Charles de Foucauld, siete palabras para el hombre de hoy
El beato Carlos de Foucauld recibió el colosal encargo de recuperar la milenaria tradición de sabiduría de los padres del desierto y de actualizarla. En ocasión de su próxima canonización, compartimos este artículo de Pablo D’ors que escribiera al cumplirse el centenario de su muerte en 2016.
En esta tesis propone siete palabras que ilustran y reflejan más logradamente el aporte de aquel a quien hoy llamamos hermano universal.
Búsqueda
La vida de este hombre fue totalmente insólita. Foucauld no se parece a nadie. Decía de sí, según las épocas, que quería ser monje o ermitaño, pero lo cierto es que viajó muchísimo, que se asentó en distintos sitios, que fue un peregrino estructural. Este cambio de horizonte, geográfico pero sobre todo existencial, esta metamorfosis constante que le llevó a ser hoy explorador disfrazado de judío y mañana autor de un diccionario tuareg, hoy soldado del Ejército francés y mañana jardinero de unas monjas en Nazaret, pone a las claras su continua búsqueda. Foucauld, como Gandhi o Simone Weil en otros órdenes, hizo de su vida un auténtico y continuo experimento.
Conciencia
Se pasó la vida escrutando su conciencia, entrando en las motivaciones de sus actos, examinando cada detalle minuciosamente, como aprendió de san Ignacio, proyectando sueños con que dar cuerpo a una intuición, mirándose en el espejo de Jesucristo, su Bienamado, estudiando lo más conveniente, reprochándose sus faltas, agradeciendo los dones recibidos… Foucauld, que fue un soldado en su juventud, no dejó de serlo en el fondo en su madurez. No solo era un enamorado, sino un estratega: alguien que planifica su entrega: que refuerza los flancos más endebles, que diseña planes para dar fecundidad a su ingobernable amor. Pasó muchísimos días y horas en la más estricta soledad y en el más riguroso silencio. Y en ese caldo de cultivo, aprendió a escuchar. Y obedeció a la voz que escuchaba y, más que eso, hizo de esa escucha y de esa obediencia un estilo de vida: siempre escuchando y obedeciendo, siempre tras la aventura de ser uno mismo. Siempre entendiendo que él era la mejor palabra, acaso la única, que Dios le había concedido.
Desierto
Foucauld se convirtió en África del Norte, admirándose de la extraordinaria religiosidad de los musulmanes. Entendió el desierto primeramente en clave metafórica, de ahí que buscara ser monje al principio en Ardèche y luego en Akbés y hasta en Tierra Santa; pero pronto volvió al desierto del Sahara, el de su juventud, a su amado Marruecos y a su deseada Argelia. Y allí era donde el destino y la providencia le esperaban. Quizá porque pocos parajes de la tierra, al estar tan desolados, pueden evocar y remitir con tanta fuerza al mundo interior. Foucauld es un recordatorio permanente de cómo sin desierto y purificación no hay camino espiritual.
Adoración
En medio de ese desierto, Foucauld adora. Esta es una palabra que hoy nos resulta extraña, pero adoración significa, simple y llanamente, que el hombre no se realiza por la vía del ego, sino saliendo del propio micromundo y superando esa tendencia tan nefasta como generalizada a la apropiación y autoafirmación. Adoración quiere decir tan solo dejar de vivir desde el pequeño yo para dar paso al yo profundo, donde mora el huésped divino. Lo sepan o no, todos los que buscan al misterio por medio de la meditación, tienen –tenemos– en Charles de Foucauld a un maestro insigne. Amó mucho porque calló mucho. Hablamos de él porque se vació de sí.
Nombre
«Te quiero, te adoro, quiero darlo todo por ti, cuánto me amas, cuánto te amo, te doy las gracias, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, te alabo, mi Bienamado…». Pocos hombres en la historia como Foucauld han dejado un testimonio escrito tan elocuente de su apasionado amor por Jesús de Nazaret. El nombre de Jesús, como un incansable mantra, acompañó a Foucauld durante casi todos los minutos de su vida. Era un loco de amor, un apasionado de ese nombre, alguien que dejó que el nombre, y la persona a quien evoca, le poseyeran. Esto significa que la soledad en que Foucauld vivió era acompañada, por dura que en algunas ocasiones le pudiera resultar. Que su silencio era sonoro, por doloroso que se le pudiera hacer muchas veces. Solo hay una palabra que explica la increíble peripecia humana de Foucauld: Jesús.
Corazón
El nombre de Jesús fue arraigando en su conciencia y en su corazón, de modo que ambas, unidas al fin en lo que podríamos llamar el corazón consciente, eran el lugar en que esa Presencia moraba. Foucauld fue, desde luego, un sentimental. Aunque su llamada era a la oración contemplativa y silenciosa, nunca abandonó la oración afectiva, alimentada por palabras e imágenes que le inflamaban. Practicó lo que los hesicastas llaman la guardia del corazón: sentir la vida, oculta y frágil, en cada palpitación; sentir la Vida con mayúsculas en esa vida nuestra, tan limitada como intensa, tan humana y tan divina.
Fracaso
Al término de su vida, poco antes de ser asesinado, Foucauld se encuentra con las manos felizmente vacías. Podría decirse que a lo largo de su existencia cosechó un fracaso tras otro: fue el último de su promoción en el Ejército, del que estuvo a punto de ser expulsado repetidas veces por sus escándalos e indisciplina. Fracasó también como patriota y abortó su vocación de explorador, echando a perder una brillante carrera profesional. Monje fallido de la trapa de Heikh. Fallido también su quimérico proyecto de adquirir el monte de las Bienaventuranzas para instalarse allí como ermitaño. Ni una sola conversión tras años de apostolado. Ni un solo seguidor tras haber redactado tantos borradores de una regla para sus proyectados ermitaños. Ignorado por la administración civil y por la eclesiástica, ni un esclavo redimido, ni un compañero para su misión… Foucauld es uno de los mejores iconos del fracaso. Porque prefirió los últimos puestos a los primeros, la vida oculta a la pública, la humillación al encumbramiento. Por todo ello, Foucauld es esa imagen en la que pueden reconocerse todos los fracasados de la historia. Y por todo ello veo a menudo a las gentes del mundo caminando en una dirección y a Foucauld en la contraria. Pero no es el único; hay otros con él, solitarios todos, todos locos. Y el primero de esa fila es el propio Jesucristo, el más loco de todos.
Pablo d’Ors
Fuente: alfayomega.es
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