El Evangelio en el Fútbol

La alegría y la fuerza de vivir de manera auténtica el evangelio tendrían que parecerse más a la emoción que el fútbol despierta.

Por Jorge Berli SJ

El papa Francisco invitaba a todos los jóvenes, en la JMJ de 2013, a que jugaran en el equipo de Jesús. Observó que los creyentes nos movemos en el campo de la fe y lo comparó con un lugar de entrenamiento, como es la cancha de fútbol ¿Qué tienen en común nuestra fe con la emoción que despierta el fútbol?

Nuestro equipo no es de un solo color

Conviene adelantar, a modo de salvedad, que no vivimos nuestra fe como antagonistas a otros. En este sentido, la competencia deportiva (incluso la más leal) no es representativa de nuestra forma de ser cristianos delante de otros.

Nuestra adhesión a lo que creemos nos lleva, muchas veces, a luchar por valores y a defenderlos como ocurre, por ejemplo, con la promoción de la vida humana. Eso es valiente y evangélico pero no deberíamos caer en la tentación de vivirlo como una competencia para vencer al oponente. Más allá de nuestros pensamientos y actos, el amor de Dios está siempre abierto a todos. Éste se parece más a una cancha de barrio o de plaza antes que a un club reservado sólo para socios.

Salir a la cancha

La alegría y la fuerza de vivir de manera auténtica el evangelio tendrían que parecerse más a la emoción que el fútbol despierta. Dios nos ama con locura y tiene puesta su mirada repleta de misericordia sobre nosotros. Desbordante como esas tribunas infinitas que parecen latir, rebosar y explotar al gritar un gol. Si nos conectáramos más con la vivencia interior de que Dios nos ama así, constante e incondicionalmente, compartiríamos más y de muchas otras maneras este don de amor con otros. Es lo que hizo Jesús. Ponerse la camiseta de cristiano es verme en este estadio del amor de Dios, asumirlo para mí y repartirlo con otros.

San Ignacio señala, en los Ejercicios Espirituales, que no es la inteligencia la que más mueve el sentido de nuestra vida sino, preferencialmente, el afecto: “no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente” [EE 2].  Por eso, para que nuestra pasión por Dios crezca, no basta con una adhesión racional a la fe, sino que necesitamos de nuestra experiencia afectiva de encuentro personal con Él en la oración. Rezar es disponerme a escuchar a Dios. Dios podría hablarme como un DT, que me comunica una idea de juego para que yo ocupe el lugar que me corresponde. O Dios podría acercarse a decirme suavemente, como mi mejor amigo, antes de que yo salga a jugar, cuán feliz espera que yo sea y, en ese momento, todo el ruido de un estadio sería enmudecido por la paz de sus palabras.

Estar justo ahí

No somos un título, ni un éxito o fracaso, ni un lugar social. En la oración encuentro mi verdadera identidad que es el reconocerme hijo de Dios. No hay otra cualidad para definirme que encuentre más conexión con el evangelio. Desde el día de nuestro nacimiento, Dios nos viste con Su misma camiseta para jugar en la cancha de la vida.

¡Vivir esta vocación tiene que apasionarnos! Nos tiene que emocionar sentir que si actuamos de acuerdo a esa identidad de hijos, vamos a estar haciendo en la cancha lo que tenemos que hacer. Vamos a estar justo en el lugar donde debemos estar. En el fútbol, no hay nada más lindo que una armonía de jugadores que se encuentran en el momento que tenían que hacerlo, para que la coreografía del gol parezca mágicamente ocurrir. Así sucede también, cuando al presentarse ante nosotros una injusticia, nuestro actuar como equipo restablece el amor primero de Dios por la humanidad: esto es el evangelio. Cuando inclino mi cuerpo para servir a otro, la pelota toca mis pies y atraviesa el arco.

 El gol del evangelio

Nuestro triunfo, entiéndase bien, es hacer presente el evangelio. Que ese objetivo nos quite el sueño, como a Alberto Hurtado que casi no dormía; que no dejemos a nadie sólo, como con su presencia llegaba a todos el cura Brochero. Que cubramos con nuestros brazos a los últimos, como hizo la Madre Teresa; que paremos con el pecho el odio, como Oscar Romero; que no nos movamos de nuestra marca como las cuatro hermanas Dominicas de Maryknoll en El Salvador. Que seamos imparables, como Angelelli a quien tuvieron que derribar; que no nos cansemos de correr aun cuando nos cueste caminar, como a Juan Pablo II y que nuestra vida esté más cerca de Dios, cuanto más próximos estemos del área (de las fronteras) como expresó Pedro Arrupe con su vida. 

¡Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar! Vibrar por el amor a los demás, como hacían los primeros cristianos y los santos. Como hacemos vos y yo, cada vez que nos animamos a compartir este amor que es locura, coreografía apasionada por meter el gol del evangelio.

 

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