La cruz del pesebre
Reflexión por Agustín Rivarola SJ
Llama la atención que, en medio de la contemplación del pesebre, Ignacio nos remite al desenlace del recién nacido: “mirar y considerar lo que hacen, así como el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza y, al cabo de tantos trabajos de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por mi…” (EE 116). Desde este realismo histórico de la navidad, Ignacio está uniendo los misterios de la vida y la muerte. El niño, hombre verdadero y Dios verdadero, integra en su carne estas dos realidades de vida y muerte, aparentemente tan opuestas.
Podemos tomar el pesebre como un símbolo de integración, como un icono donde convergen no solo la vida y la muerte, sino también lo masculino y femenino, el cielo y la tierra, los sabios y los pobres.
Tomemos la imagen típica del pesebre que tenemos en nuestras retinas: junto al niño recién nacido están María y José, lo femenino y lo masculino unidos para la transmisión de la vida. El cielo y la tierra están prefigurados en la estrella de Belén, junto con algunos ángeles que suelen ubicarse en el dintel del establo, y en la naturaleza animal de la vaca, el burro y las ovejas. Un paso más distante de María y José, aparecen los pastores y los magos, que hoy serían las personas en situación de calle (los pastores no tenían techo) y los hombres de ciencia que llegan a la verdad estudiando el movimiento de los cielos.
La cruz del pesebre es un símbolo de la integración que trae Jesús, donde un niño es capaz de reconciliar el cielo y la tierra, los pobres y los sabios, el varón con la mujer. Es ese Dios hecho hombre, tan hombre como cualquier bebé que hace caca y por eso necesita pañales, mostrando así que toda integración comienza por reconocer nuestra humanidad más humana, esa que necesita pañales.
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