¿Cómo Tomar la Biblia para Acercarse al Dios Vivo?
‘¿Cómo contribuyen la lectura y las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, en una elaboración teológica integral (viva)?’ Compartimos una reflexión de Emmanuel Sicre SJ
Por Emmanuel Sicre, SJ
“Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido”.
1Cor 2,10-12
Si asumimos con realismo que “la Escritura debe ser el alma de la teología» (Dei Verbum, 24), hay que preguntarse, entonces, ¿qué es para nosotros la Escritura? De modo tal que se pueda responder luego a la pregunta por el tipo de teología –búsqueda de Dios- que se deriva como consecuencia. En este sentido, se hace necesario plantearse la relación que establecemos en el acto de recepción del texto. Es decir, ¿cómo leemos/oímos (recibimos) la Escritura? Entonces, estos tres pilares son esenciales si se quiere profundizar en el significado profundo de la Escritura: el texto sagrado y su mundo, el creyente que interactúa con él, y lo que provoca el encuentro de ambos.
Por el contrario, evadir la responsabilidad de tomar en serio preguntas como estas deviene en situaciones lamentables. En efecto, si la Escritura es concebida como una “pieza de museo” dará una “teología de anaquel”. Si es asumida como “libro incuestionable” derivará en una “teología fundamentalista”. Si es un “libro de historia” provocará una “sociología de la religión”. Si resulta un “libro de recetas morales” dará una “teología de manual”. Si es una obra de “literatura fantástica” generará una “teología ficción”. El listado podría continuar. Pero, en definitiva, si la Escritura es tomada como un “libro muerto” solo habrá razones para una “teología muerta”[1].
Sin embargo, podríamos invertir la cuestión y preguntarnos: ¿Cómo deberíamos concebir la Escritura si queremos elaborar una teología viva? Es decir, ¿qué clase de lectura deberíamos hacer del Antiguo y del Nuevo Testamento para que la teología no se nos desgrane en mil especificidades inconexas que pierden su relación vital con el hombre? ¿No será acaso necesario hacer una teología del Dios vivo –parafraseando a Ireneo- para que el hombre viva?
En primer lugar, debemos comprender que la Escritura es Palabra de Dios revelada a los hombres. Asentarse en el binomio revelación-fe implica, por ende, asumir el texto bíblico en su conjunto como una comunicación incompleta de Dios al hombre hasta que lo veamos cara a cara (Cf. 1Cor 13). Y de la misma manera en que dicha dinámica de la revelación se debe comprender históricamente en su integralidad, no debe ser de otra forma la inteligencia que tengamos del hombre porque, justamente, la Palabra se hizo hombre. Entonces, para aproximarnos a la Palabra de Dios, hay que asomarse al misterio del hombre. Y lograr una teología viva que integre las distintas dimensiones de la existencia humana.
Esto nos lleva, en segundo lugar, a la necesidad de afirmarnos en una antropología que contemple al hombre todo en sus vínculos consigo mismo y con el mundo, con la cultura, la sociedad que constituye con otros seres humanos a través de sus acciones, y con la espaciotemporalidad que le brinda una existencia concreta en un lugar y en un tiempo también concretos de la historia de todos los hombres. Toda esta realidad amalgamada que es el hombre está en relación con Dios que comparte esta suerte al abajarse y ser uno más.
A su vez, en tercer lugar, si no se prescinde de esta complejidad que es el ser humano en relación con Dios, se podrá caer en la cuenta de que el texto de la Palabra revelada comporta también, no sólo al hombre, sino al misterio de Dios encarnado en la historia. Por eso, el Texto Sagrado será realmente tal si le concedemos a los hombres que nos lo transmitieron comprenderlos en su contexto histórico de producción. Es decir, en su vivencia personal y social de la Palabra viva.
Por lo tanto, la aproximación a la Escritura que lleve a una teología viva es la lectura viva (orante/integrante) de la Escritura. Esto significa, entonces, discernir en las palabras humanas la Palabra de Dios dicha encarnadamente. A su vez, no habrá teología viva si no se logra hacer el ejercicio de tránsito que lleve de un mundo (la cultura mediterránea del siglo I d.C., por ejemplo) a otro (la cultura latinoamericana del siglo XXI) en la pesquisa del Espíritu de la Palabra.
Conduce esto, por otra parte, al hecho de que la pluralidad de contextos antiguos en relación con la multiplicidad de contextos actuales no dará una teología, sino lo que siempre hubo desde el origen: teologías. Es decir, modos imperfectos de buscar comprender el misterio de Dios. En efecto, la pretensión de una teología de discurso único fantasea con la posibilidad de una única lectura, un único autor, una única experiencia, un único receptor, un único mundo, etc., inexistentes salvo por la fuerza y la violencia.
Finalmente, cabe preguntarse, ¿qué será lo que reúna la multiplicidad de lecturas en un horizonte de interpretación posible, coherente y vitalmente fiel a la Escritura? A lo que cabe responder: la acción del Espíritu. Pero, ¿cómo identificar en el corazón del creyente la dirección en la que el Espíritu lleva a buen puerto las hermenéuticas de la Palabra?
Para la cosmovisión cristiana el único norte es el de la Palabra encarnada en el mundo que asume en la persona de Cristo toda su plenitud. Por ello, para seguir la dirección del Espíritu de la Palabra hay que contemplar con los ojos abiertos sus acciones y mensajes que, leídos desde su propio contexto, darán un zumo de comprensión, una norma proporcional de interpretación a discernir, que iluminará nuestro contexto. ¿Para qué? para que el Espíritu, encarnándose nuevamente, pueda ser percibido por sus efectos en toda la creación y en la vida de cada hombre que lo anhela (Cf. Rm 8, 22-23).
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