Los jesuitas, a disposición del papa
Desde su fundación, los jesuitas se han puesto al servicio del Papa, ofreciendo sus servicios para la misión universal de la Iglesia. Esta característica definitoria, arraigada en la visión de San Ignacio de Loyola, no es solo un ideal espiritual, sino un compromiso concreto. Es una tradición de disponibilidad y obediencia que se ha mantenido ininterrumpidamente a lo largo de los siglos y sigue siendo un sello distintivo de la identidad jesuita.
La Compañía de Jesús nació en 1540, en mitad de la gran crisis religiosa del siglo XVI. Era también el final de una serie de papas del Renacimiento, más caracterizados por sus actividades políticas, incluso mundanas (Alejandro VI, Julio II, León X…), que por su liderazgo espiritual, aunque los últimos ya se tomaron en serio la necesaria reforma de la Iglesia (Paulo III, Julio III, Pío V…).
A pesar de esa diversidad, no siempre edificante, Ignacio de Loyola y los primeros compañeros vincularon la orden naciente con un voto de obediencia al papa, según acordaron en las deliberaciones de 1539: convenía más que el vicario de Cristo “disponga de nosotros y nos envíe a donde más juzgare que podemos fructificar”, pues, según Pedro Fabro,“conoce mejor lo que conviene al universal cristianismo”. Este es el origen del cuarto voto (algo similar tienen otras congregaciones religiosas) propio de los jesuitas, su “identidad”, que se añade a los tres votos de la vida religiosa de pobreza, castidad y obediencia. No significa que los jesuitas deban obedecer al papa más que ningún católico, sino que, por voto, los jesuitas se ponen a disposición del papa para desarrollar las misiones que les encomiende.
Una de estas “misiones”, otorgada por Paulo III a petición del rey João III de Portugal, fue evangelizar las Indias Orientales, para lo que fueron destinados el portugués Simão Rodrigues y el español Nicolás de Bobadilla, pero quien acabó yendo fue san Francisco Javier, antes, incluso, de la fundación canónica de la Compañía. John O’Malley afirma que fueron san Ignacio y los primeros jesuitas quienes cambiaron la semántica del término “misión”, partiendo del “envío [por el papa]” para acabar refiriéndose a trabajos apostólicos entre no cristianos, como consecuencia de ese envío.
Especial uso de la disponibilidad de los jesuitas hicieron los papas del siglo XVI: En varias ocasiones Paulo III mandó a jesuitas como enviados pontificios (Irlanda), predicadores, profesores (Sapienza), reformadores o misioneros. Julio III les encomendó el colegio Germánico, envió a Diego Laínez y Jerónimo Nadal a las negociaciones con los protestantes alemanes; a Laínez y Nicolás Salmerón, como teólogos al Concilio de Trento; a otros jesuitas a Córcega y Piacenza, así como a Etiopía. Paulo IV los encaminó a Polonia y Bruselas; Pío IV a Irlanda y Escocia. Pío V pidió a los jesuitas que fuesen los confesores (penitenciarios) de la basílica de San Pedro (1569), y nombró a un jesuita como nuncio en Escocia. Gregorio XIII fundó el Colegio Romano (después Universidad Gregoriana); envió jesuitas a Constantinopla, Líbano, Suecia, Escocia y Escandinavia. Probablemente la última misión pontificia personal antes de la supresión de la Compañía (1773) fue la designación por Benedicto XIV del P. M. de Azevedo como consultor de la congregación de ritos, en 1748, que desde entonces incluiría siempre un jesuita.
Después de la restauración de la Compañía (1814) encontramos misiones pontificias, pero que incumben a instituciones, no tanto a personas concretas: Colegio Urbano (Roma) 1836; Civiltà Cattolica, 1866; Seminario regional Leoniano (Anagni), 1897; Pontificio Instituto Bíblico (Roma), 1909 y Colegio en Manila, devuelto a la Compañía en 1910; Pontificio Instituto Oriental (Roma), 1922; Colegios en Roma: Ruso (1929), Maronita (1931), Brasileño (1934); Parroquias en Roma, como San Saba (1931); un penitenciario menor permanente en la basílica de San Pedro (1931); Observatorio Castel Gandolfo (1935), etc.
Uno de los últimos encargos fue el de Pablo VI a la Congregación General 31, invitando a la Compañía a centrar sus energías apostólicas en la lucha contra el ateísmo, misión secundada por la propia congregación y por el general recién elegido P. Pedro Arrupe.
A lo largo de su historia, los papas han contado con la Compañía de Jesús para encomendarle determinadas misiones. Este cuarto voto de obediencia al papa circa missiones, aunque no agota la disponibilidad y servicio de los jesuitas a la Santa Sede, sigue siendo la parte más nuclear de su ADN, en el pasado, presente, y futuro.
Por Wenceslao Soto Artuñedo, SJ | Archivum Romam Societatis Iesu (ARSI)@jesuits.global
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