Vivir para Contarlo
Frente a los conflicto del mundo de hoy los niños acaban siendo los más afectados y con menos posibilidades de defenderse.
Por Emilio José Gómez Ciriano
“Se lo voy a decir todo a Dios” cuentan que dijo un niño en un hospital de Siria poco antes de morir a consecuencia de las heridas de la guerra. Otros tantos niños podrían contar sus historias si alguien quisiera escucharlas, como las decenas de miles de menores no acompañados que cruzan desde Centroamérica y México hacia los Estados Unidos (206.962 menores no acompañados entre 2013 y 2016 de acuerdo con la US Customs and Border protection agency) o los que espantados por la demolición del Campamento de la Jungla en Calais en Noviembre del año pasado huyeron sin que todavía hoy se sepa su paradero.
“¿Quién salvará esta chiquillo menor que un grano de avena? ¿de donde saldrá el martillo verdugo de esta cadena?” clamaba Miguel Hernández en su poema “El niño yuntero”, porque lo cierto es que estos menores desamparados llegan a nuestros lindes sin presunción de inocencia. No hace mucho escuché de boca de una funcionaria de la Comisión Europea que “los menores ilegales de hoy serán los menores criminales de mañana”, toda una declaración de intenciones para una política de recepción de solicitantes de protección internacional que en la práctica desoye los Convenios de Ginebra y la normativa comunitaria sobre los procedimientos de asilo. Que sigue aplicando procedimientos de identificación para averiguar la edad de los menores que han sido considerados como altamente cuestionables por eminentes médicos y que como consecuencia de ellas muchos menores no son considerados como tales y separados de sus familias
“Somos el mundo, somos los niños” cantaban unos bienintencionados artistas allá por el año 1985 en un concierto denominado “USA for Africa” al que luego siguieron numerosas réplicas de canciones parecidas en distintas lenguas. Lo cierto es que a pesar de conciertos, imágenes de hambrunas, de guerras, de “aylanes” varados en las costas, una vez pasadas las euforias solidarias que movilizan a la audiencia a golpe de compasión programada, vuelve a imperar el miedo al otro, aunque ese otro sea un niño. El miedo a que pueda ser demasiado visible, a que pueda despertar posicionamientos xenófobos (ironías de la vida). El mismo miedo que acompañó a la niña, al niño, cuando huyó de la guerra y que lo sigue acompañando en la segura y garantista Unión Europea.
Fuente: Entre Paréntesis
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