“El problema de la Cuarta Revolución Industrial será, por encima de cualquier otra consideración, un problema moral, una cuestión ética, que habrá que resolver desde la lucidez, el diálogo, la política, la voluntad de construir un mundo más humano; es decir, más equitativo y sostenible.”
Por José Luis Fernández Fernández
El trabajo humano, desde el punto de vista antropológico y ético –cuando se lleva a efecto de manera plena, con sentido, y atento a la dimensión espiritual y trascendente del mismo- contribuye al desarrollo, a la autorrealización y al florecimiento personal, mediante el despliegue de las capacidades y potencias que la persona tiene y que necesitan, precisamente, de ocasiones para madurar. Por desgracia, con más frecuencia de la deseable, la manera en que se lleva a cabo la actividad laboral dificulta, cuando no impide a radice, esta potencialidad ínsita en el proceso de trabajo.
Esta tesis es reiterada en múltiples tradiciones. Por referirnos a dos que merece la pena tomar en consideración, cabe recordar, de una parte, cómo el joven Marx se enfrenta con el problema de la alienación, de la objetivación, del extrañamiento del trabajador. Es decir, con el asunto de lo que él denomina trabajo enajenado. Lo hace, entre otros pasajes, en los capítulos XXII y XXIII del primero de los Manuscritos económico-filosóficos. Allí, cuando aporta de manera expresa una definición –“¿En qué consiste la alienación del trabajo?”, leemos frases tan lúcidas como las siguientes: “Primeramente, en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que, en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu… El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de auto sacrificio, de ascetismo” (Karl Marx (1977). Manuscritos. Economía y Filosofía. Alianza Editorial: Madrid, pgs. 108-109).
En línea semejante, si bien, desde un punto de vista bien distinto al marxista, es necesario leer despacio la carta encíclica Laborem Exercens de Juan Pablo II (1981). La distinción que en dicha encíclica se lleva a efecto entre el trabajo subjetivo y el trabajo objetivo; así como la valiente apuesta por la primacía de la dimensión subjetiva sobre la objetiva, reafirma el aspecto personalista del trabajo y la dignidad del trabajo humano, convenientemente -éticamente, espiritualmente- llevado a cabo: “El trabajo es para el hombre; no el hombre para el trabajo” (parágrafo 6).
Por lo demás, es obvio que el trabajo humano, desde el punto de vista económico –como empleo remunerado mediante un salario-, constituye, de ordinario, para la mayoría de las personas, la principal fuente de acceso a la renta con la que atender a las necesidades de la vida, tanto a las más básicas –comer, vestir…- cuanto a otras más sofisticadas, en línea con la famosa pirámide de Maslow.
Ahora bien, trabajo, de una parte; y empleo remunerado, de otra, tienen puntos de tangencia, de contacto, de intersección… pero no abarcan realidades exactamente iguales. ¿Qué pasaría si, como es razonable pensar, cada vez haya más ingenios, más robots y procesos más complejos, ocupándose de lo que hasta ahora venían realizando los trabajadores, las personas, en las fábricas y oficinas?
No sabemos con certeza qué escenario acabará consolidándose. Unos dicen que el trabajo asalariado va a desaparecer; otros indican que va a transformarse. Hay quienes auguran una mayor división social entre los que van a tener trabajo y los que no lo van a volver a encontrar nunca.
Esta dicotomización, por lo demás, abre serios interrogantes morales, toda vez que incide, entre otras cosas, en el problema de la desigualdad social. Y, por supuesto, en el de la renta básica garantizada para todos los ciudadanos… por muy irrealista y quimérico que aparezca en estos momentos.
El asunto, de todas formas, no es nuevo. Lord Keynes lo abordó con lucidez en una conferencia pronunciada en Madrid, el año 1930, titulada “Las posibilidades económicas de nuestros nietos”. El lector interesado puede encontrar el texto en Internet. Yo, por mi parte, lo tengo en el volumen segundo de los Ensayos de persuasión, editados por Folio en Barcelona, en 1997. Entre las páginas 323 y 333.
Venía a decir, don John Maynard, lo siguiente: el desarrollo económico de la humanidad, a partir del siglo XVI, al menos en Europa y los Estados Unidos ha sido extraordinario: ¿Y cuál fue el resultado? Pese a que, como reconocía, en el momento en que escribía estaba la economía inmersa en una gravísima depresión, sin embargo, su optimismo era palmario: superada lo que él consideraba una fase temporal de desajuste, todo esto está hablando a las claras de que a plazo largo, la humanidad está a punto de resolver el problema económico.
A partir de este punto, una vez enunciada tan optimista afirmación, empieza a realizar suposiciones: “Supongamos, en aras del razonamiento, que dentro de cien años estuviéramos, en promedio, ocho veces mejor, en sentido económico, que hoy” (p. 328). Faltan escasamente doce años para que se cumpla la fecha que Keynes barajaba; y, ciertamente, no se cumplieron los supuestos de los que partía, cuando decía que, “suponiendo que no se produzcan guerras importantes ni grandes incrementos de la población, el problema económico puede resolverse o por lo menos tener perspectivas de solución dentro de cien años. Esto significa que el problema económico no es -si miramos hacia el futuro- el problema permanente del género humano” .
La Segunda Guerra Mundial y el rosario de otras igualmente cruentas guerras, de una parte; y el incremento de personas sobre el planeta, la explosión demográfica conocida de entonces a acá, no dieron la razón a los supuestos keynesianos… Y, sin embargo, es muy probable que tenga razón en la conclusión que extraía, respecto a que el problema económico no es EL problema; sino que, una vez resuelto –y la Cuarta Revolución Industrial, con los Big Data, la Analytics, el Internet of Things, la Industria conectada y la Smart Factory, puede avanzar mucho en esa dirección-, se nos plantea otro más básico: el de identificar el verdadero objeto de la vida humana.
La formulación de Keynes resulta visionaria: “Hemos sido expresamente desarrollados por la naturaleza -con todos nuestros impulsos y nuestros instintos más profundos- con el fin de resolver el problema económico. Si este problema se resolviera de pronto, la humanidad se vería privada de su finalidad tradicional”. Aparecerá entonces a las claras el verdadero, real y permanente problema que el hombre -la humanidad- debe resolver; y que, en definitiva es un problema ético: “cómo ocupar el ocio que la ciencia y el interés compuesto le habrán ganado, para vivir sabia y agradablemente bien”.
Este problema de acertar a emplear como es debido el tiempo libre era una de las tres cosas más difíciles de la vida -al decir de Quilón Lacedemonio, o Quilón de Esparta: uno de los Siete Sabios de Grecia. Las otra dos, eran respectivamente: la de saber guardar un secreto, de una parte; y la de desarrollar el temple adecuado como para poder sufrir un agravio con torería.
Por lo demás, incluso resuelto el problema económico, trabajo lo hay siempre y siempre lo habrá, al menos mientras haya personas viviendo sobre la Tierra. Todo ser humano trabaja y, trabajando se desarrolla física y espiritualmente. La parte del Orare, sobre todo, a partir de la Modernidad, ha ido muy en paralelo –cuando, como decíamos, no se producía la desvirtuación, mediante un trabajo enajenado- con la actividad laboral. Ahora bien, el escenario de la Cuarta Revolución Industrial modificará muy sustancialmente la circunstancia y habrá que ver cómo se actúa en consecuencia.
Apuntemos una nueva perspectiva y señalemos cómo el trabajo humano, desde el punto de vista social, representa –al menos, durante los años de vida activa- junto a otras instituciones en las que no procede detenerse ahora –los partidos políticos, las asociaciones, etc.- una de las formas más directas de participación en la dinámica societaria, a través de la realidad organizativo-empresarial.
Ahora bien: Las circunstancias derivadas de la Cuarta Revolución Industrial modificarán seriamente las posibilidades de obtener empleos remunerados; al menos en los yacimientos tradicionales. Por otra parte, la sostenibilidad social, se verá seriamente comprometida, a resultas del aumento de personas y del envejecimiento de la población.
Ello exigirá múltiples providencias: empresariales, unas –crear oportunidades desde la innovación social-; y políticas, otras. Tales serían, por ejemplo, llevar a cabo los esfuerzos necesarios para ajustar de manera eficiente la oferta con la demanda de empleos en un mercado de trabajo nuevo. Naturalmente, los alcances estratégicos y educativos, en este aspecto, resultarán relevantes en extremo. Habrá que llevar a término, como indicaba unos párrafos más arriba, los ajustes sociales que sean precisos, al objeto de facilitar el acceso a la renta a quienes no dispongan de un empleo remunerado, a partir del cual obtener los recursos económicos para llevar una vida digna.
Por lo demás, merece la pena retener la fina ironía de Keynes, cuando, abogando por la conveniencia de preocuparnos por “otras cuestiones de mayor significado y permanencia”, deseaba que la ciencia económica ocupara el lugar que le corresponde; a saber: “una cuestión reservada a los especialistas, como la odontología. ¡Sería estupendo que los economistas lograran que se les considerara como personas modestas y competentes como los odontólogos!” (p. 333).
El problema de la Cuarta Revolución Industrial será, por encima de cualquier otra consideración, un problema moral, una cuestión ética, que habrá que resolver desde la lucidez, el diálogo, la política, la voluntad de construir un mundo más humano; es decir, más equitativo y sostenible.
Fuente: Entre Paréntesis