Moussa y la realidad de los refugiados africanos
Por Francisco Cáceres SJ
Hace algunas semanas conocí a Moussa, un senegalés que llegó a tierras argentinas hace varios años. Me recibió en su casa un sábado a mediodía, y mientras compartíamos un mate fue contándome su historia. Vino desde Senegal como polizón viajando por meses en barco, sin tener mucha idea hacia dónde iba, y pasando por varios puertos del mundo. Durante el trayecto fue descubierto y encerrado en un cuarto oscuro sin agua y sin comida. Con astucia logró desarmar la puerta donde estaba aprisionado y bajarse del barco. A los días descubrió que estaba en Argentina.
El relato de Moussa es emocionante y casi increíble. Los detalles de su historia me ponen los pelos de punta. Por muy inédito que parezca, es la realidad de muchos africanos que viajan semanas enteras en las mismas o peores condiciones. El polizón es quien aborda una embarcación de manera ilegal y viaja escondido. La mitad logra llegar a tierra firme y pedir asilo como refugiados. El resto muere ahogado en los océanos, porque una vez descubiertos, son lanzados al mar sin ningún escrúpulo. La tripulación de la mayoría de los barcos tiene la categórica instrucción de lanzarlos al agua y quedarse callados. Así evitan que el barco sea registrado y que no esté más del tiempo estimado en el puerto de destino. También se aseguran de no correr el riesgo de ser acusados de trata de personas, asuntos que significan pérdidas millonarias. Lo peor es que muchos de los que viajan son niños. Niños que transitan solos cruzando los mares del mundo.
Argentina es el país con más migrantes en Latinoamérica. Cinco de cada cien personas son migrantes internacionales y refugiados. A pesar de eso, cada año unas catorce mil personas son rechazadas en los puestos de frontera de este país. Son deportadas a sus países de origen, por ser considerados turistas falsos o porque no califican en el sistema. Información que se esconde para favorecer la “acogedora ley migratoria argentina”. De hecho, existen misiones humanitarias de varios países del mundo que viajan hasta los campos de refugiados, seleccionan a los perfiles que les interesan y se los llevan a sus países. Así cumplen con dar asilo a los africanos que buscan una mejor vida. Es un doble discurso. Por un lado, se alaba que un gobierno acoja a los refugiados, pero del otro lado ¿qué intereses hay detrás de escoger sólo a los mejores? No está en el horizonte de ningún país desarrollado solucionar el tema de los millones de refugiados en el mundo. Por eso prefieren recibir a unos pocos para tranquilizar sus conciencias y no profundizar en la problemática.
Lo cierto es que la realidad de los refugiados africanos es una historia doliente en cualquier parte del mundo. Lo es también en Argentina. Muchos de ellos, como Moussa, se vieron obligados a hundir su pasaporte en el mar e inventar una historia para ser recibidos como refugiados. Es la única opción que tuvieron. Lo hicieron como una forma de resistencia a un sistema perverso. Un sistema que los obligó a renunciar a su propia historia.
Como sociedad seguimos encerrando en un cuarto oscuro a los africanos. Los hemos catalogado de delincuentes y puesto bajo sospecha. Y es que su color de piel se ha transformado en un peligro para nuestra sociedad blanca. El desconocimiento de su situación nos ha llevado a generar relatos que no corresponden a su realidad. Y como no nos hemos aventurado a ir más allá y preguntarles quiénes son y de dónde vienen, hemos ignorado su enorme riqueza, creando barreras que nos separan de sus verdaderas historias.
Mientras tanto, Moussa sigue reconstruyendo su vida. Tiene hijos y ha podido formar una familia estable. Siempre le gustó hacer artesanías y durante muchos años esa fue su fuente de ingresos económicos. Con lo que ganaba pudo terminar de arreglar la casa donde vive hoy. Lamentablemente, el negocio de las artesanías ya no es rentable y tiene que trabajar cargando cajones de fruta en la feria. A pesar de todo, sigue luchando. Sigue diciéndole sí a la nueva vida que descubrió.
Si somos capaces de entrar en ese cuarto oscuro y darle voz a los relatos que hemos silenciado, quizás descubramos algo de nuestra propia historia. Esa que comenzó en África hace miles de años. Si seguimos mirándonos el ombligo, corremos el peligro de quedarnos con las historias únicas, esas que tienen finales cerrados. Si, en cambio, miramos a los ojos a los demás descubriremos historias de lucha y dignidad, de compasión y solidaridad, historias llenas de humanidad que al fin y al cabo tienen finales siempre abiertos, como el de Moussa.
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