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Homilía del Santo Padre Francisco en la Fiesta de Corpus Christi 2015.
En la Última Cena, Jesús dona su Cuerpo y su Sangre mediante el pan y el vino, para dejarnos el memorial de su sacrificio de amor infinito. Con este “viático” lleno de gracia, los discípulos tienen todo lo necesario para su camino a lo largo de la historia, para hacer extensivo a todos el Reino de Dios. Luz y fuerza será para ellos el don que Jesús hizo de sí mismo, inmolándose voluntariamente sobre la cruz. Y este Pan de vida ¡llegó hasta nosotros! Ante esta realidad el estupor de la Iglesia no cesa jamás. Una maravilla que alimenta siempre la contemplación, la adoración, la memoria. Nos lo demuestra un texto muy bello de la Liturgia de hoy, el Responsorio de la segunda lectura del Oficio de las Lecturas, que dice así: ‘Reconozcan en este pan, a aquél que fue crucificado; en el cáliz, la sangre brotada de su costado. Tomen y coman el cuerpo de Cristo, beban su sangre: porque ahora son miembros de Cristo. Para no disgregarse, coman este vínculo de comunión; para no despreciarse, beban el precio de su rescate’.
Nos preguntamos: ¿qué significa, hoy, disgregarse y disolverse?
Nosotros nos disgregamos cuando no somos dóciles a la Palabra del Señor, cuando no vivimos la fraternidad entre nosotros, cuando competimos por ocupar los primeros lugares, cuando no encontramos el valor para testimoniar la caridad, cuando no somos capaces de ofrecer esperanza. La Eucaristía nos permite el no disgregarnos, porque es vínculo de comunión, y cumplimiento de la Alianza, señal viva del amor de Cristo que se ha humillado y anonadado para que permanezcamos unidos. Participando a la Eucaristía y nutriéndonos de ella, estamos incluídos en un camino que no admite divisiones. El Cristo presente en medio a nosotros, en la señal del pan y del vino, exige que la fuerza del amor supere toda laceración, y al mismo tiempo que se convierta en comunión con el pobre, apoyo para el débil, atención fraterna con los que fatigan en el llevar el peso de la vida cotidiana.
Y ¿qué significa hoy para nosotros “disolverse”, o sea diluir nuestra dignidad cristiana? Significa dejarse corroer por las idolatrías de nuestro tiempo: el aparecer, el consumir, el yo al centro de todo; pero también el ser competitivos, la arrogancia como actitud vencedora, el no tener jamás que admitir el haberse equivocado o el tener necesidades. Todo esto nos disuelve, nos vuelve cristianos mediocres, tibios, insípidos.
Jesús derramó su Sangre como precio y como baño sagrado que nos lava, para que fuéramos purificados de todos los pecados: para no disolvernos, mirándolo, saciándonos de su fuente, para ser preservados del riesgo de la corrupción. Y entonces experimentaremos la gracia de una transformación: nosotros siempre seguiremos siendo pobres pecadores, pero la Sangre de Cristo nos librará de nuestros pecados y nos restituirá nuestra dignidad. Sin mérito nuestro, con sincera humildad, podremos llevar a los hermanos el amor de nuestro Señor y Salvador. Seremos sus ojos que van en busca de Zaqueo y de la Magdalena; seremos su mano que socorre a los enfermos del cuerpo y del espíritu; seremos su corazón que ama a los necesitados de reconciliación y de comprensión.
De esta manera la Eucaristía actualiza la Alianza que nos santifica, nos purifica y nos une en comunión admirable con Dios.
Hoy, fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, tenemos la alegría no solamente de celebrar este misterio, sino también de alabarlo y cantarlo por las calles de nuestra ciudad. Que la procesión que realizaremos al final de la Misa, pueda expresar nuestro reconocimiento por todo el camino que Dios nos hizo recorrer a través del desierto de nuestras miserias, para hacernos salir de la condición servil, nutriéndonos de su Amor mediante el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.
Dentro de poco, mientras caminaremos a largo de la calles, sintámonos en comunión con tantos de nuestros hermanos y hermanas que no tienen la libertad para expresar su fe en el Señor Jesús. Sintámonos unidos a ellos: cantemos con ellos, alabemos con ellos, adoremos con ellos. Y veneremos en nuestro corazón a aquellos hermanos y hermanas a los que fue requerido el sacrificio de la vida por fidelidad a Cristo: que su sangre, unida a aquella del Señor, sea prenda de paz y de reconciliación para el mundo entero.
Radio Vaticana
Estas son las palabras del Papa Francisco en el día de la Santísima Trinidad.
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días! Y ¡Buen domingo!
Hoy celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, que nos recuerda el misterio del único Dios en tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Trinidad es comunión de Personas divinas, las cuales son una con la otra, una para la otra y una en la otra: esta comunión es la vida de Dios, el misterio de amor del Dios Vivo. Y Jesús nos ha enseñado este misterio. Él nos ha hablado de Dios como Padre; nos ha hablado del Espíritu; y nos ha hablado de Sí mismo como Hijo de Dios. Y así nos ha revelado este misterio. Y cuando, resucitado, ha enviado a los discípulos a evangelizar a todos los pueblos les dijo que los bautizaran «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Este mandato, Cristo lo encomienda en todo tiempo a la Iglesia, que ha heredado de los Apóstoles el mandato misionero. Lo dirige también a cada uno de nosotros, que, gracias al Bautismo, formamos parte de su Comunidad.
Por lo tanto, la solemnidad litúrgica de hoy, al tiempo que nos hace contemplar el misterio estupendo – del cual provenimos y hacia el cual vamos – nos renueva la misión de vivir la comunión con Dios y vivir la comunión entre nosotros, sobre el modelo de esa comunión de Dios. No estamos llamados a vivir ‘los unos sin los otros, encima o contra los otros’, sino ‘los unos con los otros, por los otros y en los otros’. Ello significa acoger y testimoniar concordes la belleza del Evangelio; vivir el amor recíproco y hacia todos, compartiendo alegrías y sufrimientos, aprendiendo a pedir y conceder el perdón, valorizando los diversos carismas, bajo la guía de los Pastores. En una palabra, se nos encomienda la tarea de edificar comunidades eclesiales que sean cada vez más familia, capaces de reflejar el esplendor de la Trinidad y de evangelizar, no sólo con las palabras, sino con la fuerza del amor de Dios, que habita en nosotros.
La Trinidad, como había empezado a decir, es también el fin último hacia el cual está orientada nuestra peregrinación terrenal. El camino de la vida cristiana es, en efecto, un camino esencialmente ‘trinitario’: el Espíritu Santo nos guía al conocimiento pleno de las enseñanzas de Cristo. Y también nos recuerda lo que Jesús nos ha enseñado. Su Evangelio; y Jesús, a su vez, ha venido al mundo para hacernos conocer al Padre, para guiarnos hacia Él, para reconciliarnos con Él. Todo, en la vida cristiana, gira alrededor del misterio trinitario y se cumple en orden a este misterio infinito. Intentemos pues, mantener siempre elevado el ‘tono’ de nuestra vida, recordándonos para qué fin, para cuál gloria nosotros existimos, trabajamos, luchamos, sufrimos. Y a cuál inmenso premio estamos llamados.
Este misterio abraza toda nuestra vida y todo nuestro ser cristiano. Lo recordamos, por ejemplo, cada vez que hacemos la señal de la cruz: en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y ahora los invito a hacer todos juntos – y con voz fuerte – la señal de la cruz ¡todos juntos! En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En este último día del mes de mayo, el mes mariano, nos encomendamos a la Virgen María. Que Ella – que más que cualquier otra criatura, ha conocido, adorado, amado el misterio de la Santísima Trinidad – nos guíe de la mano; nos ayude a percibir, en los eventos del mundo, los signos de la presencia de Dios, Padre Hijo y Espíritu Santo; nos obtenga amar al Señor Jesús con todo el corazón, para caminar hacia la visión de la Trinidad, meta maravillosa a la cual tiende nuestra vida. Le pedimos también que ayude a la Iglesia a ser, misterio de comunión, a ser siempre una Iglesia comunidad hospitalaria, donde toda persona, especialmente pobre y marginada, pueda encontrar acogida y sentirse hija de Dios, querida y amada.
En la homilía del día de Pentecostés, el Santo Padre recuerda que el Espíritu ha sido dado en abundancia a la Iglesia para que podamos vivir con fe genuina y caridad operante.
“El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu Santo. El estar cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado”. Es una reflexión del santo padre Francisco durante la homilía de la misa celebrada este domingo, festividad de Pentecostés. La celebración eucarística en la Basílica Vaticana ha sido concelebrada por cardenales, arzobispos, obispos y sacerdotes. Tal y como ha advertido el Papa durante la homilía, existen muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo. Y así ha puesto como ejemplo: “en el egoísmo del propio interés, en el legalismo rígido – como la actitud de los doctores de la ley que Jesús llama hipócritas -, en la falta de memoria de todo aquello que Jesús ha enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio sino como interés personal”. El mundo tiene necesidad –ha proseguido– del valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo. Igualmente, ha asegurado que “el don del Espíritu Santo ha sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de nosotros, para que podamos vivir con fe genuina y caridad operante, para que podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz”.
El Papa ha subrayado que “reforzados por el Espíritu Santo y por sus múltiples dones”, llegamos a ser capaces de “luchar contra el pecado y la corrupción”, y de “dedicarnos con paciente perseverancia a las obras de la justicia y de la paz”.
En la homilía, el Papa ha recordado que “la efusión que se dio en la tarde de la resurrección se repite en el día de Pentecostés, reforzada por extraordinarias manifestaciones exteriores”. La mañana de Pentecostés –ha indicado– los discípulos reciben una energía tal que los empuja a anunciar en diversos idiomas el evento de la resurrección de Cristo.
Asimismo ha señalado que Jesús promete a sus discípulos que, cuando él haya regresado al Padre, vendrá el Espíritu Santo que los “guiará hasta la verdad plena”. Lo llama precisamente “Espíritu de la verdad” y les explica que su acción será la de introducirles cada vez más en la comprensión de aquello que Él, el Mesías, ha dicho y hecho, de modo particular de su muerte y de su resurrección, ha observado el Santo Padre.
De este modo, el Pontífice ha asegurado que “estos hombres, antes asustados y paralizados, encerrados en el cenáculo para evitar las consecuencias del viernes santo, ya no se avergonzarán de ser discípulos de Cristo, ya no temblarán ante los tribunales humanos”. Gracias al Espíritu Santo comprenden que “la muerte de Jesús no es su derrota, sino la expresión extrema del amor de Dios”.
Por otro lado, Francisco ha añadido que “el Espíritu Santo que Cristo ha mandado del Padre, y el Espíritu Creador que ha dado vida a cada cosa, son uno y el mismo”. Por eso, ha precisado, “el respeto de la creación es una exigencia de nuestra fe”. El jardín en el cual vivimos –ha añadido– no se nos ha confiado para que abusemos de él, sino para que lo cultivemos y lo custodiemos con respeto. Y esto solo es posible “si Adán se deja a su vez renovar por el Espíritu Santo, si se deja reformar por el Padre según el modelo de Cristo, nuevo Adán”.
Haciendo referencia a la carta a los Gálatas de san Pablo, el Pontífice ha subrayado que “el hombre que con fe deja que el Espíritu de Dios irrumpa en él, florecen los dones divinos, resumidos en las nueve virtudes gozosas que Pablo llama fruto del Espíritu”.
Fuente: Zenit.org
Papa Francisco a las Familias
Queridos hermanos y hermanas:
hoy nos detendremos para reflexionar en una característica esencial de la familia, es decir, su naturaleza vocacional a educar los hijos para que crezcan en la responsabilidad de sí mismos y de los otros. Parecería una constatación obvia, sin embargo, en nuestros tiempos no faltan las dificultades. Es difícil educar para los padres que ven sus hijos solo por la noche, cuando vuelven a casa cansados. Y aún más difícil para los padres separados, a quienes les pesa esta condición.
Pero, sobre todo, ¿Cómo educar? ¿Qué tradición tenemos hoy para transmitir a nuestros hijos? Intelectuales ‘críticos’ de todo tipo han callado a los padres en mil modos, para defender las jóvenes generaciones de daños – varios o presuntos – de la educación familiar. La familia ha sido acusada, entre otros, de autoritarismo, de favoritismo, de conformismo, de represión afectiva que genera conflictos.
De hecho, se ha abierto una grieta entre la familia y la sociedad, minando la confianza recíproca, y de este modo, la alianza educativa de la sociedad con la familia ha entrado en crisis. Los síntomas son muchos. Por ejemplo, en la escuela se han comprometido las relaciones entre los padres y los profesores. A veces hay tensiones y desconfianza recíproca; y las consecuencias naturalmente recaen sobre los hijos.
Por otro lado, se han multiplicado los llamados ‘expertos’, que han ocupado el papel de los padres también en los aspectos más íntimos de la educación. Sobre la vida afectiva, sobre la personalidad y el desarrollo, sobre los derechos y sus deberes, los ‘expertos’ saben todo: objetivos, motivaciones, técnicas.
Y los padres sólo deben escuchar, aprender a adecuarse. A menudo, privados de su papel, se vuelven excesivamente aprensivos y posesivos con respecto a sus hijos, hasta llegar a no corregirlos nunca. Tienden a confiarles siempre más a los ‘expertos’, también para los aspectos más delicados y personales de su vida, colocándolos en un rincón solos; y así los padres corren el riesgo de autoexcluirse de la vida de sus hijos.
Es evidente que este enfoque no es bueno: no es armónico, no es dialógico, y en lugar de favorecer la colaboración entre la familia y los otros agentes educativos, los contrapone.
¿Cómo hemos llegado a este punto? No hay duda que los padres, o mejor, ciertos modelos educativos del pasado tenían algunos límites. Pero es también verdad que hay errores que sólo los padres están autorizados a hacer, porque pueden compensarlos de un modo que es imposible a ningún otro.
Por otra parte, lo sabemos bien, la vida se ha convertido en avara de tiempo para hablar, reflexionar, confrontarse. Muchos padres son ‘secuestrados’ por el trabajo y por otras preocupaciones, avergonzados de las nuevas exigencias de los hijos y de la complejidad de la vida actual y se encuentran como paralizados por el temor a equivocarse. El problema, sin embargo, no es sólo hablar. De hecho, un diálogo superficial no conduce a un verdadero encuentro de la mente y del corazón.
Preguntémonos más bien: ¿Buscamos entender ‘dónde’ los hijos verdaderamente están en su camino? ¿Dónde está realmente su alma? ¿Lo sabemos? Y sobre todo: ¿Lo queremos saber? ¿Estamos convencidos de eso, en realidad, no esperan algo más?
Las comunidades cristianas están llamadas a ofrecer apoyo a la misión educativa de las familias, y lo hacen sobre todo con la luz de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo recuerda la reciprocidad de los deberes entre los padres y los hijos: «Ustedes, hijos, obedezcan a los padres en todo; porque esto agrada al Señor. Ustedes, padres, no exasperen a sus hijos, para que no se desalienten» (Col, 3, 20-21). En la base de todo está el amor, aquel que Dios nos dona, que «no falta al respeto, no busca su propio interés, no se enoja, no toma en cuenta el mal recibido… todo perdona, todo cree, todo espera, todo soporta» (1 Cor 13, 5-6).
También en las mejores familias es necesario soportarse, y ¡Se necesita tanta paciencia! El mismo Jesús ha pasado a través de la educación familiar, ha crecido en edad, sabiduría y gracia. Y cuando ha dicho que “su madre y sus hermanos” son todos aquellos ‘que escuchan la Palabra de Dios y la meten en práctica’, ha mostrado hasta qué punto la raíz de estos vínculos puede florecer, hasta conducirlos más a allá de sus propios intereses.
También en este caso, la gracia del amor de Cristo lleva a cumplir lo que está inscrito en la naturaleza humana. ¡Cuántos ejemplos estupendos tenemos de padres cristianos llenos de sabiduría humana! Ellos muestran que la buena educación familiar es la columna vertebral del humanismo. Su irradiación social es el recurso que permite compensar las lagunas, las heridas, los vacíos de paternidad y maternidad que tocan los hijos menos afortunados. Esta irradiación puede hacer auténticos milagros. ¡Y en la Iglesia suceden cada día estos milagros!
Que el Señor done a las familias cristianas la fe, la libertad y la valentía necesarias para su misión. Si la educación familiar reencuentra el orgullo de su protagonismo, muchas cosas mejorarán, para los padres inciertos y los hijos decepcionados. Es el momento en que los padres y las madres regresen de su exilio, y re-asuman plenamente su papel educativo.
Hermosas palabras del Papa Francisco en el Ángelus del V Domingo de Pascua.
El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús durante la Última Cena, en el momento en el que sabe que la muerte está ya cercana. Ha llegado su “hora”. Por última vez Él está con sus discípulos, y entonces quiere imprimir bien en sus mentes una verdad fundamental: también cuando Él no estará más físicamente en medio a ellos, podrán permanecer aún unidos a Él de una manera nueva, y así dar mucho fruto. Todos podemos permanecer unidos a Jesús de manera nueva. Si por el contrario uno perdiese la comunión con Él, se volvería estéril, es más, dañino para la comunidad. Y para expresar esta realidad Jesús usa la imagen de la vid y de los sarmientos: «Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos» (Jn 15, 4-5). Y con esta figura nos enseña a permanecer unidos a Él.
Jesús es la vid, y a través de Él – como la linfa en el árbol – pasa a los sarmientos el amor mismo de Dios, el Espíritu Santo. Precisamente: nosotros somos los sarmientos, y a través de esta parábola Jesús quiere hacernos entender la importancia de permanecer unidos a Él. Los sarmientos no son autosuficientes, sino dependen totalmente de la vid, en donde se encuentra la fuente de su vida. Es así para nosotros cristianos. Injertados en Cristo con el Bautismo, hemos recibido gratuitamente de Él el don de la vida nueva; y gracias a la Iglesia podemos permanecer en comunión vital con Cristo. Es necesario mantenerse fieles al Bautismo, y crecer en la amistad con el Señor mediante la oración, la escucha y la docilidad a su Palabra, leer el Evangelio, la participación a los Sacramentos, especialmente a la Eucaristía y a la Reconciliación.
Si uno está íntimamente unido a Jesús, goza de los dones del Espíritu Santo, que – como nos dice san Pablo – son «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (Gal 5,22); y en consecuencia hace tanto bien al prójimo y a la sociedad, como un verdadero cristiano. De estas actitudes, de hecho, se reconoce que uno es un verdadero cristiano, así como por los frutos se reconoce al árbol. Los frutos de esta unión profunda con Jesús son maravillosos: toda nuestra persona es trasformada por la gracia del Espíritu: alma, inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque somos unidad de espíritu y cuerpo. Recibimos un nuevo modo de ser, la vida de Cristo se convierte también en la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús. Entonces, con su corazón, como Él lo ha hecho, podemos amar a nuestros hermanos, a partir de los más pobres y sufrientes, y así dar al mundo frutos de bondad, de caridad y de paz.
Cada uno de nosotros es un sarmiento de la única vid; y todos juntos estamos llamados a llevar los frutos de esta pertenencia común a Cristo y a la Iglesia. Confiémonos a la intercesión de la Virgen María, para que podamos ser sarmientos vivos en la Iglesia y testimoniar de manera coherente nuestra fe, coherencia de vida y de pensamiento. De vida y de fe. Conscientes que todos, según nuestras vocaciones particulares, participamos de la única misión salvífica de Jesucristo.
Papa Francisco
Fuente: News.Va
20/04/2015 – Les dejamos aquí el texto de la homilía del Papa Francisco para el segundo Domingo del tiempo de Pascua.
Queridos Hermanos y Hermanas:
En las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy resuena dos veces la palabra “testigos”. La primera vez es en los labios de Pedro: él, después de la curación del paralítico en la puerta del templo de Jerusalén, exclama: “Mataron al autor de la vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos”. La segunda vez es en los labios de Jesús resucitado: él, la noche de Pascua, abre la mente de los discípulos al misterio de su muerte y resurrección y les dice: “Ustedes son testigos de todo esto.” Los Apóstoles, que vieron con los propios ojos al Cristo resucitado, no podían callar su extraordinaria experiencia. Él se había mostrado para que la verdad de su Resurrección llegara a todos mediante su testimonio. Y la Iglesia tiene la tarea de prolongar en el tiempo esta misión; todo bautizado está llamado a dar testimonio, con las palabras y con la vida, que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo y presente en medio de nosotros. Todos nosotros estamos llamados a dar testimonio de que Jesús está vivo.
Podemos preguntarnos: pero, ¿quién es el testigo? El testigo es uno que ha visto, que recuerda y que relata.
Ver, recordar y relatar son los tres verbos que describen la identidad y la misión.
El testigo es uno que ha visto, con ojo objetivo, ha visto una realidad, pero no con ojo indiferente; ha visto y se ha dejado involucrar por el evento. Por esto recuerda, no sólo porque sabe reconstruir en modo preciso los hechos sucedidos, pero también porque aquellos hechos le han hablado y él ha captado el sentido profundo. Entonces el testigo relata, no en manera fría y distante sino como uno que se ha dejado poner en cuestión y desde aquel día ha cambiado su vida. El testigo es uno que ha cambiado su vida.
Testigos del Señor Resucitado, llevando a las personas que encontramos los dones pascuales de la alegría y de la paz
El contenido del testimonio cristiano no es una teoría, no es una ideología o un complejo sistema de preceptos y prohibiciones o un moralismo, sino que es un mensaje de salvación, un evento concreto, es más, una Persona: es Cristo resucitado, viviente y único Salvador de todos. Él puede ser testimoniado por quienes han hecho una experiencia personal de Él, en la oración y en la Iglesia, a través de un camino que tiene su fundamento en el Bautismo, su alimento en la Eucaristía, su sello en la Confirmación, su constante conversión en la Penitencia. Gracias a este camino, siempre guiado por la Palabra de Dios, todo cristiano puede transformarse en testigo de Jesús resucitado. Y su testimonio es mucho más creíble cuanto más transparenta un modo de vivir evangélico, alegre, valeroso, humilde, pacífico, misericordioso. En cambio, si el cristiano se deja llevar por la comodidad, por la vanidad, por el egoísmo, si se vuelve sordo y ciego a la pregunta sobre la “Resurrección” de tantos hermanos, ¿cómo podrá comunicar a Jesús vivo, como podrá comunicar la potencia liberadora de Jesús vivo y su ternura infinita?
María, Madre nuestra nos sostenga con su intercesión para que podamos volvernos, con nuestros límites, pero con la gracia de la fe, testigos del Señor resucitado, llevando a las personas que encontramos los dones pascuales de la alegría y de la paz.
Papa Francisco
Fuente: Radio Vaticana
13/04/2015 – Traemos aquí el texto de la Homilía del Papa Francisco para este segundo domingo de Pascua.
San Juan, que estaba presente en el Cenáculo con los otros discípulos al anochecer del primer día de la semana, cuenta cómo Jesús entró, se puso en medio y les dijo: «Paz a ustedes», y «les enseñó las manos y el costado» (20,19-20), les mostró sus llagas. Así ellos se dieron cuenta de que no era una visión, era Él, el Señor, y se llenaron de alegría.
Ocho días después, Jesús entró de nuevo en el Cenáculo y mostró las llagas a Tomás, para que las tocase como él quería, para que creyese y se convirtiese en testigo de la Resurrección.
También a nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, el Señor nos muestra, por medio del Evangelio, sus llagas. Son llagas de misericordia. Es verdad: las llagas de Jesús son llagas de misericordia.
Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor misericordioso.
A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos ver todo el misterio de Cristo y de Dios: su Pasión, su vida terrena –llena de compasión por los más pequeños y los enfermos–, su encarnación en el seno de María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la salvación: las profecías –especialmente la del Siervo de Yahvé–, los Salmos, la Ley y la alianza, hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los corderos sacrificados; e incluso hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita desde la tierra. Todo esto lo podemos ver a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado y, como María en el Magnificat, podemos reconocer que «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50).
Ante los trágicos acontecimientos de la historia humana, nos sentimos a veces abatidos, y nos preguntamos: «¿Por qué?». La maldad humana puede abrir en el mundo abismos, grandes vacíos: vacíos de amor, vacíos de bien, vacíos de vida. Y nos preguntamos: ¿Cómo podemos salvar estos abismos? Para nosotros es imposible; sólo Dios puede colmar estos vacíos que el mal abre en nuestro corazón y en nuestra historia. Es Jesús, que se hizo hombre y murió en la cruz, quien llena el abismo del pecado con el abismo de su misericordia.
San Bernardo, en su comentario al Cantar de los Cantares, se detiene justamente en el misterio de las llagas del Señor, usando expresiones fuertes, atrevidas, que nos hace bien recordar hoy. Dice él que «las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable misericordia de nuestro Dios».
Es este, hermanos y hermanas, el camino que Dios nos ha abierto para que podamos salir, finalmente, de la esclavitud del mal y de la muerte, y entrar en la tierra de la vida y de la paz. Este Camino es Él, Jesús, Crucificado y Resucitado, y especialmente lo son sus llagas llenas de misericordia.
Los Santos nos enseñan que el mundo se cambia a partir de la conversión de nuestros corazones, y esto es posible gracias a la misericordia de Dios. Por eso, ante mis pecados o ante las grandes tragedias del mundo, «me remorderá mi conciencia, pero no perderé la paz, porque me acordaré de las llagas del Señor. Él, en efecto, “fue traspasado por nuestras rebeliones” (Is 53,5). ¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo?» .
Con los ojos fijos en las llagas de Jesús Resucitado, cantemos con la Iglesia: «Eterna es su misericordia» . Y con estas palabras impresas en el corazón, recorramos los caminos de la historia, de la mano de nuestro Señor y Salvador, nuestra vida y nuestra esperanza.
Fuente: NEWS.VA
Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua!
¡Jesucristo ha resucitado!
El amor ha derrotado al odio, la vida ha vencido a la muerte, la luz ha disipado la oscuridad.
Jesucristo, por amor a nosotros, se despojó de su gloria divina; se vació de sí mismo, asumió la forma de siervo y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Por esto Dios lo ha exaltado y le ha hecho Señor del universo. Jesús es el Señor.
Con su muerte y resurrección, Jesús muestra a todos la vía de la vida y la felicidad: y esta vía es la humildad, que comporta la humillación. Este es el camino que conduce a la gloria. Sólo quien se humilla pueden ir hacia los «bienes de allá arriba», a Dios (cf. Col 3,1-4). El orgulloso mira «desde arriba hacia abajo», el humilde, «desde abajo hacia arriba».
La mañana de Pascua, advertidos por las mujeres, Pedro y Juan corrieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se «inclinaron» para entrar en la tumba. Para entrar en el misterio hay que «inclinarse», abajarse. Sólo quien se abaja comprende la glorificación de Jesús y puede seguirlo en su camino.
El mundo propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer… Pero los cristianos, por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra humanidad, en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser altivos, sino disponibles y respetuosos.
Esto no es debilidad, sino autentica fuerza. Quién lleva en sí el poder de Dios, de su amor y su justicia, no necesita usar violencia, sino que habla y actúa con la fuerza de la verdad, de la belleza y del amor.
Imploremos hoy al Señor resucitado la gracia de no ceder al orgullo que fomenta la violencia y las guerras, sino que tengamos el valor humilde del perdón y de la paz. Pedimos a Jesús victorioso que alivie el sufrimiento de tantos hermanos nuestros perseguidos a causa de su nombre, así como de todos los que padecen injustamente las consecuencias de los conflictos y las violencias que se están produciendo. Son muchas.
Roguemos ante todo por la amada Siria e Irak, para que cese el fragor de las armas y se restablezca una buena convivencia entre los diferentes grupos que conforman estos amados países. Que la comunidad internacional no permanezca inerte ante la inmensa tragedia humanitaria dentro de estos países y el drama de tantos refugiados.
Imploremos la paz para todos los habitantes de Tierra Santa. Que crezca entre israelíes y palestinos la cultura del encuentro y se reanude el proceso de paz, para poner fin a años de sufrimientos y divisiones.
Pidamos la paz para Libia, para que se acabe con el absurdo derramamiento de sangre por el que está pasando, así como toda bárbara violencia, y para que cuantos se preocupan por el destino del país se esfuercen en favorecer la reconciliación y edificar una sociedad fraterna que respete la dignidad de la persona. Y esperemos que también en Yemen prevalezca una voluntad común de pacificación, por el bien de toda la población.
Al mismo tiempo, encomendemos con esperanza al Señor que es tan misericordioso el acuerdo alcanzado en estos días en Lausana, para que sea un paso definitivo hacia un mundo más seguro y fraterno.
Supliquemos al Señor resucitado el don de la paz en Nigeria, Sudán del Sur y diversas regiones del Sudán y la República Democrática del Congo. Que todas las personas de buena voluntad eleven una oración incesante por aquellos que perdieron su vida ―y pienso muy especialmente en los jóvenes asesinados el pasado jueves en la Universidad de Garissa, en Kenia―, los que han sido secuestrados, los que han tenido que abandonar sus hogares y sus seres queridos.
Que la resurrección del Señor haga llegar la luz a la amada Ucrania, especialmente a los que han sufrido la violencia del conflicto de los últimos meses. Que el país reencuentre la paz y la esperanza gracias al compromiso de todas las partes interesadas.
Pidamos paz y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a nuevas y antiguas formas de esclavitud por parte de personas y organizaciones criminales. Paz y libertad para las víctimas de los traficantes de droga, muchas veces aliados con los poderes que deberían defender la paz y la armonía en la familia humana. E imploremos la paz para este mundo sometido a los traficantes de armas, que ganan con la sangre de hombres y mujeres.
Y que a los marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a menudo rechazados, maltratados y desechados; a los enfermos y los que sufren; a los niños, especialmente aquellos sometidos a la violencia; a cuantos hoy están de luto; y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llegue la voz consoladora y sanadora del Señor Jesús: «La paz esté con ustedes». (Lc 24,36). «No teman, he resucitado y siempre estaré con ustedes» (cf. Misal Romano, Antífona de entrada del día de Pascua).
Francisco
Fuente: NEWS.VA
En el centro de esta celebración, que se presenta tan festiva, está la palabra que hemos escuchado en el himno de la Carta a los Filipenses: “Se humilló a sí mismo” (2, 8). La humillación de Jesús.
Esta palabra nos desvela el estilo de Dios y, en consecuencia, el que debe ser del cristiano: la humildad. Un estilo que nunca dejará de sorprendernos y ponernos en crisis: nunca nos acostumbraremos a un Dios humilde.
Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades. Esto se aprecia bien leyendo la historia del Éxodo: ¡Qué humillación para el Señor oír todas aquellas murmuraciones, aquellas quejas! Estaban dirigidas contra Moisés, pero, en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la libertad.
En esta semana, la Semana Santa, que nos conduce a la Pascua, seguiremos este camino de la humillación de Jesús. Y sólo así será “santa” también para nosotros.
Veremos el desprecio de los jefes del pueblo y sus engaños para acabar con él. Asistiremos a la traición de Judas, uno de los Doce, que lo venderá por treinta monedas. Veremos al Señor apresado y tratado como un malhechor; abandonado por sus discípulos; llevado ante el Sanedrín, condenado a muerte, azotado y ultrajado. Escucharemos cómo Pedro, la “roca” de los discípulos, lo negará tres veces. Oiremos los gritos de la muchedumbre, soliviantada por los jefes, pidiendo que Barrabás quede libre y que a él lo crucifiquen. Veremos cómo los soldados se burlarán de él, vestido con un manto color púrpura y coronado de espinas. Y después, a lo largo de la vía dolorosa y a los pies de la cruz, sentiremos los insultos de la gente y de los jefes, que se ríen de su condición de Rey e Hijo de Dios.
Esta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación.
Al recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la “condición de siervo” (Flp 2, 7). En efecto, “humildad quiere decir también servicio, significa dejar espacio a Dios negándose a uno mismo, “despojándose”, como dice la Escritura (v. 7). Esta – este vaciarse – es la humillación más grande.
Hay otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito… Es la otra vía. El maligno se la propuso también a Jesús durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo. Y, con él, sólo con su gracia, con su ayuda, también nosotros podemos vencer esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.
En esto, nos ayuda y nos conforta el ejemplo de muchos hombres y mujeres que, en silencio y sin hacerse ver, renuncian cada día a sí mismos para servir a los demás: un familiar enfermo, un anciano solo, una persona con discapacidad, un sin techo…
Pensemos también en la humillación de los que, por mantenerse fieles al Evangelio, son discriminados y sufren las consecuencias en su propia carne. Y pensemos en nuestros hermanos y hermanas perseguidos por ser cristianos, los mártires de hoy – hay tantos – no reniegan de Jesús y soportan con dignidad insultos y ultrajes. Lo siguen por su camino. Podemos hablar en verdad de “una nube de testigos”: los mártires de hoy (cf. Hb 12, 1).
Durante esta Semana Santa, pongámonos también nosotros en este camino de la humildad, con tanto amor a Él, a nuestro Señor y Salvador. El amor nos guiará y nos dará fuerza. Y, donde está él, estaremos también nosotros.
Francisco en su Homilía de Domingo de Ramos
Fuente: Radio Vaticana
Recordamos las palabras con las que reflexionaba Francisco sobre el Evangelio en el cuarto domingo durante la Cuaresma.
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos vuelve a proponer las palabras que Jesús dirigió a Nicodemo: ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único’ ( Jn 3,16). Escuchando esta palabra, dirigimos la mirada de nuestro corazón a Jesús Crucificado y sentimos dentro de nosotros que ¡Dios nos ama, nos ama de verdad, y nos ama tanto! He aquí la expresión más sencilla que resume todo el Evangelio, toda la fe, toda la teología: Dios nos ama con amor gratuito y sin límites. ¡Pero así nos ama Dios!
Este amor Dios lo demuestra ante todo en la creación, como proclama la liturgia, en la Plegaria eucarística IV «Has dado origen al universo para difundir tu amor sobre todas tus criaturas y alegrarlas con los esplendores de tu luz».
En el origen del mundo está sólo el amor libre y gratuito del Padre.
San Ireneo, un santo de los primeros siglos, escribe: Dios no creó a Adán porque tenía necesidad del hombre, sino para tener alguien a quien donar sus beneficios’ (Adversus haerenses, IV, 14,1) ¡Es así, el amor de Dios es así!
Así prosigue la Plegaria eucarística IV: ‘Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca’. ¡Y ha venido con su misericordia! Como en la creación, también en las etapas sucesivas de la historia de la salvación resalta la gratuidad del amor de Dios: El Señor elige a su pueblo no porque se lo merezca – y le dice así: ‘Yo te he elegido precisamente porque eres el más pequeño entre todos los pueblos. Y cuando vino ‘la plenitud del tiempo’ a pesar de que los hombres hubieran quebrantado tantas veces la alianza, Dios, en lugar de abandonarlos, estrechó con ellos un vínculo nuevo, en la sangre de Jesús – el vínculo de la nueva y eterna alianza – un vínculo que nada podrá quebrar nunca.
San Pablo nos recuerda: ‘Dios, rico en misericordia, – no lo olviden nunca: es rico en misericordia – por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo’ (Ef 2,4). La Cruz de Cristo es la prueba suprema del amor de Dios por nosotros: Jesús nos ha amado ‘hasta el fin’ (Jn 13,1), es decir no sólo hasta el último instante de su vida terrenal, sino hasta el extremo límite del amor. Si en la creación, el Padre nos ha dado la prueba de su inmenso amor donándonos la vida, en la pasión y muerte de su Hijo nos ha dado la prueba de las pruebas: ha venido a sufrir y a morir por nosotros. ¡Y ello por amor: tan grande es la misericordia de Dios! Porque nos ama, nos perdona. Con su misericordia Dios perdona todos y Dios perdona siempre.
¡Que María, que es Madre de Misericordia, nos ponga en el corazón la certeza de que somos amados por Dios. Que esté cerca de nosotros en los momentos de dificultad y nos done los sentimientos de su Hijo, para que nuestro itinerario cuaresmal sea experiencia de perdón, de acogida y de caridad!
Fuente: Radio Vaticana