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Integrar para crecer

Una vez estaba pasando por un momento muy conflictivo, y tuve la ocasión de hacer los Ejercicios Espirituales bajo la guía de Carlos Meharu, en Montevideo. Después de varios días de escucharme e interiorizarse de mi situación, me dice cuatro palabras: “lúcidos, fuertes, buenos, libres”. Luego pasó a explicarlas: “mantente lúcido frente a todas las cosas, tal como son; como verás la cruda realidad, se fuerte; para que la fuerza no te endurezca, se bueno; para no condescender por exceso de bondad, se libre. Y así libre podrás ser más lúcido”. Además de unificarme interiormente frente al conflicto, Meharu me enseñó a complementar actitudes, buenas en sí, pero necesitadas de otras para no caer en sus propios desbordes.

Más adelante comprendí que esta sabiduría podría llamarse “integración”. Para llegar a ser yo mismo, yo misma, debemos transitar la vida enhebrando las muchas polaridades que nos constituyen: cuerpo y mente, materia y espíritu, afecto e intelecto, individual y colectivo, masculino y femenino, sexualidad y trascendencia, ciencia y fe, etc. “Integrar” es, según el diccionario de la Real Academia, “completar un todo con las partes que faltan; hacer que algo o alguien pase a formar parte de un todo”. Viene del griego “hólos”: entero, completo; y su raíz latina “tangere” (tocar) nos remite a lo “no tocado”, lo que aún está completo.

Jesús de Nazaret, “rostro humano de Dios, rostro divino del hombre”, nos regala una maravillosa integración. La encarnación del Verbo responde a esa gran necesidad nuestra de ser plenamente humanos sin dejar de abrirnos a lo divino, y la necesidad de retornar al origen fontal de nuestra existencia, sin alienarnos del mundo al que pertenecemos.

Según John O’Malley, S.J., lo que hizo de los Ejercicios Espirituales una fecunda herramienta para los primeros jesuitas, “no fueron temas concretos o su manera de articularlos. Fue, más bien, la coordinación de las partes en una totalidad integral y novedosa”. Creemos que su pedagogía del encuentro con Jesús mediante la contemplación ignaciana, conduce gradualmente a la integración de tantas polaridades que nos atraviesan. Desde la integración de las sombras y el oscuro pasado (1ª semana), pasando por la integración de una Presencia que me habita, seduce y atrae mi libertad (2ª semana), hasta hacerse uno conmigo en su existencia pascual (3ª y 4ª semana). En la Contemplación para alcanzar Amor (EE 230) que abre “la 5ª semana”, Ignacio ofrece la máxima integración de Dios conmigo y con el cosmos (cosmoteándrica), y desde aquí aparece una nueva perspectiva: el volverse uno mediante el amor. “En Dios no hay dualidad. En Dios todo es uno. Todo tiene lugar en Él”.

 Agustín Rivarola Sj

Cuaresma Ignaciana

Como escuchamos en la Buena Nueva del miércoles de ceniza, la vivencia cuaresmal se plasma en la limosna, la oración y el ayuno (Mt 6, 1-18). Así nos preparamos a celebrar la Pascua, la entrega amorosa de Jesús, y lo hacemos desde nuestra tradición ignaciana.

La Limosna es el gesto símbolo de mi amor al prójimo: “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras” (EE 230). Ignacio también desarrolla una serie de recomendaciones sobre la distribución de limosnas, costumbre muy propia de su época, que hoy las podemos traducir como “criterios de solidaridad”. Ignacio pretende que elijamos bien, con rectitud de intención, quiénes serán los destinatarios de mi caridad.
“Si yo hago la distribución a parientes o amigos o a personas a quien estoy aficionado… la primera (cosa que tendré que mirar) es que aquel amor que me mueve y me hace dar la limosna descienda de arriba, del amor de Dios nuestro Señor, de forma que sienta  que el amor, más o menos, que tengo a las tales personas es por Dios, y que en la causa por que más las amo reluzca Dios” (EE 338).

La Oración es el gesto símbolo de mi amor a Dios. A través de la plegaria, entramos en sintonía con el amor apasionado de Cristo, principal razón por la cual se entrega por nosotros. Ignacio nos invita a dejarnos abrazar y abrasar por este amor: “más conveniente y mucho mejor es, buscando la voluntad divina, que el mismo Criador y Señor se comunique a la su ánima devota, abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante… deje inmediate (directamente) obrar al Criador con la criatura y a la criatura con su Creador y Señor” (EE15).

El Ayuno es gesto símbolo del amor a mí mismo. El principal ayuno de nuestra vida cristiana lo tiene que sufrir el estómago de nuestro egoísmo, principal obstáculo para el encuentro amoroso con el Señor y los demás, en limosna y oración. Ahora bien, amar a Dios y al prójimo sin amarse a sí mismo sería tergiversar el principal mandamiento (Mt 22, 39). En el ayuno tenemos una práctica eficaz para entrar en contacto con mis necesidades, con aquellos nutrientes que realmente necesito. “Guardándose que no caiga en enfermedad, cuanto más el hombre quitare de lo conveniente, alcanzará más presto el medio que debe tener en su comer y beber, por dos razones: la primera, porque así ayudándose y disponiéndose, muchas veces sentirá más las internas noticias, consolaciones y divinas inspiraciones para mostrársele el medio que le conviene; la segunda, si la persona se ve en la tal abstinencia, y no con tanta fuerza corporal ni disposición para los ejercicios espirituales, fácilmente vendrá a juzgar lo que conviene más a su sustentación corporal” (EE 213).

El camino cuaresmal se dirige al encuentro con el amor apasionado de Cristo en la Cruz. El fruto de estos cuarenta dias es “tridimensional”: amor a Dios, al prójimo y a mi mismo, lentamente macerado en oración, limosna y ayuno.

Agustín Rivarola, SJ