Viernes Santo: Un Dios que Ama sin Negociar su Amor
A lo largo de esta semana santa compartiremos distintos materiales escritos por jesuitas de Argentina y Uruguay, con la invitación a no dejar pasar esta semana santa sin haber rezado, reflexionado y acompañado el camino de Jesús desde su entrada gloriosa en Jerusalén hasta su Resurrección en el Domingo de Gloria.
Por Maximiliano Koch SJ
Solemos leer la historia con los ojos puestos en Jesús. Le contemplamos solo, sufriendo, incomprendido. Y tal mirada está muy bien, pero para comprender qué sucedió aquél viernes en que fue crucificado, quizá tengamos que detenernos un momento en los otros personajes, los que le rodeaban, los que lo traicionaron, los que lo abandonaron. Y preguntarnos por qué actuaron así frente al hombre con el que habían compartido vida, proyecto, sueño, alegrías, tristezas.
¿Entregó Judas a Jesús por unas monedas? ¿Pedro le abandonó sólo por miedo? Los demás, ¿se escondían porque temían ser también crucificados? Todo esto es posible. Pero quizá exista una razón más profunda, una razón que a nosotros mismos nos cuesta asimilar dos mil años después de aquél suceso: Cristo, aquél día, con aquella muerte, decepcionó a sus seguidores y amigos. Ese hombre, aquél señalado como el “Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16), después de ser humillado e insultado, estaba siendo traspasado en un madero.
Ese hombre no podía ser el Mesías. Porque el Mesías debía ser capaz de liberar al pueblo, como lo hizo Moisés. O llevar a Israel a la gloria, como lo hizo David. Debía ser capaz de librar del dolor, de la injusticia, del sufrimiento, de la angustia. Y, sin embargo, aquél de quien esperaban tantas cosas (Lc 24,21), se desangraba aquél viernes en una cruz, dando bocanadas para respirar todavía un poco más. Un poco más…
Sí… Jesús decepcionó a sus amigos aquél viernes de dolor en Jerusalén. Y en esa decepción, todos sus gestos y palabras quedaron olvidadas o parecieron perder su sentido. El sueño de un reino de Dios, de justicia y amor, colgaba ahora en el Gólgota y los dueños del poder, aquéllos a los que había denunciado, parecían tener la razón: éste no podía ser el Mesías. La muerte de Jesús decepcionó a sus amigos y sus amigos le dejaron solo. Todo se puso en duda… ¿De qué valía morir por un proyecto que no era? Y la duda disipó a los que habían invertido su vida, sueños y esperanzas en aquél hombre.
Y tenemos que reconocer que nosotros tenemos mucho de Pedro, de Tomás, de Judas. Esperamos todavía ese Dios que nos libre del dolor y la injusticia. Y nos decepcionamos cuando ese Mesías no soluciona mágicamente nuestras vidas. Y nos preguntamos qué sentido tiene permanecer junto a la cruz, ser humillados por un mundo que vende al justo por dinero y al necesitado por un par de sandalias (Am 2,6). Y nos alejamos también nosotros, decepcionados, sintiéndonos traicionados porque Dios no es lo que esperamos.
Y Jesús, al igual que cuando fuera tentado en el desierto al iniciar su camino (Mt 4,1-11), rechazó esas expectativas de divinidad. Y nos mostró, aún con dolor y decepción, quién es verdaderamente Dios: aquél que ama sin negociar su amor y aquél que ama entregándose hasta el último aliento. Y este amor de Dios no se impone, no se exige: se ofrece como la alternativa para terminar con las injusticias, la violencia, la indiferencia. Pero chocando con las injusticias, la violencia, la indiferencia, puede tornarse peligroso al hacernos vulnerables. Pero no se puede amar sin hacerse vulnerable y sin que nuestra vida se comparta con los vulnerables. Y la vulnerabilidad absoluta cuelga en el Gólgota, desangrándose, compartiendo los dolores de tantos hombres y mujeres que se desangran en esta tierra. Porque para ellos, como para Jesús y para el amor, parece que no hay sitio en el albergue (Lc 2,7). Y la cruz nos señala, por último, que en el amor no siempre hay éxitos y que la felicidad que promete no está en el resultado, sino en la entrega generosa y absoluta.
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