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La Misericordia; misión de la Iglesia

José Luis Gordillo, SJ *

El primer domingo de adviento el Papa Francisco dio inicio al Jubileo de la Misericordia. La sede para este magno evento fue la Catedral de Bangui en la República Centroafricana. De este modo la Iglesia ha invitado a toda la humanidad a orar, pensar y actuar con criterio misericordioso. Bangui, dijo el Papa, “es el centro de la fe de toda la Iglesia”.

Abrir un jubileo para toda la Iglesia en uno de los países más pobres y necesitados del mundo representa la clara postura que hace esta respecto de su misión. El Papa Francisco ha sido enfático en esta tarea desde el inicio. Al centro de la práctica de la Iglesia está el mismo modo de actuar de Cristo, y por lo tanto están los pobres. «Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres», dijo el Papa en su primera participación pública como Pontífice, en marzo del 2013, casi anunciando las características de aquello a lo que nos invitaría más adelante.

El jubileo de la Misericordia es una fiesta, pero también es una invitación a la trascendencia en actos. Se trata, dijo el Papa en la homilía del 29 de noviembre, de “compartir la vida del pueblo de Dios, dando razón de la esperanza que hay en nosotros y siendo testigos de la infinita misericordia de Dios que, «es bueno y enseña el camino a los pecadores» (Sal 24,8). Ahora tenemos claro quiénes son los preferidos (Los pobres) y cuál es la actitud (la misericordia) que debemos mostrar.

Ya el Concilio Vaticano II define como tarea propia de la Iglesia ser sal y luz para todos, para eso fue instituida como cuerpo de Jesucristo, que además es cabeza y puerta de ésta. Sin duda esta misión la debe llevar a discernir y definir su modo de estar presente en el mundo, anunciando con el testimonio la Buena Noticia que es el Reino de Dios en medio de nosotros. Es indudable que para nosotros hoy la misericordia es la Sal y la luz del mundo.

Sin embargo es claro que el contexto en el que celebraremos el Año de la Misericordia es especial; el temor que nos produce a todos la realidad de la Guerra es una pregunta hecha en medio de la esperanza al que nos invita el adviento y el Jubileo.

Si bien el mundo es espacio privilegiado de revelación y de salvación de Dios, es evidente que el momento presente es un tiempo complejo para afirmar esto. Sin embargo no deja de ser un tiempo especial para que la Iglesia cumpla la labor que tiene; anunciar el Reino, actuar con misericordia, dar testimonio de la salvación.

Como diría Juan XXIII, a quien el Papa Francisco cita en la bula Misericordiae Vultus: “En nuestro tiempo la esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la Misericordia y no empuñar las armas de la severidad”. La Iglesia, como se puede ver, ha optado por hacer de la misericordia una bandera y un criterio de acción en medio de un contexto de temor. La misericordia, entonces, es criterio de acción y criterio de discernimiento. Después de todo, hoy la Iglesia puede anunciar que no habrá paz si no hay misericordia.

Hacer de la esperanza una acción supone leer los acontecimientos cotidianos desde la pregunta acerca de la presencia de Dios en medio de nuestra vida y nuestras decisiones, pero podríamos ir más allá. Podríamos preguntarnos, por ejemplo: ¿pueden mis actos cotidianos partir de la misericordia?

Al inicio de la constitución Gaudium et Spes se dice que nada hay “verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de Cristo”. Entonces, el reto de la misericordia como acto cotidiano es parte de aquella misión que tenemos como Iglesia que es de Cristo: anunciar, discernir y celebrar mensajes de esperanza y actos misericordiosos. Este es el fundamento de nuestro año santo.

 

* Asistente Nacional CVX

 

Jesús Vino a Salvar, y lo que Salva es la Misericordia

Jesús dijo a Nicodemo:

«De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.

 Sí, tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.

Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

 El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado,porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

 En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo,y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz,porque sus obras eran malas.

Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas.

 En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios» (Juan 3, 14-21).

Contemplación

Me impresionó esa foto del Papa Francisco confesándose por que todos están mirando para otro lado mientras él, de blanco y con los zapatitos juntos, como un chico de escuela, se confiesa en esos confesionarios macizos y un poco incómodos de San Pedro.

Papa-Francisco-confesandose

A la semana de llegar a Roma, la primera entrada en San Pedro la hice por la puerta de los peregrinos que está detrás. Como ahora te hacen pasar por un scanner si llevás bolsos, la cola siempre es larga y cuando uno anda cerca no es que entra así nomás como era hace 20 años. La cuestión es que me dieron ganas de confesarme y me confesé con un franciscano muy simpático, que me dijo que ellos habían venido cuando fue la supresión de la Compañía, que tenía esa misión, de ser confesores en San Pedro. Me dio un poco de nostalgia, aunque le pregunté si la gente se confesaba mucho y me dijo que no tanto, que siempre había pero no es que hicieran cola. Uno ve mucho turista y los confesionarios inmensos casi sin gente. Pero lo que quería decir es que viendo al Papa de rodillas en ese confesionario y viendo su posición podía sentir esa “incomodidad” de los confesionarios. El reclinatorio te queda alto por todos lados, para los brazos que hay que estirarse para poner los codos y para los pies que quedan medio de punta. Decía que impresiona ver al personal –a los de frac, que parecen mozos de un hotel de lujo, al guardia suizo, con su penacho rojo y al resto, mirando para adelante y al papa sumergido en el confesionario.

Con dos años de papado, Francisco ya nos “acostumbró” a algunos gestos, pero creo que hace bien que nos siga sorprendiendo que se confiese en público como sorprendió el año pasado. Decía un periodista: “Tras leer un sermón, el Papa debía escuchar las confesiones de los fieles al igual que unos 60 sacerdotes presentes en la inmensa iglesia.

Su maestro de ceremonias, monseñor Guido Marini, le indicó al Papa un confesionario vacío, pero el pontífice se dirigió a otro, se arrodilló frente a un sorprendido sacerdote y se confesó durante unos minutos”. El dice que se confiesa cada quince días, porque es un pecador, como todos.

Y vuelvo a la “incomodidad” de los confesionarios. Cuesta confesarse. Y hace mucho bien. Cuesta decidirse, y luego uno sale respirando hondo, despejado, después del “suspirito”, como los chicos. (Siempre que confieso a los chicos me fijo cuando dan “el suspirito”. Señal que ya estuvo y que estuvo bien. Y con los grandes es lo mismo).

La incomodidad es por una cosa o por otra, pero siempre está. Puede ser pequeña, pequeñísima, como algo que se deja para después, aunque uno no tenga problema en confesarse, o inmensa, como la idea de mover la piedra del sepulcro, cuando uno tiene alguna de esas cosas que se le atragantaron vaya a saber cuándo y no se anima ni a pensar en tocar el tema. Hay incomodidades de tipo cultural, como la de Nicodemo, que va de noche para que no lo vea nadie, no vaya a ser que le cuenten a sus pares del sanedrín. Ayer me quería confesar para acompañar la jornada del Papa y adelantar en espíritu el año de la Misericordia que anunció “inesperadamente”, como dijeron algunos (qué menos inesperado que Francisco anuncie un año de la misericordia si no habla de otra cosa desde que fue elegido Papa!. Pero ahí se ve que la imagen de los que están mirando para otro lado no es simbólica sino que es muy real), me quería confesar, decía y el padre me hizo esperar porque un hermano le había pedido antes. La cuestión es que aproveché para hacer un examen de conciencia un poquito más intenso y me dio mucha incomodidad verme con tantas pequeñas bajezas. Los pecados más grandes son más netos y, cuando uno se anima, dan la sensación de cierta “grandeza”, de sincera valentía. Pero las mezquindades cotidianas como que se resisten a que uno las “acerque a la luz”, como dice Jesús: “Todo el que obra mal aborrece la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios”. A mi me ayuda escribir las cosas, porque al escribirlas como que terminan saliendo tal cual como las quería decir y luego, delante del confesor, las puedo leer. Si no, si las tengo dando vueltas, me influye más la persona del confesor: si muestra apuro no me explayo en algo que me gustaría, si habla él siento que me corta lo mío, si me alienta a seguir, profundizo más…

La cuestión es que hasta el Papa se confiesa y entra por ese molde que nos dejó Jesús y que institucionalizó la Iglesia. Es un sacramento y la gracia de la misericordia viene de esa fuente, con esos envases, en ese “quiosco”, con estos curas y con las vueltas y mañas de cada uno. Jesús está ahí y, como Nicodemo, cada uno tiene que encontrar su ratito para ir a verlo. Si es de noche, de noche. Pero no hay que perderse la cita. El Papa puso la cosa en términos de “camino”, de proceso, como a él le gusta. Cuando Jesús le dice a Nicodemo que el Padre lo envió para salvar al mundo, no para juzgarlo, uno se da cuenta de que le quiere quitar las cosquillas y los miedos y aclararle bien el asunto, que se trata de pura misericordia y bondad y que “el confesionario no es una cámara de torturas” como nos hace ver Francisco. El mismo Papa nos compartió que en este tiempo había estado “pensando a menudo cómo puede la Iglesia hacer más evidente su misión de ser testigo de la misericordia”. Es lo mismo, ¿se dan cuenta? El Señor siempre viene con la bondad de Dios y nosotros tenemos mil vueltas. El problema de Jesús y del Papa es cómo hacer para que creamos de verdad que Dios quiere salvarnos y no juzgarnos.

Pope Francis' General Audience

Ahí Francisco lo planteó como “un camino que comienza con una conversión espiritual; tenemos que recorrer este camino” –nos dice-. Y para ello, anunció un “Jubileo extraordinario que tendrá como centro la misericordia de Dios. Será un año santo de la Misericordia. Lo queremos vivir a la luz de la palabra del Señor: “sean misericordiosos como el Padre’ (Lc 6, 36). Y esto, especialmente para los confesores! Tanta misericordia!”. Dijo esto y se fue a confesar. Y cada uno tiene que imitarlo: agarrar e irse a confesar.

Ayuda primero dar gracias. Antes de meterse con los pecados, comenzar por dar gracias de todo lo lindo y lo bueno que el Señor no sólo nos ha dado sino que nos ha llevado a hacer. Dar gracias por lo mejor que tiene uno, comenzar por alguna limosna que uno haya dado o algún gesto de caridad que le haya salido espontáneo y hermoso y lo haya consolado a algún otro. La limosna borra multitud de faltas y si uno piensa en la cara de alguno al que dio una limosna seguro que se siente más confiado a la hora de acercarse a Jesús para pedirle perdón de sus pecados.

Depués viene el examen de conciencia de las faltas. Puede ayudar anotar primero que todo el pecado de vergüenza de confese. Fue lo primero que confesaron Adán y Eva cuando, después que pecaron, Dios los vino a buscar y ellos se escondieron. Cuando uno confiesa que le cuesta, después es más fácil decir lo que viene.

Una vez que uno está en la cosa, hay que dejarse “guiar” por el sacerdote. Es como ir al médico: unos te atienden mejor otros más distantes…, la cosa es que en la confesión es el Señor el que da la absolución y si te la da, no hay que fijarse mucho en la letra ni en el tiempo que tardó. Además, la confesión es una sola repartida en muchas veces a lo largo de la vida y lo que no se arregló del todo en una se arregla en otra. Lo importante es que, como les digo a los chinos, cuando me dicen que van a “hablar chino”: “Jesús entiende”. No importa que no entienda mucho el cura y tampoco que entienda todo lo que dice uno mismo. La confesión es sacramente de Su Misericordia y el Señor se las arregla para derramarla en nuestros corazones con los pobres medios que nosotros ponemos. Si la curó a la hemorroisa con que sólo le tocara la orla de su manto! El Señor se las arreglaba para decirle a la gente “tus pecados están perdonados” en las situaciones más extrañas. Los que miraban de afuera decían “de qué habla”, o “quien se cree que es éste”. Pero él le leía el corazón a la gente y sabía que se acercaban de muchas maneras y pidiendo esto o aquello pero que en el fondo lo que andaban buscando es que les perdonara los pecados. Igual que nosotros, igual que todos.

Al leer la homilía de ayer me llamó la atención que terminara diciendo que “la iglesia, que tiene tanta necesidad de recibir misericordia, porque somos pecadores, podrá encontrar en este jubileo la alegría para redescubrir y hacer fecunda la misericordia de Dios, con la cual todos estamos llamados a dar consolación a todo hombre y a toda mujer de nuestro tiempo. No nos olvidemos que Dios perdona todo, que Dios perdona siempre. No nos cansemos de pedir perdón”. El Papa nos anima a “recibir primero nosotros –la iglesia entera- esa misericordia que después estamos llamados a repartir, digamos, con gestos y obras. En este año del Sínodo de la Familia, en el que algunos por querer defender la doctrina endurecen el corazón, como si esta hubiera sido la estrategia de Jesús alguna vez y no todo lo contrario, como ser mostrarse más bueno hasta el punto de dar la vida por los pecadores, el Papa pone este marco de un año de misericordia para que guíe todo lo que hagamos y hablemos.

Termino con tres citas suyas:

En el primer Ángelus después de su elección, el Santo Padre decía que: “Al escuchar misericordia, esta palabra cambia todo. Es lo mejor que podemos escuchar: cambia el mundo. Un poco de misericordia hace al mundo menos frío y más justo. Necesitamos comprender bien esta misericordia de Dios, este Padre misericordioso que tiene tanta paciencia” (Ángelus del 17 de marzo de 2013).

También este año, en el Ángelus del 11 de enero, manifestó: “Estamos viviendo el tiempo de la misericordia. Éste es el tiempo de la misericordia. Hay tanta necesidad hoy de misericordia, y es importante que los fieles laicos la vivan y la lleven a los diversos ambientes sociales. ¡Adelante!”.

Y en el mensaje para la Cuaresma del 2015, el Santo Padre escribe: “Cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia”.

Para esto, el primer pasito delante de cada uno irá para el lado del confesionario más cercano. Hay una foto que no saldrá en los diarios del mundo pero sí en la red digital del cielo y es la nuestra, la tuya y la mía, arrodillados, como Francisco, en algún confesionario.

Diego Fares sj

 

Novedades Papa Francisco

Mensaje del papa Francisco para la Cuaresma 2016

1. Maria, icono de una Iglesia que evangeliza porque es evangelizada

En la Bula de convocación del Jubileo invité a que «la Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios» (Misericordiae vultus, 17). Con la invitación a escuchar la Palabra de Dios y a participar en la iniciativa «24 horas para el Señor» quise hacer hincapié en la primacía de la escucha orante de la Palabra, especialmente de la palabra profética. La misericordia de Dios, en efecto, es un anuncio al mundo: pero cada cristiano está llamado a experimentar en primera persona ese anuncio. Por eso, en el tiempo de la Cuaresma enviaré a los Misioneros de la Misericordia, a fin de que sean para todos un signo concreto de la cercanía y del perdón de Dios.

María, después de haber acogido la Buena Noticia que le dirige el arcángel Gabriel, María canta proféticamente en el Magnificat la misericordia con la que Dios la ha elegido. La Virgen de Nazaret, prometida con José, se convierte así en el icono perfecto de la Iglesia que evangeliza, porque fue y sigue siendo evangelizada por obra del Espíritu Santo, que hizo fecundo su vientre virginal. En la tradición profética, en su etimología, la misericordia está estrechamente vinculada, precisamente con las entrañas maternas (rahamim) y con una bondad generosa, fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las relaciones conyugales y parentales.

2. La alianza de Dios con los hombres: una historia de misericordia

El misterio de la misericordia divina se revela a lo largo de la historia de la alianza entre Dios y su pueblo Israel. Dios, en efecto, se muestra siempre rico en misericordia, dispuesto a derramar en su pueblo, en cada circunstancia, una ternura y una compasión visceral, especialmente en los momentos más dramáticos, cuando la infidelidad rompe el vínculo del Pacto y es preciso ratificar la alianza de modo más estable en la justicia y la verdad. Aquí estamos frente a un auténtico drama de amor, en el cual Dios desempña el papel de padre y de marido traicionado, mientras que Israel el de hijo/hija y el de esposa infiel. Son justamente las imágenes familiares —como en el caso de Oseas (cf. Os 1-2)— las que expresan hasta qué punto Dios desea unirse a su pueblo.

Este drama de amor alcanza su culmen en el Hijo hecho hombre. En él Dios derrama su ilimitada misericordia hasta tal punto que hace de él la «Misericordia encarnada» (Misericordiae vultus, 8). En efecto, como hombre, Jesús de Nazaret es hijo de Israel a todos los efectos. Y lo es hasta tal punto que encarna la escucha perfecta de Dios que el Shemà requiere a todo judío, y que todavía hoy es el corazón de la alianza de Dios con Israel: «Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5). El Hijo de Dios es el Esposo que hace cualquier cosa por ganarse el amor de su Esposa, con quien está unido con un amor incondicional, que se hace visible en las nupcias eternas con ella.

Es éste el corazón del kerygma apostólico, en el cual la misericordia divina ocupa un lugar central y fundamental. Es «la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado» (Exh. ap. Evangelii gaudium, 36), el primer anuncio que «siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis» (ibíd., 164). La Misericordia entonces «expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer» (Misericordiae vultus, 21), restableciendo de ese modo la relación con él. Y, en Jesús crucificado, Dios quiere alcanzar al pecador incluso en su lejanía más extrema, justamente allí donde se perdió y se alejó de Él. Y esto lo hace con la esperanza de poder así, finalmente, enternecer el corazón endurecido de su Esposa.

3. Las obras de misericordia

La misericordia de Dios transforma el corazón del hombre haciéndole experimentar un amor fiel, y lo hace a su vez capaz de misericordia. Es siempre un milagro el que la misericordia divina se irradie en la vida de cada uno de nosotros, impulsándonos a amar al prójimo y animándonos a vivir lo que la tradición de la Iglesia llama las obras de misericordia corporales y espirituales. Ellas nos recuerdan que nuestra fe se traduce en gestos concretos y cotidianos, destinados a ayudar a nuestro prójimo en el cuerpo y en el espíritu, y sobre los que seremos juzgados: nutrirlo, visitarlo, consolarlo y educarlo. Por eso, expresé mi deseo de que «el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina» (ibíd., 15). En el pobre, en efecto, la carne de Cristo «se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado» (ibíd.). Misterio inaudito y escandaloso la continuación en la historia del sufrimiento del Cordero Inocente, zarza ardiente de amor gratuito ante el cual, como Moisés, sólo podemos quitarnos las sandalias (cf. Ex 3,5); más aún cuando el pobre es el hermano o la hermana en Cristo que sufren a causa de su fe.

Ante este amor fuerte como la muerte (cf. Ct 8,6), el pobre más miserable es quien no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el más pobre de los pobres. Esto es así porque es esclavo del pecado, que lo empuja a utilizar la riqueza y el poder no para servir a Dios y a los demás, sino para sofocar dentro de sí la íntima convicción de que tampoco él es más que un pobre mendigo. Y cuanto mayor es el poder y la riqueza a su disposición, tanto mayor puede llegar a ser este engañoso ofuscamiento. Llega hasta tal punto que ni siquiera ve al pobre Lázaro, que mendiga a la puerta de su casa (cf. Lc 16,20-21), y que es figura de Cristo que en los pobres mendiga nuestra conversión. Lázaro es la posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que quizá no vemos. Y este ofuscamiento va acompañado de un soberbio delirio de omnipotencia, en el cual resuena siniestramente el demoníaco «serán como Dios» (Gn 3,5) que es la raíz de todo pecado. Ese delirio también puede asumir formas sociales y políticas, como han mostrado los totalitarismos del siglo XX, y como muestran hoy las ideologías del pensamiento único y de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que el hombre se reduzca a una masa para utilizar. Y actualmente también pueden mostrarlo las estructuras de pecado vinculadas a un modelo falso de desarrollo, basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos.

La Cuaresma de este Año Jubilar, pues, es para todos un tiempo favorable para salir por fin de nuestra alienación existencial gracias a la escucha de la Palabra y a las obras de misericordia. Mediante las corporales tocamos la carne de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos, alojados, visitados, mientras que las espirituales tocan más directamente nuestra condición de pecadores: aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar. Por tanto, nunca hay que separar las obras corporales de las espirituales. Precisamente tocando en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador podrá recibir como don la conciencia de que él mismo es un pobre mendigo. A través de este camino también los «soberbios», los «poderosos» y los «ricos», de los que habla el Magnificat, tienen la posibilidad de darse cuenta de que son inmerecidamente amados por Cristo crucificado, muerto y resucitado por ellos. Sólo en este amor está la respuesta a la sed de felicidad y de amor infinitos que el hombre —engañándose— cree poder colmar con los ídolos del saber, del poder y del poseer. Sin embargo, siempre queda el peligro de que, a causa de un cerrarse cada vez más herméticamente a Cristo, que en el pobre sigue llamando a la puerta de su corazón, los soberbios, los ricos y los poderosos acaben por condenarse a sí mismos a caer en el eterno abismo de soledad que es el infierno. He aquí, pues, que resuenan de nuevo para ellos, al igual que para todos nosotros, las lacerantes palabras de Abrahán: «Tienen a Moisés y los Profetas; que los escuchen» (Lc 16,29). Esta escucha activa nos preparará del mejor modo posible para celebrar la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte del Esposo ya resucitado, que desea purificar a su Esposa prometida, a la espera de su venida.

No perdamos este tiempo de Cuaresma favorable para la conversión. Lo pedimos por la intercesión materna de la Virgen María, que fue la primera que, frente a la grandeza de la misericordia divina que recibió gratuitamente, confesó su propia pequeñez (cf. Lc 1,48), reconociéndose como la humilde esclava del Señor (cf. Lc 1,38).

Vaticano, 4 de octubre de 2015 – Fiesta de San Francisco de Asis

Francisco

Fuente: AICA

‘El Misterio de sus llagas es el misterio de su Amor Misericordioso’

13/04/2015 – Traemos aquí el texto de la Homilía del Papa Francisco para este segundo domingo de Pascua. 

San Juan, que estaba presente en el Cenáculo con los otros discípulos al anochecer del primer día de la semana, cuenta cómo Jesús entró, se puso en medio y les dijo: «Paz a ustedes», y «les enseñó las manos y el costado» (20,19-20), les mostró sus llagas. Así ellos se dieron cuenta de que no era una visión, era Él, el Señor, y se llenaron de alegría.

 Ocho días después, Jesús entró de nuevo en el Cenáculo y mostró las llagas a Tomás, para que las tocase como él quería, para que creyese y se convirtiese en testigo de la Resurrección.

 También a nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, el Señor nos muestra, por medio del Evangelio, sus llagas. Son llagas de misericordia. Es verdad: las llagas de Jesús son llagas de misericordia.

 Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor misericordioso.

 A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos ver todo el misterio de Cristo y de Dios: su Pasión, su vida terrena –llena de compasión por los más pequeños y los enfermos–, su encarnación en el seno de María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la salvación: las profecías –especialmente la del Siervo de Yahvé–, los Salmos, la Ley y la alianza, hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los corderos sacrificados; e incluso hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita desde la tierra. Todo esto lo podemos ver a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado y, como María en el Magnificat, podemos reconocer que «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50).

 Ante los trágicos acontecimientos de la historia humana, nos sentimos a veces abatidos, y nos preguntamos: «¿Por qué?». La maldad humana puede abrir en el mundo abismos, grandes vacíos: vacíos de amor, vacíos de bien, vacíos de vida. Y nos preguntamos: ¿Cómo podemos salvar estos abismos? Para nosotros es imposible; sólo Dios puede colmar estos vacíos que el mal abre en nuestro corazón y en nuestra historia. Es Jesús, que se hizo hombre y murió en la cruz, quien llena el abismo del pecado con el abismo de su misericordia.

 San Bernardo, en su comentario al Cantar de los Cantares, se detiene justamente en el misterio de las llagas del Señor, usando expresiones fuertes, atrevidas, que nos hace bien recordar hoy. Dice él que «las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable misericordia de nuestro Dios».

 Es este, hermanos y hermanas, el camino que Dios nos ha abierto para que podamos salir, finalmente, de la esclavitud del mal y de la muerte, y entrar en la tierra de la vida y de la paz. Este Camino es Él, Jesús, Crucificado y Resucitado, y especialmente lo son sus llagas llenas de misericordia.

 Los Santos nos enseñan que el mundo se cambia a partir de la conversión de nuestros corazones, y esto es posible gracias a la misericordia de Dios. Por eso, ante mis pecados o ante las grandes tragedias del mundo, «me remorderá mi conciencia, pero no perderé la paz, porque me acordaré de las llagas del Señor. Él, en efecto, “fue traspasado por nuestras rebeliones” (Is 53,5). ¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo?» .

 Con los ojos fijos en las llagas de Jesús Resucitado, cantemos con la Iglesia: «Eterna es su misericordia» . Y con estas palabras impresas en el corazón, recorramos los caminos de la historia, de la mano de nuestro Señor y Salvador, nuestra vida y nuestra esperanza.

Fuente: NEWS.VA

«Dios nos ama con amor gratuito y sin límites»

Recordamos las palabras con las que reflexionaba Francisco sobre el Evangelio en el cuarto domingo durante la Cuaresma. 

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

 El Evangelio de hoy nos vuelve a proponer las palabras que Jesús dirigió a Nicodemo: ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único’ ( Jn 3,16). Escuchando esta palabra, dirigimos la mirada de nuestro corazón a Jesús Crucificado y sentimos dentro de nosotros que ¡Dios nos ama, nos ama de verdad, y nos ama tanto! He aquí la expresión más sencilla que resume todo el Evangelio, toda la fe, toda la teología: Dios nos ama con amor gratuito y sin límites. ¡Pero así nos ama Dios!

Este amor Dios lo demuestra ante todo en la creación, como proclama la liturgia, en la Plegaria eucarística IV «Has dado origen al universo para difundir tu amor sobre todas tus criaturas y alegrarlas con los esplendores de tu luz».

En el origen del mundo está sólo el amor libre y gratuito del Padre.

San Ireneo, un santo de los primeros siglos, escribe: Dios no creó a Adán porque tenía necesidad del hombre, sino para tener alguien a quien donar sus beneficios’ (Adversus haerenses, IV, 14,1) ¡Es así, el amor de Dios es así!

 Así prosigue la Plegaria eucarística IV: ‘Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca’. ¡Y ha venido con su misericordia! Como en la creación, también en las etapas sucesivas de la historia de la salvación resalta la gratuidad del amor de Dios: El Señor elige a su pueblo no porque se lo merezca – y le dice así: ‘Yo te he elegido precisamente porque eres el más pequeño entre todos los pueblos. Y cuando vino ‘la plenitud del tiempo’ a pesar de que los hombres hubieran quebrantado tantas veces la alianza, Dios, en lugar de abandonarlos, estrechó con ellos un vínculo nuevo, en la sangre de Jesús – el vínculo de la nueva y eterna alianza – un vínculo que nada podrá quebrar nunca.

 San Pablo nos recuerda: ‘Dios, rico en misericordia, – no lo olviden nunca: es rico en misericordia – por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo’ (Ef 2,4). La Cruz de Cristo es la prueba suprema del amor de Dios por nosotros: Jesús nos ha amado ‘hasta el fin’ (Jn 13,1), es decir no sólo hasta el último instante de su vida terrenal, sino hasta el extremo límite del amor. Si en la creación, el Padre nos ha dado la prueba de su inmenso amor donándonos la vida, en la pasión y muerte de su Hijo nos ha dado la prueba de las pruebas: ha venido a sufrir y a morir por nosotros. ¡Y ello por amor: tan grande es la misericordia de Dios! Porque nos ama, nos perdona. Con su misericordia Dios perdona todos y Dios perdona siempre.

 ¡Que María, que es Madre de Misericordia, nos ponga en el corazón la certeza de que somos amados por Dios. Que esté cerca de nosotros en los momentos de dificultad y nos done los sentimientos de su Hijo, para que nuestro itinerario cuaresmal sea experiencia de perdón, de acogida y de caridad!

Fuente: Radio Vaticana