Hoy quiero dedicar unas líneas a la gente buena. No me refiero a la buena gente, es decir, todos aquellos con quienes nos cruzamos cada día o tenemos algún encuentro casual y que hacen la vida más fácil con su amabilidad y su simpatía. De esta buena gente, gracias a Dios, no falta.
Hoy, sin embargo, quiero hacer un homenaje a la gente buena, es decir, a aquellos que, por su compromiso de vida, por sus gestos y sus detalles, por su manera de sentir, de mirar y de caminar por la vida apuntan a algo más sublime, quizá a algo que les sobrepasa a ellos mismos. Por ejemplo, aquel que renuncia a un puesto de trabajo que cualquiera quisiera para sí para dedicarse a algo más vocacional y que ayudará a más personas aun cobrando mucho menos; la que atraviesa medio mundo −literal−por acompañar los momentos importantes −bodas y funerales− de su gente cuando todo el mundo entendería que no viniera; el que abre las puertas de su casa para acoger a otro que se ha quedado en la calle y pasadas unas semanas no se le nota ni que está incómodo con su intimidad invadida ni que está haciendo un favor.
Gestos pequeños que dejan entrever un corazón grande. Detalles gratuitos que son impagables para quien los recibe. Muestras de bondad que apuntan más allá de la persona.
Y es que esta gente buena nos abre los ojos: Dios nos cuida a través de sus gestos desinteresados. Sólo queda agradecer y hacerse pequeño. Con estos detalles sencillos, una vez más, se derrumban nuestros cálculos de «esto te he entregado, esto espero recibir» y los desenfoques sobre nuestra figura en los que nos colocamos más arriba o más abajo del lugar que nos corresponde. Porque de esta gente buena recibimos algo inesperado e inmerecido y porque, reconozcámoslo, nos dan mil vueltas.
Sus nombres deberían estar escritos en una placa para ser recordados. Y si bien raras veces obtendrán un reconocimiento público, al menos sus nombres deberían estar bien grabados en un lugar donde podamos nosotros mirar de vez en cuando.
Porque la gente buena sostiene el mundo o, más modestamente, nos sostiene a nosotros.
Cada vez que nuestra fe tiemble, que nos sintamos solos, que desconfiemos del género humano o que comprobemos que es posible darnos un poquito más, deberíamos volver la vista a esos nombres para reconocer que Dios ya nos amó primero y que espera de nosotros que también nos entreguemos con bondad.
Vaya, pues, este homenaje agradecido a la gente buena al que, estoy seguro, muchos de los que lo han leído se querrán apuntar.
Los estudiantes de Teología que inician su tercer año en los CIFs de Belo Horizonte, Bogotá y Santiago estuvieron reunidos en el Centro Loyola de San Salvador (El Salvador) para la experiencia del Mes Arrupe. Un tiempo y un programa dedicados a considerar el ministerio sacerdotal, de cara a la Ordenación Diaconal y Presbiteral en un futuro cercano.
El grupo está formado por 24 escolares, de los cuales ocho proceden de Belo Horizonte, nueve de Bogotá y siete de Santiago. Su procedencia es muy variada: un mexicano, un guatemalteco, dos salvadoreños, cuatro colombianos, dos ecuatorianos, dos peruanos, un boliviano, tres chilenos, dos argentinos, tres brasileños, un polaco y dos estadounidenses.
La primera parte del programa son los Ejercicios Espirituales, individualmente acompañados a lo largo de nueve días. Las otras dos partes están dedicadas a talleres sobre el sacerdocio en la Compañía de Jesús, y la afectividad en la perspectiva del ministerio ordenado. Para ello contamos con la orientación de los PP. Johnny Veramendi (VEN) y Kevin Flaherty (CDT).
El Equipo de formadores, que acompañan los Ejercicios, está compuesto por los PP. Gonzalo Contreras (CHL Coordinador), Javier Osuna (COL), Adelson Dos Santos (BRA), Karmelo Egüen (CAM) y Juan Miguel Zaldua (VEN-CPAL).
La provincia centroamericana, en la persona de su provincial Rolando Alvarado, del socio Fidel Sancho, y del responsable del Centro Loyola Carlos Manuel Álvarez, nos ha brindado una excelente acogida y un sinfín de detalles y apoyo para la realización de esta experiencia.
Además el marco eclesial y jesuítico de San Salvador, que evoca las figuras señeras de Monseñor Romero y los seis compañeros jesuitas asesinados en la Universidad Centroamericana, es una referencia luminosa, muy acorde al sentido y objetivo del Mes Arrupe.
Como hace ya 6 años, se realizó el recreativo de verano en la obra de Manos Abiertas Entre Rios (Concordia), la escuela San Roque González.
Voluntarios deManos Abiertas Santa Fey miembros de la comunidad delColegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, viajaron hasta el barrio de Benito Legerén para brindarles a los alumnos de 1ro a 6to año del colegio unas «Clases Encubiertas» a mitad de sus vacaciones de verano que incluían Pileta, Aula (Matemática y Lengua), Inglés, Deportes, Computación, Plástica y Caminata (Sorpresa).
Por la tarde y de a 3 salieron a visitar cada una de las casas del barrio, otros realizaron la capacitación GIA a los alumnos de 5to año (Secundaria), también se realizó apoyo escolar a los chicos del hogar y por último juegos y actividades con los jóvenes-adolescentes del barrio.
Para los que no conocen, Benito Legerén es un barrio que está a unos 10 Km del centro de Concordia y que quedó muy marginado cuando se funde uno de los frigoríficos más grandes que tenía la Argentina en ese momento.
La libertad es uno de esos temas imposibles de abarcar, pero que siempre viene de visita y hay que atenderlo. No podemos despedirlo sin más, es parte de nosotros. Constituye el núcleo fundamental de toda vida humana. Por eso, en su gran mayoría las personas afirmamos ser libres y con derecho a ejercer la libertad.
Pero al mismo tiempo ¿no nos encontramos a nivel interior con la paradoja de querer ser libres sin poder experimentarlo, de desear la libertad y no poder conseguirla, de anhelar ejercerla y no lograr hacer lo que queremos en verdad por temor? ¿Qué sucede cuando más libres queremos ser y más presos nos sentimos? ¿Qué será aquello que viene a la mente cuando pensamos en nuestra posibilidad de ser libres? ¿Qué pasaría si fuéramos libres en serio?
Una libertad simplemente humana
Lo que sucede con frecuencia es que creemos que la libertad es algo abstracto, filosófico o político. Y resulta ser algo más bien concreto y tangible en más de una ocasión. Si alguien nos dijera: “¿Eres libre de hacer, pensar, o decir esto o aquello? Probablemente diremos a la ligera que sí, pero cuando nos detenemos con honestidad se advierte que dicha libertad no es tan cristalina y pura como pretendemos. Si no ¿por qué hacemos cosas que no queremos? ¿por qué nuestros pensamientos y sentimientos más de una vez nos dominan? ¿por qué decimos cosas que hubiésemos preferido callar o viceversa? Esto indica que hay algo en el fondo de nuestra libertad que le hace contrapeso y no la dejar ser libre. ¿Qué es aquello que “opaca” nuestra libertad?
La herencia platónica nos ha hecho pensar que existe una idea de libertad absoluta, pero lo cierto es que no existe la libertad como tal sin seres humanos. No hay libertad, hay hombres libres. Y los seres vivimos en un contexto concreto, delimitado por una historia y una geografía, tenemos ciertas características psicológicas y personales heredadas e intransferibles, habitamos un mundo con otros seres tan personas como tú y yo, pertenecemos a instituciones que tienen reglas, soñamos con un futuro que nos motiva a seguir caminando en la vida. Cada uno de estos elementos multiplicados por la cantidad de seres humanos del mundo y de la historia forman parte de eso que llamamos libertad personal y colectiva. Complejo, sí, pero humano, encarnado y real.
Esto da la pauta de que quien quiera conocer cuál es la intensidad de su libertad personal deberá cuestionarse, al menos, sobre quién es, de dónde viene, cuál es su contexto, quiénes habitan su vida y cómo lo afectan, cómo es su carácter, su debilidad y su fortaleza. Habrá de preguntarse cómo es el mundo que le toca vivir, cómo es aquel sueño que lo invita a seguir vivo.
Si no, seguirá pensando que su libertad es algo abstracto que lo lleva a reclamar todos los derechos y a no cumplir con ninguna obligación que no le guste, creerá la falacia de que su libertad comienza donde empieza la del otro marcando el territorio como si los demás fueran sus enemigos, tendrá las fantasías del niño omnipotente que puede solo contra el mal, sentirá que él es su propio fundamento y que no le debe nada a nadie, pensará que todos gozan del mismo grado de libertad y le reclamará mezquinamente a los demás que se ajusten a su parámetro de análisis de la realidad.
Vivir desde una libertad liberada
Cuando interiormente se nos va dando comprender lo que significa ser libres pasa algo genial.Desaparecen los miedos y temores al desatarse los nudos de nuestra historia. Y entramos a la vida como hijos y hermanos. Las cosas comienzan a ubicarse en su lugar y nos despojamos de lo que entorpece la felicidad. Sentimos que los demás no son una amenaza a mi parcela de “libertad”, sino que caemos en la cuenta de que o somos libres todos, o nadie puede serlo. Nos anima la posibilidad de que seamos cada vez más las personas liberadas de condicionamientos, porque nosotros hemos sido honestos con los nuestros.
Sabernos libres nos hace capaces de luchar hasta dar la vida por los otros sin miedo, como hacen las madres y los padres valientes. Respondemos con frescura a la pregunta de para qué ser libres. Crece el valor de la vida, el servicio y la compasión con los que temen, sufren y viven maniatados. Disminuyen las “obligaciones” y aumentan las motivaciones para hacer las cosas bien. Se vive con coraje la tensión de custodiar nuestro ser libre de las estructuras, ideologías y personas que nos esclavizan, y no dejan que nuestro espíritu participe del misterio de la verdadera vida donde la esperanza lo llena todo.
Entonces, comprendemos aquello que quiere Jesucristo para el hombre: hacerlo tan libre como él para que esté con sus hermanos cada vez más cerca del Padre.
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él»
Pregunta, en tu vida: ¿Tienes un plan de vuelo? ¿Tienes un carnet de ruta? ¿Tienes clara tu misión? ¿A dónde vas? ¿Cuál es tu rumbo? ¿Qué buscas? ¿Qué sueñas? ¿Qué quieres? ¿Qué esperas construir? ¿Quién quieres ser? ¿Qué deseas hacer?
¡Qué difícil responder a todas y cada una de estas preguntas! Y, sin embargo, Jesús lo logra, Jesús responde de una a todas estas preguntas y lo hace en el espacio de un par de tweets, dice Jesús: “he sido enviado a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.
¡Sí! Jesús tiene clara su Misión, tiene claro su lugar en el mundo, tiene claro quién es y qué ha venido a hacer. En el día de hoy, podríamos también nosotros animarnos a hacer lo que él hizo, buscar el rumbo de nuestras vidas en la Palabra de Dios (Jesús encuentra su plan de vuelo leyendo, en este caso, al profeta Isaías), y confirmar ese rumbo dejando que Dios sople en nosotros su Espíritu y nos consagre, nos unja, nos envíe (Jesús reconoce sobre sí el Espíritu y la bendición de Dios, por eso se anima a la Misión).
Demos ahora otro paso y ahondemos en este sueño de vida que nos comparte Jesús. ¿No notamos algo extraño? ¿No observamos algo totalmente extraordinario y anti-mundano? En el rumbo que Jesús se traza, en la Misión que Jesús encara, en el Programa de vida que nos comparte Jesús tiene un único fin: servir a los demás, vivir para los otros, darse por entero a las necesidades ajenas, nunca a las propias. (…) Todo plan en la vida de Jesús es servicio a los demás, todo programa en la vida de Jesús es auxilio de los otros, toda misión en la vida de Jesús es que los otros tengan vida y vida en abundancia.
¡Cuánto no debiera interpelarnos este Jesús a nosotros!
El P. Adolfo Nicolás SJ. (actual General de los Jesuitas), en sus discursos a los alumnos de universidades de la Compañía de Jesús, suele decir algo bien notable: “No queremos formar a los mejores del mundo, sino que queremos formar a los mejores para el mundo, porque la excelencia de una persona se mide ante todo en su capacidad de servir a la familia humana”.
Qué gran llamada la que nos hace Jesús con su programa de vida, la de ser “hombres para los demás” (como tan bien decía otro General de los Jesuitas, el P. Arrupe SJ.). Qué gran invitación ésta de gastar la vida en el servicio a los otros. ¿Puede haber algo más cristiano que esto? A saber: des-centrarse, para poner en el centro a los otros… Olvidarse sanamente de uno mismo, para vivir ocupado de los demás… Despojarse de los propios intereses, para velar por los intereses de los pobres, de los oprimidos, de los enfermos, de los excluidos… ¿Puede haber algo más digno, más humano, más divino que acabar dando la vida en el servicio?
Dejémonos interpelar por el Proyecto de Jesús y pidamos su Espíritu para animarnos a compartir con Él, la Misión y la Vida.
No te inquietes por las dificultades de la vida,
por sus altibajos, por sus decepciones,
por su porvenir más o menos sombrío.
Quiere lo que Dios quiere.
Ofrécele en medio de inquietudes y dificultades
el sacrificio de tu alma sencilla que,
pese a todo,
acepta los designios de su providencia.
Poco importa que te consideres un frustrado
si Dios te considera plenamente realizado,
a su gusto.
Piérdete confiado ciegamente en ese Dios
que te quiere para sí.
Y que llegará hasta ti, aunque jamás lo veas.
Piensa que estás en sus manos,
tanto más fuertemente cogido,
cuanto más decaído y triste te encuentres.
Vive feliz. Te lo suplico. Vive en paz.
Que nada te altere.
Que nada sea capaz de quitarte tu paz.
Ni la fatiga psíquica. Ni tus fallos morales.
Haz que brote,
y conserva siempre sobre tu rostro,
una dulce sonrisa,
reflejo de la que el Señor
continuamente te dirige.
Y en el fondo de tu alma coloca,
antes que nada,
como fuente de energía y criterio de verdad,
todo aquello que te llene de la paz de Dios.
Recuerda:
cuanto te deprima e inquiete es falso.
Te lo aseguro en el nombre
de las leyes de la vida
y de las promesas de Dios.
Por eso,
cuando te sientas apesadumbrado, triste,
adora y confía.
Nacido el 14 de noviembre de 1907 en Bilbao, en el seno de una familia acomodada, último de cinco hijos, su padre era arquitecto y su madre hija de un médico, ambos profundamente creyentes. Niño vivaz y estudiante extraordinario, como alumno de los Escolapios con once años entró en la Congregación Mariana, en cuya revista “Flores y Frutos” escribió en marzo 1923 un breve artículo sobre San Francisco Javier, Japón y las Misiones. No podía sospechar entonces el joven que quince años más tarde él mismo habría de seguir, como misionero, las huellas de Francisco en Japón.
Ese mismo año empezó los estudios de Medicina en Madrid; era un excelente estudiante. Amaba extraordinariamente la música, iba con frecuencia a la ópera y con su hermosa voz de barítono cantaría más tarde en ocasiones especiales, como misionero en Japón e incluso como Prepósito General.
Un compañero de estudios le invitó a hacerse miembro de las Conferencias de San Vicente y a visitar familias pobres en los suburbios de Madrid, experiencia que después describió del modo siguiente: “Aquello, lo confieso, fue un mundo nuevo para mí. Me encontré con el dolor terrible de la miseria y el abandono. Viudas cargadas de hijos, que pedían pan sin que nadie pudiera dárselo; enfermos que mendigaban la caridad de una medicina sin que ningún samaritano se la otorgase…”
En julio de 1926, durante sus prácticas con los enfermos, viajó a Lourdes, donde fue testigo de tres curaciones extraordinarias: una religiosa paralítica pudo volver a caminar al paso de la custodia; una mujer con cáncer de estómago en estado terminal, curada en tres días; un joven con parálisis infantil que saltó de su silla de ruedas en el momento de la bendición eucarística. Sobre ellos escribió: “Sentí a Dios tan cerca en sus milagros, que me arrastró violentamente detrás de Sí.” Impresionado por las experiencias de Lourdes, maduró su decisión de hacerse jesuita.
El 25 de enero de 1927 Pedro Arrupe entró en el noviciado de la provincia jesuítica de Castilla, en Loyola, e hizo sus primeros votos en diciembre de 1928. Durante los Ejercicios Espirituales de ocho días en su primer año de juniorado despertó en él la llamada misionera, por lo que tras consultar a su director espiritual escribió una carta al General de la Orden, Wladimiro Ledóchowski, con la petición de ser enviado a Japón. Sin embargo, sólo recibió una lacónica respuesta, que no decía nada sobre el futuro. Un año después escribió una nueva carta y recibió la misma contestación. Quedó el joven jesuita profundamente decepcionado, pero más tarde, ya General, diría que él habría reaccionado de la misma manera a una carta semejante de un joven jesuita.
En 1931, Arrupe comenzó sus estudios de Filosofía en el Colegio Máximo de Oña, Burgos. En 1932 el anticlericalismo republicano llevó a la expulsión de la Compañía de Jesús de España y los jóvenes jesuitas debieron continuar sus estudios en el destierro, en Marneffe (Bélgica). De 1933 a 1936 Pedro Arrupe estudió Teología en el Colegio de Valkenburg, en Holanda, con los jesuitas alemanes. El 30 de julio de 1936, fue ordenado sacerdote con otros 40 compañeros jesuitas de su provincia, pero ningún familiar suyo pudo estar presente en la ordenación, pues en España acababa de estallar la Guerra Civil. En 1936, inesperadamente, su provincial le envió a Estados Unidos a especializarse en ética de la medicina. De 1937 a 1938 hizo en Cleveland (Ohio) su tercera probación, y, por fin, el 7 de junio de 1938 recibió la tan deseada carta del General que le destinaba a Japón. Antes de partir para Japón pasó algunos meses de trabajo pastoral en una prisión de alta seguridad en Nueva York, donde en poco tiempo se ganó el corazón de los presos.
El 30 de septiembre de 1938, en Seattle, comenzó la travesía hacia Japón. Al llegar, experimentó no pocas dificultades: lengua extranjera, costumbres japonesas, comida japonesa, pero el joven misionero no se echó atrás, sino que siguiendo la tradición de los más venerables misioneros de la Compañía, se sumergió en la cultura japonesa y así se ejercitó en el tiro del arco, en la ceremonia del té, en la meditación Zen y en el arte de escribir japonés. Su primer destino fue de párroco en la ciudad de Yamaguchi, en la región de Chugoku sobre la isla de Honshu.
Poco antes de la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial, el 8 de noviembre de 1941, el P. Pedro, sospechoso de ser espía, fue encarcelado. Pasó semanas llenas de inseguridad y privaciones en una prisión militar hasta el 12 de enero de 1942: “Aprendí la ciencia del silencio, de la soledad, de la pobreza severa y austera, del diálogo interior con el huésped del alma -‘hospes animae’-, que nunca se me ha mostrado más ‘dulcis’”. Le conmovía profundamente que los feligreses de su parroquia en Nochebuena se arriesgasen a cantar un villancico de Navidad ante la celda de su cárcel.
En 1942, el P. Pedro fue nombrado maestro de novicios y pasó a Nagatsuka, cerca de Hiroshima. El 6 de agosto de 1945 fue testigo de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima: un relámpago, como un fogonazo de magnesio, cortó el cielo. 80.000 personas murieron en el acto; más de 100.000 quedaron heridas. El noviciado, distante siete kilómetros del centro de la ciudad, fue seriamente dañado, pero ninguno de los 35 novicios resultó herido. El P. Pedro fue a la capilla y pidió luz al Señor en aquella terrible oscuridad. Decidió convertir el noviciado en un improvisado hospital, retomando los conocimientos de sus interrumpidos estudios de medicina, y en condiciones de lo más primitivo y sin anestesia, tuvo que hacer operaciones muy complejas y limpiar heridas gravísimas. De los 150 pacientes que atendió durante meses, sólo dos murieron.
El 22 de marzo de 1954, fue nombrado Viceprovincial de la Viceprovincia de Japón, que en 1958 fue erigida Provincia independiente y entonces fue su primer Provincial. Poco a poco el número de jesuitas creció en Japón, de 126 en el año 1954 a 426 en el año 1961. El P. Pedro desarrolló una impresionante actividad, para algunos demasiado acelerada, por lo que el gobierno general de la Orden en Roma en 1964 nombró Visitador al holandés Padre George Kester, quien debía elaborar un informe sobre la provincia de Japón. Como General recién elegido, el P. Pedro se convertirá en el destinatario del informe.
De hecho, el 22 de mayo de 1965 Pedro Arrupe había sido elegido 28º General de la Compañía de Jesús, después del belga Johann Baptist Janssens (1889-1964), que había dirigido la Compañía desde 1942. En una ajustada elección, entre los cuatro candidatos salió elegido en la tercera ronda, prevaleció sobre el italiano Pablo Dezza, anterior rector de la Pontificia Universidad Gregoriana, que era el candidato del “ala conservadora”. Comenzó así un generalato que ha pasado a la Historia por su carácter polémico.
Con él se iniciaron en la Compañía los cambios para afrontar los tiempos azarosos y renovadores en los que entraba la sociedad humana y, muy especialmente, la Iglesia después del Concilio Vaticano II, cambios que para muchos no estaban en consonancia ni con la primigenia espiritualidad ignaciana ni con la propia tradición de la Iglesia. Por las decisiones tomadas durante su generalato tuvo que sufrir incomprensiones y contradicciones de todas partes, incluso, a veces, de las más altas instancias de la Iglesia. De hecho, sus detractores llegaron a decir de él que “un vasco (san Ignacio de Loyola) había fundado los Jesuitas y otro los iba a destruir”. Pero, se opine como se opine, lo cierto es que el P. Arrupe marcó unos derroteros hoy ya imborrables para la Compañía de Jesús, que no dejaron de influir también en otros sectores de la Iglesia.
Las consecuencias no se dejaron esperar. En 1965, al concluir el Vaticano II, había treinta y seis mil jesuitas. En 1975 la lenta captación de nuevos miembros y las renuncias al ministerio habían reducido la cantidad a veintinueve mil. Seguiría disminuyendo durante el resto de la década, y también en la de los ochenta, aunque en países como India se acelerase el reclutamiento. A pesar de ello, los jesuitas seguían constituyendo una influencia de primer orden entre muchas comunidades religiosas, tanto masculinas como femeninas. Históricamente habían desempeñado un papel protagonista, y tampoco faltaba quien considerase que la dirección que habían tomado desde el Vaticano II era el camino del futuro. A fin de cuentas había sido confirmada y refrendada con entusiasmo por la trigésima segunda congregación general de la Compañía, celebrada en 1974.
Pablo VI siguió especialmente de cerca y con preocupación la evolución de los acontecimientos en la Compañía de Jesús, y ello por diversas razones: por la importancia que tenía en la vida de la Iglesia universal y, también, por la condición que le correspondía de Superior supremo de la Compañía, derivada del vínculo particular que, desde su fundación, ligaba la Orden al Romano Pontífice. Dos preocupaciones primordiales inspiraron la actuación de Pablo VI: La salvaguarda de la integridad de la Formula Instituti -su constitución orgánica- y la fidelidad de la Compañía a sus fines propios. En una carta dirigida al P. Arrupe el 15 de febrero 1975, el Papa escribió: “No se puede introducir novedad alguna con respecto al cuarto voto. Como supremo tutor y garante de la Formula Instituti y como Pastor universal de la Iglesia, no podemos permitir que sufra la menor quiebra este punto, que constituye uno de los fundamentos de la Compañía de Jesús”.
El 11 de diciembre de 1978, el P. Arrupe tuvo su primera audiencia con Juan Pablo II para jurar obediencia al nuevo Papa en representación de la orden. Diez meses más tarde, en la asamblea de presidentes de la Conferencia Jesuita (que se reunían una vez al año para acometer un análisis internacional de la Compañía), Juan Pablo II se dirigió al grupo por invitación del P. Arrupe. El mensaje fue categórico, y sorprendió a los oyentes. El Papa dijo que el escaso tiempo de que disponían le impedía enumerar todo lo positivo que estaba haciendo la Compañía. No obstante, Juan Pablo II fue al grano: “Deseo deciros que habéis sido motivo de preocupación para mis predecesores, y que lo sois para el Papa que os habla”. Por si no bastara con tan rotundo desafío, el Papa envió al Prepósito unas palabras críticas destinadas a ser leídas al gobierno central de la Compañía por Juan Pablo I, cuya muerte lo había impedido, añadiendo que él estaba de acuerdo con todo.
Cuenta George Weigel en su biografía de Juan Pablo II que, en junio de 1979, el P. Arrupe empezó a mantener conversaciones confidenciales con los cuatro asistentes generales de la Compañía, sus asesores más directos, sobre la posibilidad de jubilarse. Les dijo que había sido elegido ad vitalitatem, no ad vitam (mientras tuviera vitalidad, no vida), y que sentía menguar sus energías. Seis meses después, el 3 de enero de 1980, volvió a entrevistarse con el Papa para organizar otra reunión, a la que acudió con sus asistentes generales con objeto de que estos expusieran sus ideas sobre el porvenir de la Compañía y averiguaran cómo encajaban en las metas del pontificado. El Papa estuvo de acuerdo, pero no se puso fecha a la reunión.
El P. Arrupe siguió pensando en la dimisión. En febrero de 1980 comunicó a sus cuatro asistentes generales que ya no tenía dudas sobre su decisión de dimitir. Durante la primera semana de marzo pidió a los asistentes un voto consultivo sobre su dimisión, alegando la edad como motivo de peso suficiente, el que exigían las constituciones jesuíticas. Después de una semana de reflexión oficial, los asistentes confirmaron que el Prepósito contaba con motivos suficientes para la dimisión. Su veredicto fue comunicado al general por el primer asistente, un estadounidense, el P. Vincent O’Keefe. Siguiendo el procedimiento establecido, se consultó a los ochenta y cinco provinciales jesuitas repartidos por todo el mundo, y el sí obtuvo una mayoría abrumadora.
Según las constituciones de la Compañía, el P. Arrupe tenía la obligación de convocar una congregación general, órgano legislativo supremo de la Compañía y único cuerpo con poder para aceptar o rechazar su dimisión, así se lo explicó a Juan Pablo II el 18 de abril de 1980, en audiencia privada. El Papa manifestó su sorpresa por el hecho de que el proceso de dimisión hubiera llegado tan lejos, y preguntó al P. Arrupe qué papel desempeñaba el Pontífice en todo ello, suponiendo que desempeñara alguno. El religioso le explicó que las constituciones de la Compañía no le atribuían ninguno, aunque la práctica consistiera en consultar al Papa cada vez que se hacían planes para una congregación general. A continuación, el Papa preguntó al Prepósito qué pensaba hacer si él se mostraba contrario a la dimisión. El P. Arrupe contestó que el Papa era su superior, con lo que Juan Pablo II dio fin a la audiencia diciendo que reflexionaría sobre el problema y que le escribiría una carta.
Dos semanas después, el 1 de mayo, el Pontífice pidió por carta al P. Arrupe que no dimitiera ni convocara una congregación general, por el bien de la Compañía y el de la Iglesia. Añadió que a su regreso de África entablarían un diálogo para resolver el problema. Los asistentes generales del General interpretaron que por fin conseguirían su reunión con el Papa, pero se demostró que no era ésa la idea de Juan Pablo II. Dicha reunión tuvo que esperar hasta el 17 de enero de 1981 y, en esta ocasión, no dio frutos.
Entretanto, la prensa italiana seguía especulando sobre las malas relaciones entre el Vaticano y la Compañía de Jesús. Los dos hombres volvieron a reunirse el 13 de abril de 1981. Juan Pablo II dijo al General que estaba preocupado por lo que pudiera hacer una congregación general sin el P. Arrupe como superior, pues la trigésima tercera congregación general propuesta se habría reunido para aceptar la dimisión de Arrupe, elegir a su sucesor -las apuestas favorecían al padre O’Keefe o al padre Jean Yves Calvez, el asistente general francés- y seguir con el tema que escogiese. Dijo el Papa que Pablo VI había acogido con gran preocupación los resultados de la XXXII congregación general, celebrada en 1974, y no cabe duda de que Juan Pablo II temía que una nueva congregación general post-P. Arrupe dificultara todavía más la situación. El religioso negó que la XXXII congregación general hubiera desafiado al papa Pablo VI, y más tarde escribió una larga carta a Juan Pablo para defender sus conclusiones. Al cierre de la entrevista, Juan Pablo II garantizó al P. Arrupe que seguirían hablando, pero un mes más tarde se produjo el atentado contra el Papa.
El 7 de agosto de 1981, de regreso de un viaje a Filipinas, el P. Arrupe sufrió un derrame en el Aeropuerto Internacional Leonardo da Vinci de Roma, y lo llevaron al hospital Salvator Mundi. Se le diagnosticó bloqueo de la arteria carótida con efectos sobre el hemisferio izquierdo del cerebro y el lado derecho del cuerpo. Los médicos convocaron a O’Keefe y los demás asistentes y les comunicaron que en su opinión médica el P. Arrupe no debería volver a ocupar ningún puesto de responsabilidad. Dijeron que el General estaba en condiciones de recibir al cardenal Casaroli. Éste, de camino al hospital, pasó por el generalato jesuita para recoger al padre O’Keefe. Mientras se dirigían al centro, O’Keefe hizo lo posible por que Casaroli le diera permiso para convocar una congregación general, ya que la Compañía no podía ser gobernada indefinidamente por un general vicario. Casaroli eludió contestar. Cuando llegaron al hospital, hizo que O’Keefe leyera al P. Arrupe una carta personal del Papa, en la que Juan Pablo II lamentaba lo ocurrido, señalaba que ambos estaban convalecientes y le transmitía sus mejores deseos. Al volver del hospital, O’Keefe siguió presionando a Casaroli, pidiéndole que escribiera al Papa y le comentara la necesidad de una congregación general.
Pero la decisión de Juan Pablo II no fue la que habían previsto el P. Arrupe o sus asistentes generales. El 6 de octubre el cardenal Casaroli llevó al enfermo Prepósito la carta en que se nombraba “delegado personal” del Papa al P. Dezza (a dos meses de cumplir ochenta años) para que dirigiera la Compañía hasta nuevo aviso, con el P. Giuseppe Pittau, antiguo rector de la Universidad Sophia de Tokio y provincial jesuita en Japón, como coadjutor o suplente. El gobierno regular de la Compañía de Jesús quedaba suspendido, y no se preveía la convocatoria inmediata de la trigésima tercera congregación general. Cuando durante la cuarta semana de octubre apareció la noticia en un periódico español y la prensa italiana se hizo eco, fue el mayor impacto relacionado con los jesuitas desde que en 1773 el papa Clemente XIV suprimiera la Compañía.
La intervención papal enfureció a quienes, satisfechos con la labor del P. Arrupe al frente de la Compañía, deseaban verla retomada por su sucesor. De todos modos, la afirmación de que todo nacía de un malentendido general sobre lo ocurrido en la trigésima segunda congregación general no resulta convincente. Los años posteriores al Concilio Vaticano II coincidían con una crisis en la vida de las órdenes religiosas, y si bien es posible que Juan Pablo II no considerara peores que otros a los jesuitas, sí creía que su influencia era tan grande que se imponía un período de reflexión. Dijo a los padres Dezza y Pittau que no habría intervenido de no haber tenido en muy alto concepto el carisma excepcional de la Compañía, y su capacidad de contribuir a una puesta en práctica real del Vaticano II.
Por fin, el 3 de septiembre de 1983, en la tan deseada XXXIII congregación general que, sin embargo, ahora tenía un aire completamente distinto al que se pensaba dos años atrás, el P. Arrupe presentó su renuncia al cargo ante todos los padres congregados y el padre Peter-Hans Kolvenbach fue elegido General de la Compañía.
Su primer gesto fue abrazar al P. Arrupe mientras le decía: “Ya no le llamaré a usted Padre General, pero le seguiré llamando ‘padre’ “.
Éste, después de casi diez años de dolorosa inactividad y de ofrenda física y psíquica por la Compañía, la Iglesia y la humanidad, el 5 de febrero de 1991 falleció en la casa generalicia de los jesuitas en Roma. A su funeral en la Iglesia del Gesù de Roma asistió una gran multitud.
Fuente: Jesuitasdeloyola.org y Radio Nacional España
La castidad religiosa en el mundo de hoy (2/3), Francisco Jálics S.J. CEIA (Centro de Espiritualidad Ignaciana de Argentina), Boletín de Espiritualidad, Año XLIV | n. 237 | Abril – Mayo – Junio 2012.
Como dije en la primera parte de este trabajo, vivimos en un mundo que se desarrolla y cuyas estructuras cambian con un ritmo acelerado. La Iglesia no queriendo quedarse al margen de esta evolución, busca adaptar sus propias estructuras humanas al mundo de hoy. Vive sus valores más espirituales de una manera encarnada en la vida humana y por eso aún sus tesoros más elevados tienen una dimensión humana que evoluciona al paso del desarrollo contemporáneo. La vida religiosa participa de esta dimensión humana y por tanto está sujeta a los cambios de las estructuras humanas.
En esa primera parte expliqué el sentido de la castidad.
Veamos ahora cómo se crece en la castidad.
El religioso madura en la castidad en la medida en que madura como persona.
Como la maduración personal es un proceso continuo y casi imperceptible hay también en la castidad un crecimiento lento y permanente en el don de sí mismo, en la paz y alegría, en la comunicación con el medio ambiente y en la oración. En esta parte, sin embargo, queremos explicitar algunas situaciones especiales y un momento de crisis. Por lo tanto nos referimos a la experiencia de los religiosos que viven su consagración holgadamente o la vivieron por lo menos durante años y de pronto se encuentran en una crisis, pero que tiene la chance de ser una crisis de crecimiento. De hecho no sólo una vida serenamente equilibrada sino los conflictos que presente la vida pueden contribuir al crecimiento.
Más aún, la vida de alguna manera cuestiona a todos los mortales que no se han purificado enteramente de sus deficiencias. Ya que nadie puede pretender tal perfección, todos van logrando su madurez –y asumiendo su castidad si son religiosos por los cuestionamientos y crisis. Esto no significa que no haya una plenitud y alegría en la vida religiosa sino que el hombre es un peregrino que va caminando, reasumiendo su vida por crisis parciales o totales, pero siempre sigue caminando hacia una vida más unida a Dios y a los hombres.
«Mirad, voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre» Lucas 24,49
Vivimos en un mundo tan inmediato que a aveces da poco tiempo para la espera. Vivimos tan urgidos por el presente que, si nos descuidamos, olvidamos apreciar el valor del tiempo, la capacidad de mirar adelante, la sucesión de los ritmos… El caso es que mucho de lo que creemos es promesa. Es anuncio, es semilla de algo que está creciendo pero que aún no ha brotado en todo su esplendor. Es Reino que está ya alrededor nuestro, pero que todavía no se ha desplegado en todo su valor.
Pero ahí sigue esa promesa, que lo es para todos nosotros. La promesa de Dios es Jesús, y su historia. La promesa de Dios es una palabra definitiva y última, la palabra dicha en una cruz que rompe el mal, y en un sepulcro que se vacía. ¿Que promesa? ¿Que palabra?
En una historia con heridas, (¿y quién no las tiene en este mundo nuestro tan golpeado?), al final la última palabra es una palabra de sanación.
En una historia con riesgos, con implicaciones y complicaciones, con daño recibido e infligido a otros (¿y quién puede decir que nunca ha hecho daño a alguien, pudiendo haberlo evitado?), al final la última palabra es una palabra de misericordia.
Es una historia con sus momentos en los que parece que todo te sonríe, pero también sus momentos de tristeza, de sufrimiento, de vació o de incertidumbre (pero ¿quién no tiene días grises o dimensiones de su vida que le generan zozobra?), al final la última palabra es una palabra de alegría.
En una historia en al que hay episodios compartidos, de fiesta, de compañías, pero también sus soledades (¿quién no se siente solo alguna vez, en esos momentos en los que te parece ser una isla inaccesible?), al final la última palabra es una palabra de comunión.
En una historia que tiene sus pequeños brotes de vida, de emoción y de canción, y también sus momentos de muerte, (y todos morimos un poco a veces, en la pérdida de nuestros seres queridos, en la distancia, en las muertes de nuestros mundos que nos tocan en las entrañas o en las renuncias que la vida nos implica), al final la última palabra es una palabra de Vida.
José María Rodríguez Olaizola SJ, «La alegría también de noche».
¿Cuánto poner en juego?
Ni mucho ni poco… todo.
Menos que eso no basta.
Toda la ternura que uno pueda
sembrar en los gestos .
Todo el valor
para volcarlo en los pasos.
Toda la verdad
para plasmarla en versos.
Todo el furor
para mostrarlo en la brega
contra lo injusto,
contra lo hueco.
El corazón entero en la búsqueda
y la urgencia toda tras tus huellas.
La compasión no puede
partirse en migajas,
ni la fe se puede celebrar a ratos.
Te estremece
del todo el dolor
del hermano, o no basta.
No cabe en el amor el cálculo
o la estrategia, sino un salto al vacío
radical, definitivo, tras tus huellas,
en tu nombre. A tu modo.
O no es Amor.