Pasión de Cristo, confórtame
La Real Academia Española de la Lengua define el verbo «confortar» de la siguiente manera: «animar, alentar, consolar a una persona afligida».
A mi hermana, que tiene 25 años, le diagnosticaron esclerosis múltiple hace dos meses. Empezó a ver borroso por el ojo izquierdo. Los médicos le dijeron que sería estrés, quizá algo de cansancio. Pero lo que parecía un síntoma inocente e inofensivo acabó convirtiéndose en el motivo de un montón de pruebas que acabarían concluyendo una noticia fatal.
Cuando la vida te pega una sacudida como esa hay pocas cosas que te conforten. La impotencia te reconcome por dentro. ¿Por qué ella? ¡No es justo! ¿En base a qué? ¡Si ella es una buena persona! ¿No le puede tocar esto a alguien que se dedique a hacer el mal?
Pero los conocidos, sobre todo los conocidos íntimos, intentan confortar. Los hay de todos los colores. Están los que te dicen que les llames cuando quieras para desahogarte, porque menuda desgracia, qué horror. En el extremo opuesto se encuentran quienes te dicen que menuda bendición, que seguro que la enfermedad te va a acercar a Dios y que qué suerte que vas a poder ofrecer tu sufrimiento por los pecados del mundo. Y entre las dos posturas límite, infinidad de posiciones intermedias que reconocen que la esclerosis múltiple no es una buena noticia pero te animan a asumir la situación como se pueda y a extraer de ella todo lo bueno que pueda traer.
Se tarda un poco en dejar de estar enfadado con el mundo tras un diagnóstico así. En tu cabeza sigue resonando el «¿por qué ella?» que no te deja dormir por las noches. A medida que pasa el tiempo, sin embargo, notas cómo, lentamente, vas serenándote por dentro. La esclerosis múltiple no es ni una desgracia por la que romper a llorar desconsoladamente hasta el fin de tus días ni una bendición por la que aplaudir y dar gracias con una sonrisa de oreja a oreja. La esclerosis múltiple es una enfermedad como muchas otras que merodean por ahí.
La enfermedad existe y nos puede tocar a cualquiera. Comporta dolor, sufrimiento, cansancio. A nadie nos gusta sentir dolor, sufrir o estar cansados. Por eso es legítimo la rebeldía y el rebote (al menos, temporal) cuando a uno le comunican que está enfermo. Pero, en algún momento del proceso de aceptación de la enfermedad, si se es creyente, se ha de poner la mirada en la Pasión de Cristo. Él, que era el Hijo de Dios, que podría haberse descolgado del madero, quiso asumir el sufrimiento humano hasta el final, sin ahorrarse ni una gota de sangre.
Nada de lo que nos acongoja y nos preocupa le es ajeno a nuestro Dios, pues Él mismo quiso pasar por la experiencia de sentirse abandonado, maltratado, ninguneado. El sufrimiento, aunque nadie lo elegiríamos si pudiéramos evitarlo, es parte de la vida, es lugar de crecimiento y de encuentro con Dios. Es oportunidad para la confianza y la fidelidad. Es el tiempo del amor hasta el extremo, como el de Jesús en la Cruz.
Confortarse en la Pasión de Cristo es fácil cuando se está sano y todo va bien. Cuando el sufrimiento llama a tu puerta, la identificación con la Pasión de Cristo es bastante más compleja. Pero, también, sin duda, mucho más auténtica y reparadora.
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