A tres semanas del fallecimiento del P. José Luis Lazzarini SJ, compartimos una dedicatoria en agradecimiento por su vida sacerdotal, que ha enriquecido a tantas personas, tanto dentro como fuera de la Compañía de Jesús.
Por Emmanuel Sicre SJ
“Azulea el jacarandá
el cielo cuelga de las ramas en despojo.
¿Se ha descorrido el velo?”
Dicen que la noche antes de morir, Lucho se despidió con un “hasta mañana o hasta la eternidad”. Y sí, él tenía esas salidas ingeniosas de las que hay centenares en nuestra jerga jesuítica comunitaria. Esta, en particular, nos puede ayudar a conocer ese “entre” en el que le gustaba vivir. Me refiero a su amistad con el Misterio de la vida, del Reinado de Dios, de este estar, de alguna manera, aquí y allá simultáneamente.
Lucho fue maestro de muchas generaciones de jesuitas, religiosos/as y laicos/as, pero también fue maestro de muchas cosas de la vida espiritual, del compromiso social e intelectual con el que asumir la vida. Amante de las buenas conversaciones, se sentaba en la sala de comunidad del Colegio Máximo o del Salvador después del almuerzo o la cena y hacía que la gente se reuniera. Su presencia divertida, alegre y socarrona lograba despertar más de una sonrisa, o el interés por algo de la actualidad; también sumaba un comentario culto trayendo algún mito o poema, o el título de un libro o la referencia a cierto autor; a menudo, dejaba flotando en la atmósfera un pensamiento de esos que necesitan tiempo para procesarse. Lucho te exponía con su mirada al “entre”, ese que te evitaba ser arrastrado por un realismo sin salida para dejarte ante las puertas de una perspectiva nueva, abierta al Misterio.
En sus charlas, clases, homilías, puntos de Ejercicios o cursos hacía gala de sus dotes declamatorias, de su amor por el teatro, la música, la literatura, el arte, la historia, el humor y el buen decir. “Lazzarini no se repite”, decía jocosamente alardeando su creatividad inagotable. Fiel a una antropología tripartita propia de los Padres de la Iglesia, su método de meditación trascendental, te hacía siempre disponer el cuerpo, seguir por la mente -el mundo psíquico-, para dejarnos a las puertas de la libertad del espíritu. Todo al ritmo de la Palabra y las imágenes porque él decía que la oración ignaciana es como la piedad popular, bien encarnada, comprometida con lo sensible y la imaginación. Una vez en el Colegio del Salvador habló a los docentes sobre la esperanza logrando atraer a todos sin distinción por la lógica de su presentación, pero, por sobre todas las cosas, por el tono de su voz. Como dijo una maestra: “tiene una voz espiritualizada que no te suelta”. Era de esos oradores que provocan expectación, como si nunca se supiera qué viene después al dejarnos en el “entre” de eso que se expresó y lo que sigue, combinado con una metáfora o una sensación justa. Así lo rescató el Papa Francisco en su Evangelii Gaudium [157]: “Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen».” Ese “viejo maestro” era Lucho. ¡Lograba con una sola imagen decir tantas cosas! Tenía esa forma de acuñar frases, epítetos, relatos, comentarios que son imposibles de olvidar.
Su genio, su agudeza, la lucidez para descifrar personas y situaciones, la capacidad de leer más allá, el gusto por la lengua y las palabras, esa ironía fina -aunque no siempre- que llenaba de humor los momentos, su inmensa cultura hecha síntesis de humanidad entrelazada con lo de Dios, lo convertía en una persona a la que muchos les gustaba escuchar, compartir, dejarse confrontar. Era dueño, además, de una curiosidad siempre actualizada que le permitía hablar sabiendo lo que decía y callar con simpleza humilde cuando algo se le escapaba por su edad u otro motivo.
Lucho fue poseedor de una inteligencia intuitiva y de una sensibilidad tan amplia -y delicada- que lograba rescatar una imagen de la Divina Comedia de Dante o de las Ciudades invisibles de Calvino y hacerla cercana, gustosa, propia. Y, al mismo tiempo, extremar su capacidad contemplativa hasta los bordes de la vida con el recuerdo de la curiosidad de algún niño del barrio en Santa Rita, de un trabajador honesto que le había enseñado algo eterno, de alguna madre que le ubicó las ideas en la realidad concreta en medio de la pobreza. Lucho estaba “entre” la refinada cultura del humanista universal abierto al aprendizaje profundo de los grandes de toda la Historia y el cura de almas sencillo, comprensivo, risueño, amigo de los pobres y lleno de sabiduría para las cosas del corazón humano que lucha por salir adelante. Esto es algo de lo que se deja entrever en sus escritos.
En los relatos de su propia vida se le notaba cierta nostalgia de sus dedicaciones pasadas, las incomprensiones que sufrió en algunos destinos, los cuestionamientos a su forma amplia de ver las cosas, los reveses de la gente dura de corazón o de mente, los silencios en torno a determinadas circunstancias, la salud frágil por momentos; lo que siempre combinaba, al final, con algo que le enseñó haber atravesado por las situaciones de dolor al colocarlo en ese “entre” los bemoles de la vida y los anhelos del Dios al que le entregaba sus secretos. Se reía de sí mismo hablándose en tercera persona y se relativizaba buscando aceptarse como era.
En materia de vida espiritual, a medida que avanzaba en edad fue dedicándose cada vez más a la mistagogía, es decir, amante como era del Misterio, ayudaba a otras personas a amigarse con la búsqueda de eso inefable de la condición humana cuando Dios se nos acerca. Fue así que se convirtió en el referente espiritual de tanta gente que lo buscaba para conversar, para acompañarse, para confesarse. Sabía cómo desenredar la madeja enmarañada de sentimientos o juicios que se nos arman a veces y lograba ponernos al resguardo del gozo de sabernos en manos de Jesús y su Madre. Te dejaba siempre una puerta abierta para que miraras más allá de tu ombligo y dejaras que entrara la luz que venía del Misterio.
También hay que decir que muchos vivieron su exigencia, sus sarcasmos y sus ironías con cierto dolor, así como algunas de sus rigideces o vanidades de las que se lamentaba haber hecho padecer al final de su vida. Él mismo se sabía pecador y rescatado, y esto era lo que buscaba comunicar con su testimonio acerca del Dios siempre más allá de nuestra humanidad. Así miraba al país, la Iglesia y la Compañía de Jesús, “entre” las desilusiones de nuestra cortedad humana y la esperanza de lo que Dios sigue haciendo más allá de todo.
Con su prodigiosa memoria era capaz de reconstruir árboles genealógicos y entrelazarlos de manera admirable para concluir haciendo referencia a alguna anécdota graciosa o a un hecho histórico que terminaba asociando con algo o alguien concreto. Con esa misma memoria rescataba personajes literarios, recuerdos familiares de su Santa Fe natal, compañeros memorables o versos completos y los hacía funcionar en el discurso con la naturalidad de quien disfrutaba entre lo que tenía vivido y lo que tenía leído.
Lucho era un compañero capaz de amistad generosa con grandes y jóvenes, y en sus historias siempre hacía referencia o preguntaba por aquellas personas a las que les debía alguna idea, algún recuerdo, una frase, una lucha, una imagen, un autor o simplemente el afecto. Era capaz de relacionarse amigablemente y recordar a aquellos amigos/as que le forjaron el corazón con gratitud. Hace unos días atrás, ese corazón que falló y emprendió su regreso a las manos del Padre se debe haber ido tan lleno de nombres…
Lucho con su pascua, nos deja aquí para ir allá, y en su legado resucitado, además de extrañarlo, lo recordaremos allá, pero también aquí.
Emmanuel Sicre, SJ