, aunque la práctica consistiera en consultar al Papa cada vez que se hacían planes para una congregación general. A continuación, el Papa preguntó al Prepósito qué pensaba hacer si él se mostraba contrario a la dimisión. El P. Arrupe contestó que el Papa era su superior, con lo que Juan Pablo II dio fin a la audiencia diciendo que reflexionaría sobre el problema y que le escribiría una carta.
Dos semanas después, el 1 de mayo, el Pontífice pidió por carta al P. Arrupe que no dimitiera ni convocara una congregación general, por el bien de la Compañía y el de la Iglesia. Añadió que a su regreso de África entablarían un diálogo para resolver el problema. Los asistentes generales del General interpretaron que por fin conseguirían su reunión con el Papa, pero se demostró que no era ésa la idea de Juan Pablo II. Dicha reunión tuvo que esperar hasta el 17 de enero de 1981 y, en esta ocasión, no dio frutos.
Entretanto, la prensa italiana seguía especulando sobre las malas relaciones entre el Vaticano y la Compañía de Jesús. Los dos hombres volvieron a reunirse el 13 de abril de 1981. Juan Pablo II dijo al General que estaba preocupado por lo que pudiera hacer una congregación general sin el P. Arrupe como superior, pues la trigésima tercera congregación general propuesta se habría reunido para aceptar la dimisión de Arrupe, elegir a su sucesor -las apuestas favorecían al padre O’Keefe o al padre Jean Yves Calvez, el asistente general francés- y seguir con el tema que escogiese. Dijo el Papa que Pablo VI había acogido con gran preocupación los resultados de la XXXII congregación general, celebrada en 1974, y no cabe duda de que Juan Pablo II temía que una nueva congregación general post-P. Arrupe dificultara todavía más la situación. El religioso negó que la XXXII congregación general hubiera desafiado al papa Pablo VI, y más tarde escribió una larga carta a Juan Pablo para defender sus conclusiones. Al cierre de la entrevista, Juan Pablo II garantizó al P. Arrupe que seguirían hablando, pero un mes más tarde se produjo el atentado contra el Papa.
El 7 de agosto de 1981, de regreso de un viaje a Filipinas, el P. Arrupe sufrió un derrame en el Aeropuerto Internacional Leonardo da Vinci de Roma, y lo llevaron al hospital Salvator Mundi. Se le diagnosticó bloqueo de la arteria carótida con efectos sobre el hemisferio izquierdo del cerebro y el lado derecho del cuerpo. Los médicos convocaron a O’Keefe y los demás asistentes y les comunicaron que en su opinión médica el P. Arrupe no debería volver a ocupar ningún puesto de responsabilidad. Dijeron que el General estaba en condiciones de recibir al cardenal Casaroli. Éste, de camino al hospital, pasó por el generalato jesuita para recoger al padre O’Keefe. Mientras se dirigían al centro, O’Keefe hizo lo posible por que Casaroli le diera permiso para convocar una congregación general, ya que la Compañía no podía ser gobernada indefinidamente por un general vicario. Casaroli eludió contestar. Cuando llegaron al hospital, hizo que O’Keefe leyera al P. Arrupe una carta personal del Papa, en la que Juan Pablo II lamentaba lo ocurrido, señalaba que ambos estaban convalecientes y le transmitía sus mejores deseos. Al volver del hospital, O’Keefe siguió presionando a Casaroli, pidiéndole que escribiera al Papa y le comentara la necesidad de una congregación general.
Pero la decisión de Juan Pablo II no fue la que habían previsto el P. Arrupe o sus asistentes generales. El 6 de octubre el cardenal Casaroli llevó al enfermo Prepósito la carta en que se nombraba “delegado personal” del Papa al P. Dezza (a dos meses de cumplir ochenta años) para que dirigiera la Compañía hasta nuevo aviso, con el P. Giuseppe Pittau, antiguo rector de la Universidad Sophia de Tokio y provincial jesuita en Japón, como coadjutor o suplente. El gobierno regular de la Compañía de Jesús quedaba suspendido, y no se preveía la convocatoria inmediata de la trigésima tercera congregación general. Cuando durante la cuarta semana de octubre apareció la noticia en un periódico español y la prensa italiana se hizo eco, fue el mayor impacto relacionado con los jesuitas desde que en 1773 el papa Clemente XIV suprimiera la Compañía.
La intervención papal enfureció a quienes, satisfechos con la labor del P. Arrupe al frente de la Compañía, deseaban verla retomada por su sucesor. De todos modos, la afirmación de que todo nacía de un malentendido general sobre lo ocurrido en la trigésima segunda congregación general no resulta convincente. Los años posteriores al Concilio Vaticano II coincidían con una crisis en la vida de las órdenes religiosas, y si bien es posible que Juan Pablo II no considerara peores que otros a los jesuitas, sí creía que su influencia era tan grande que se imponía un período de reflexión. Dijo a los padres Dezza y Pittau que no habría intervenido de no haber tenido en muy alto concepto el carisma excepcional de la Compañía, y su capacidad de contribuir a una puesta en práctica real del Vaticano II.
Por fin, el 3 de septiembre de 1983, en la tan deseada XXXIII congregación general que, sin embargo, ahora tenía un aire completamente distinto al que se pensaba dos años atrás, el P. Arrupe presentó su renuncia al cargo ante todos los padres congregados y el padre Peter-Hans Kolvenbach fue elegido General de la Compañía.
Su primer gesto fue abrazar al P. Arrupe mientras le decía: “Ya no le llamaré a usted Padre General, pero le seguiré llamando ‘padre’ “.
Éste, después de casi diez años de dolorosa inactividad y de ofrenda física y psíquica por la Compañía, la Iglesia y la humanidad, el 5 de febrero de 1991 falleció en la casa generalicia de los jesuitas en Roma. A su funeral en la Iglesia del Gesù de Roma asistió una gran multitud.
Fuente: Jesuitasdeloyola.org y Radio Nacional España