“Yo no pude quedarme en casa”: la migración en tiempos de coronavirus
Aunque escuchaba todos los días el llamado en los medios de comunicación y del terror que le tiene al coronavirus, Elena no pudo quedarse en casa. Se vio obligada a migrar para no morir de hambre en su país. En tierra extraña había logrado alquilar una habitación y vendía caramelos en el transporte público. Ahora debido a las medidas de confinamiento casi no puede trabajar y por falta de ingresos la echaron del “alojo”. Está durmiendo en una plaza a la intemperie.
Ha sentido fiebre y una tos intensa le quita las fuerzas. Fue a un colapsado centro de salud, pero no tuvo como comprar los medicamentos. Con tristeza y preocupación escuchó en las noticias que para ella no habrá vacuna, porque es extranjera. Aún llora a varios de sus amigos venezolanos que han muerto solos y abandonados como consecuencia del terrible virus, pagaron con sus vidas el precio de ser migrantes vulnerables, de ser pobres.
A finales del 2020, el Papa Francisco regaló a la humanidad una nueva Encíclica Social, la Fratelli Tutti, en la cual afirma que la pandemia “dejó al descubierto nuestras falsas seguridades y evidenció la incapacidad de actuar conjuntamente” (FT 7). Dice que el coronavirus demostró que, a pesar de estar hiperconectados, “existe una fragmentación que vuelve más difícil resolver los problemas que nos afectan a todos” (FT 7).
Según la OIM (Organización Internacional para las Migraciones) más de la mitad de los migrantes ha perdido su trabajo durante la pandemia. Un 82% ha tenido que reducir las remesas a sus familiares. Para finales de 2021 al menos 33 millones de personas más pasarán hambre en todo el mundo debido a la disminución del dinero que envían los migrantes.
¿Peor el remedio?
El portavoz de la OIM, Joel Millman alertó: “Son seres humanos. Se ven afectados de la misma manera que todos por esta emergencia de salud pública. El mensaje más importante es tratar a las personas con dignidad y recordar que el pleno respeto por sus derechos no cambia en estas circunstancias”.
El Servicio Jesuita para Refugiados (JRS), junto con un centenar de organizaciones han advertido a los gobiernos que “la exclusión de personas migrantes y refugiadas de los planes para prevenir y combatir la pandemia pondría en riesgo las metas de salud pública de los países receptores”. Además Organizaciones defensoras de los derechos de las personas en movilidad forzada destacan que “el derecho a la salud se debe garantizar sobre la base del principio de igualdad y no discriminación, elemento vertebrador de todo el Derecho Internacional (DIDH)”.
Por su parte, la Red CLAMOR ha denunciado, con base en el principio de la Doctrina Social de la Iglesia del Destino Universal de los Bienes, que el acceso a las vacunas anti-covid-19 debe ser garantizado a todos los seres humanos, sin importar su estatus migratorio. La vacuna no puede convertirse en un privilegio de las minorías ricas, de los poderosos, ni un mecanismo más de exclusión, en el marco de la cultura del descarte.
En esa dirección señala el Papa Francisco: “una tragedia global como la pandemia de Covid-19 despertó durante un tiempo la consciencia de ser una comunidad mundial que navega en una misma barca, donde el mal de uno perjudica a todos. Recordamos que nadie se salva solo, que únicamente es posible salvarse juntos”.
Ante las políticas de muchos gobiernos de tratar a los migrantes como delincuentes el riesgo de contagio se incrementa en lugares de detención donde es difícil mantener la distancia para evitar el contacto con otras personas.
El Covid-19 está dejando una estela de dolor y muerte en el mundo entero. Desde mucho antes los virus de la injusticia y la indiferencia mataban a millones de personas de hambre, de miseria, de exclusión. Urge cada vez más derribar los muros que impiden el acceso a una vida digna a todos y todas. Construyamos puentes.
Fuente: vidanuevadigital.com
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