Segundo artículo de la serie «Ignacio y la pobreza», escrito por James Hanvey SJ, luego del encuentro del Consejo Ampliado del Padre General, convocado para ahondar y reflexionar en torno al tema de la pobreza en sus distintas dimensiones.
¿La pobreza de los jesuitas tiene valor hoy en día? – Por James Hanvey, SJ
Desafiar al materialismo y a la reducción de la persona humana
Una de las formas más profundas y sutiles de pobreza en nuestra cultura es la reducción de la persona humana a un número puramente material. Una vez que tomamos ese camino, la persona rápidamente pasa a no tener más valor que el que se reconoce en términos de utilidad y generación de riqueza. Las personas se vuelven desechables y, por supuesto, impotentes. Por lo tanto, una de las acciones transformadoras más radicales es la atención a las dimensiones espirituales, intelectuales, psicológicas y materiales de una vida cualquiera que sea su estatuto o condición. Fácilmente podemos quedar ciegos al hecho de que los pobres y marginados también tienen necesidades espirituales. Cuando olvidamos esto podemos participar sin querer en los sutiles reduccionismos de la sociedad. Nuestra pobreza es un testimonio de la profundidad de la persona humana y de nuestro deseo de servir a la persona en su totalidad.
Amartya Sen tiene una visión luminosa cuando presenta a la pobreza no sólo como un estado económico, sino como la privación a las personas de la realización de sus capacidades, capacidades políticas, personales y sociales. La privación de la educación, especialmente la educación holística de la persona en su totalidad, es una de las mayores lacras de la pobreza. No sólo empobrece la humanidad de una persona, sino que la disminuye en términos de su irradiación social. De esta manera, toda la comunidad sufre. Por ello, me pregunto si esto no estaba implícito en la decisión de la Compañía de hacer de la misión de la educación su opción prioritaria universal.
No hay límites para el amor de Dios
Nuestra pobreza también muestra que no hay límites o barreras para el amor de Dios. Es un amor que no necesita pasaportes, visados o permisos especiales. La única prioridad es nuestro sufrimiento y necesidad. San Pablo nos recuerda que Cristo se hizo pobre para que nosotros nos pudiéramos hacer ricos. Esta es la lógica y el dinamismo de la pobreza jesuita, de hecho de toda pobreza religiosa: la voluntad de usar todos nuestros recursos humanos y espirituales para hacer ricos a los demás, especialmente a aquellos que la sociedad no sólo identifica como pobres sino que a través de opciones políticas y económicas los mantiene pobres. Así, esta pobreza que viene como el sello del seguimiento de Cristo nos pone al servicio de toda la humanidad, especialmente de ‘los pobres’ en cualquier forma en que la pobreza se manifieste.
El contacto con aquellos que son materialmente pobres
Nuestro servicio y nuestra pobreza implica un servicio real y el contacto con los pobres a todos los niveles. Es demasiado cómodo permitir que “los pobres” se conviertan en un concepto abstracto o una estadística. Aunque ellos sean necesarios para ayudarnos a comprender la cuestión a nivel de estrategias y sus resultados, nunca debemos perder de vista la cara, la persona con nombre y apellido. El compromiso personal y el contacto, por muy pequeño que sea, ayuda a guardar los pies en tierra. Cuando Cristo pronunciaba el Sermón de la Montaña, y los llamaba “benditos”, ellos estaban allí enfrente de él. Él los estaba mirando. De parecida manera, creo que nuestro voto de pobreza puede darnos un “corazón que tiene ojos” para ver lo que, con demasiada frecuencia, nuestras sociedades quieren ocultar o hacer invisible.
Desafiar la ideología de mercado
Nuestro voto de pobreza también puede ayudarnos a desenmascarar todas las ilusiones del mercado y las fantasías persuasivas de que la riqueza material o tal o tal producto pueden traernos felicidad y estatus, también conocido como poder. Buscando, primero, la gracia de la pobreza espiritual, uno se libera de la tiranía del éxito y del reconocimiento; de ser tenido por respetable. Lo único que realmente importa es Cristo y aprender a perder el miedo a ser considerado un tonto; hacerse un paria con los parias.
La práctica de la pobreza material es la libertad de distribuir y compartir. No tenemos que aferrarnos a las cosas por nuestra seguridad, pero podemos hacernos puentes por donde ellas pasen en beneficio de los demás. Y como, por providencia de Dios, la Compañía puede moverse a través de todos los niveles de la sociedad, podemos facilitar la distribución de los bienes de la creación: materiales, culturales, intelectuales y espirituales.
Hacer comunidad
Nuestra pobreza también construye una comunidad, ya que no sólo tenemos cosas en común, sino que también nos necesitamos unos a otros, especialmente los dones y habilidades que otros nos traen en nuestra pobreza. Puedes ver esto todo el tiempo en las comunidades religiosas y laicas donde se da esta generosidad de corazón. Es el fruto de una pobreza vivida y todos nos enriquecemos en amabilidad y en espíritu.
En tal “economía de la pobreza” también experimentamos lo que yo llamaría la “ley de la desproporción”. Es, de hecho, una ley de la gracia: experimentamos que las necesidades y demandas siempre superarán nuestros deseos y recursos. En otras palabras, viviendo de la “ley de la desproporcionalidad” – nunca llegar a hacer todo lo que querríamos hacer – experimentaremos el dolor y la frustración que la elección de la pobreza con Cristo también puede traer. Pero esto también es importante porque nos priva de atribuirnos la gloria, de pensar en nosotros mismos como la respuesta. Nos niega el poder de ser el “dador”, en control, y nos deja sólo como dependientes de Dios – siempre seremos los mendigos de Cristo.
Por supuesto, otra dimensión de la pobreza voluntaria se ha puesto más de relieve con la crisis ecológica. Imaginen una nueva economía y una nueva ecología si tuviéramos la libertad de romper con la interminable manipulación del deseo, esa frenética carrera del consumismo, y nos contentáramos con lo suficiente y lo sostenible. Esto no sólo transformaría nuestras relaciones económicas y ecológicas, sino que también reajustaría y reequilibraría nuestras relaciones sociales.
Pobreza y solidaridad
Además de reconocer nuestra dependencia de Dios, la pobreza elegida por el bien de Cristo y a su servicio también reconoce nuestra interdependencia. Esto también debe formar parte de nuestro modelo de encarnación. Gran parte de nuestras vidas se construyen sobre el deseo de adquirir y acumular para ser “libres” o “autónomos”. La independencia se convierte en un signo de fuerza y la dependencia en un signo de debilidad. Pero el don de la pobreza por el bien de Cristo contrarresta esto, y expone su idolatría e ilusión ocultas. Soy finito, soy creado y por mucho que lo intente no puedo escapar a esta realidad de base. Mi libertad reside en aceptar; aceptar mi ‘creaturidad’: el regalo de la vida que he recibido y reconocer la amorosa soberanía de Dios que también me ofrece el regalo de toda la creación. Me mantiene en la base de la gratitud porque me impide olvidar que no tengo nada que no haya recibido de la generosidad de Dios y de los demás. Con esta ‘solidaridad’ de todas las cosas creadas, también viene la responsabilidad de usar bien y no abusar, de apreciar y nutrir, de no lucrarse ni destrozar; de reconocer que mi necesidad no es una debilidad sino mi lugar en una comunidad de vida con la que tengo responsabilidades. Esto significa, también, compartir el sufrimiento así como la esperanza que conlleva dicha solidaridad.
Por supuesto, la última pobreza y solidaridad está en la muerte. Nos despoja de todo lo que tenemos excepto el bien que hemos hecho y el amor que hemos dado y recibido. Sólo en esta pobreza última puedo apreciar cuánto ha dependido toda mi vida de otros que compartieron sus riquezas conmigo.
Una obra en acción
Sería ingenuo pensar que estos frutos de la pobreza evangélica están fácilmente disponibles y que vivimos de su gracia sin esfuerzo. Es una lucha, porque sabemos lo fácil que es quedar atrapado en los engaños y los placeres del consumo. Las instituciones y las comunidades religiosas no son inmunes a esto también. Siempre existe la legítima necesidad de ser prudentes, de crear seguridades materiales y sociales. El voto en sí mismo puede incluso convertirse en una forma de ejercer el control de los demás. Puede haber jerarquías e injusticias subrepticias en comunidades condicionadas por los que tienen acceso a los recursos y los que no lo tienen. Debemos tener cuidado que las patologías no redimidas de nuestra naturaleza no se disfracen de virtud, especialmente cuando la pobreza se convierte en excusa para la tacañería, en una herramienta de control, en una reivindicación de superioridad moral o en una disculpa por la mala administración de los bienes que se nos confían. Así pues, el voto de pobreza requiere mucho compromiso y trabajo constantes; trabajo que es tanto interior como en nuestras prácticas individuales y comunitarias. Creo que ayuda si recordamos que todos los recursos que tenemos pertenecen a los pobres de Cristo y nos son confiados para su beneficio. Nuestro voto de pobreza nos hace libres sólo para ser más generosos al darnos los unos a los otros, especialmente a aquellos que están necesitados de tantas maneras.
Fuente: jesuits.global/es