¿Una Iglesia irrelevante?

Si hacemos el ejercicio intuitivo de proyectarnos a cinco o diez años vista, la pregunta que hay que hacerse es si la Iglesia catalana está caminando irremediablemente hacia la irrelevancia. Sin voz ni presencia públicas. Sin que se espere demasiado de ella. Más aún: si eliminamos la fuerza y la energía de las propuestas del Papa Francisco, ¿qué queda como voz y presencia propia de la Iglesia catalana? Cuidado: irrelevante no significa insignificante. Es compatible ser irrelevante con ser significativo. La Iglesia ocupa un espacio significativo en el ámbito educativo. Acoge y cuida a personas y grupos en las más diversas situaciones.

Está presente en muchas periferias sociales donde cubre un vacío retóricamente muy valorado por los poderes políticos y económicos, en la medida en que llena agujeros que a menudo nadie quiere atender, pero, en el fondo, a condición de que realice un servicio paliativo y no cuestione el equilibrio confortable de los mismos poderes políticos y económicos. Si algún día las instituciones de ámbito eclesial y de inspiración u origen cristiano dejaran todas a la vez de hacer la contribución que hacen, el cataclismo social que viviríamos sería de los que hacen época.

Pero esto es compatible con su progresiva desaparición del espacio público. Se diría que la opinión pública funciona desde el supuesto de que de la Iglesia solo se puede esperar fundamentalismo, abusos o irrelevancia. Y como es muy fácil etiquetar de fundamentalismo o de indoctrinación cualquier intento de tener voz propia, a veces parece que por miedo a este tipo de descalificaciones se acepta resignadamente la irrelevancia que permite vivir tranquilo en el propio vallado. Una irrelevancia que quiero ahora resaltar que se juega, entre otros, en dos campos: la voz pública y las identidades institucionales.

En la Iglesia se tiene experiencia directa y algo que decir en muchos ámbitos públicos concretos

En el espacio público parece que nadie espere de la Iglesia nada que decir en los debates que se plantean, ni que ella tenga mucho interés en hacerse presente. Cuando se habla de cultura, la teología no está ni se la espera, y vete tú a saber quién iría si se diera el caso. Incluso si partimos del supuesto —discutible— de que en Cataluña no hay voces eclesiales relevantes, cuando se organizan encuentros internacionales tampoco parece que se encuentre nadie a quien invitar. En la Iglesia se tiene experiencia directa y algo que decir en muchos ámbitos públicos concretos: políticas de vivienda, acogida e integración de migrantes, retos y desigualdades educativas, tratamiento de la pobreza y la exclusión, impacto humano de la IA… Pero bueno: que actúen pero que no digan nada, y más si no encajan en los consensos políticamente correctos (excepto si es necesario dar una pátina de pluralismo en debates supuestamente propios de católicos, como la eutanasia o el aborto).

Y que la cuestión religiosa como tal no aparezca, si no es en el formato de macedonia antropológica estilo «La Noche de las Religiones». El diálogo inter e intra religioso puede servir para cubrir expedientes y prevenir conflictos, pero no se le atribuye un interés intrínseco de presente, y menos de futuro. De hecho, hoy la consigna implícita es espiritualidad sí, religión no. Lo cual, en un contexto multirreligioso y laico podría tener sentido, si tan a menudo no se redujera la espiritualidad a una mezcla de bienestar emocional, autoayuda y coaching a la moda. Pero hablar de Dios, de sentido o propósitos vitales solo lleva a la prevención del fundamentalismo y la indoctrinación o a la promoción activa de la indiferencia.

En algunos ámbitos eclesiales, a veces se confunde proyección hacia el futuro con gestión resignada de la disminución, con una mezcla de melancolía y atrincheramiento.

Volvamos a proyectarnos cinco o diez años en adelante: tenemos instituciones de inspiración o fundación cristiana. Algunas con su identidad vinculada a instituciones religiosas (escolapios, vedrunas, jesuitas, Lestonnac, obispados, etc.). Muchas son educativas, pero las hay de muchos otros tipos. ¿Cómo hacer que su identidad no sea una etiqueta o un recuerdo de los orígenes en los discursos de inicio de curso? ¿Cómo hacer que su identidad sea relevante para los que están ahí y para los que se acercan a ella? (Y más si tenemos en cuenta que identidad no significa protección del pasado, sino proyección de futuro). En los últimos años se han tomado muchas y magníficas iniciativas en esa dirección. Pero, en términos de identidad, es necesario hacer hincapié, de forma integrada, en tres dimensiones: formación de quienes forman parte de la institución, acompañamiento de los responsables y directivos, y gobernanza institucional. Porque la identidad será el resultado de esa triple integración y, si falla una de las patas, cae.

En algunos ámbitos eclesiales, a veces se confunde proyección hacia el futuro con gestión resignada de la disminución, con una mezcla de melancolía y atrincheramiento. Es otra forma de optar por la irrelevancia. Pero afrontar esto comporta entrar en otro ámbito, que ahora no podemos plantear, pero que sin duda forma parte nuclear del riesgo de la irrelevancia: el camino que hay que recorrer para que la Iglesia sea una Iglesia de cristianos, y no solo de los obispos y del clero. Camino que sería un colosal error reducir solo a una cuestión de estructuras y relaciones de poder. Pero, sobre todo, un camino que hay que recorrer reconociendo de entrada que si se esperan cinco o diez años igual ya no se está a tiempo. Entonces habrá sido la propia Iglesia la que habrá optado activamente por la irrelevancia.

Josep M. Lozano

@cristianismeijusticia | t.ly/GAJsP

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