Reflexión del Evangelio – Domingo 28 de junio

Evangelio según San Mateo 10,37-42

El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió.
El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo.
Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa».

Reflexión por P. Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

Alguna vez mi maestro de novicios me contó la historia de uno de los Padres del desierto al que acudían muchos discípulos en busca de una guía para recorrer el camino de la santidad. Uno de los jóvenes buscadores estaba particularmente preocupado por el secreto de la perseverancia; veía que eran muchos los llamados y pocos los que, efectivamente, se mantenían firmes hasta el final de sus días en el camino comenzado. El Abba, como se les solía llamar a estos Padres durante los primeros siglos de la Iglesia, le dijo al joven novicio:

Cuando un hombre sale con su jauría de perros a cazar, va buscando un venado o una liebre entre los montes y los valles. En un momento determinado uno de los perros reconoce con su olfato la presencia de la presa a lo lejos. Sin perder un instante, comienza a correr y a ladrar, señalando el rumbo a los demás perros y al cazador. Los demás perros también corren y ladran, pero no saben, propiamente hablando, detrás de qué van… por eso, cuando aparecen los obstáculos en el camino, los matorrales cerrados, las quebradas profundas, las cimas infranqueables, se llenan de miedo y dejan de correr. No tienen la culpa, porque, sencillamente, no saben a dónde van, ni qué buscan. Pero el perro que logró olfatear la presa, no tiene inconveniente en superar todas las dificultades que se le puedan presentar en su camino, hasta que llega a atrapar a su presa en compañía de su Señor.

Algo parecido nos pasa en la vida a todos los cristianos. Si no tenemos claro detrás de quién vamos, si nos enredamos haciendo relativo lo absoluto y absoluto lo relativo, terminamos perdiendo el rumbo y olvidando para dónde vamos y qué es lo que buscamos. Esto mismo es lo que pretende San Ignacio de Loyola al proponerle a la persona que quiere hacer los Ejercicios Espirituales, una reflexión que se conoce como el ‘Principio y Fundamento’. Les recuerda que el fin último del ser humano es Dios mismo y que “todas las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es creado” (Ejercicios Espirituales 23).

La conclusión a la que llega San Ignacio de Loyola es que debemos hacernos “indiferentes a todas las cosas creadas (…) en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados” (Ibíd.). La palabra indiferentes no significa aquí que no nos importen las cosas, sino que no queramos escoger sino aquello que nos conduce al fin para el que hemos sido creados. Todo está coloreado por este amor absoluto y último de nuestra vida.

Allí es donde está señalando Jesús cuando dice: “El quiere a su padre o a su madre más que a mí, no merece ser mío; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no merece ser mío”. Jesús no nos dice que no queramos a nuestros padres o hijos; no faltaba más. Lo que dice es que no se puede querer nada ni a nadie, más que a él. El absoluto es él. Es más, ni siquiera es posible quererse a sí mismo más que a él. Para ser discípulos de Jesús tenemos que estar dispuestos a tomar nuestra cruz y seguirlo cada día… tomar nuestra cruz, no la suya, porque la suya ya la llevó él, como bien recuerda don Miguel de Unamuno. Como el perro cazador, debemos tener claro detrás de qué vamos en nuestra vida, para llegar a alcanzar el fin último para el que fuimos creados. Haber experimentado el amor absoluto que le da sentido a todos nuestros amores, sea en el sacerdocio, en la vida religiosa o en la vida matrimonial, es lo único que garantiza que llevemos a feliz término el plan de Dios en nosotros.

 

Fuente: jesuitas.lat

Reflexión del evangelio – Domingo 21 de junio

Evangelio según San Mateo 10,26-33.

No les teman. No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido.
Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día; y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas.
No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena.
¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del Padre que está en el cielo.
Ustedes tienen contados todos sus cabellos.
No teman entonces, porque valen más que muchos pájaros.
Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo.
Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres.»

Reflexión por P. Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

San Hilario de Poitiers vivió en el Siglo IV, en la época del emperador Constancio, hijo de Constantino. La Iglesia atravesaba una etapa de expansión y estrenaba legitimidad, habiendo sido declarada, ya no sólo religión permitida, sino Religión oficial del Imperio. Aparentemente, se trataba de un momento bueno y deseable; sin embargo, después tantas persecuciones y martirios, durante los primeros siglos, los cristianos habían comenzado a tener un estilo de vida mediocre y cada vez más instalado, en una Iglesia que se iba haciendo rica y poderosa. En estas circunstancias, San Hilario escribe unas palabras que me vinieron a la memoria al leer el texto del Evangelio de Mateo que nos propone la liturgia para el domingo XII del tiempo ordinario, en este ciclo A:

«¡Oh Dios todopoderoso, ojalá me hubieses concedido vivir en los tiempos de Nerón o de Decio…! Por la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, yo no habría tenido miedo a los tormentos (…). Me habría considerado feliz al combatir contra tus enemigos declarados, ya que en tales casos no habría duda alguna respecto a quienes incitarían a renegar… Pero ahora tenemos que luchar contra un perseguidor insidioso, contra un enemigo engañoso, contra el anticristo Constancio. Este nos apuñala por la espalda, pero nos acaricia el vientre. No confisca nuestros bienes, dándonos así la vida, pero nos enriquece para la muerte. No nos mete en la cárcel, pero nos honra en su palacio para esclavizarnos. No desgarra nuestras carnes, pero destroza nuestra alma con su oro. No nos amenaza públicamente con la hoguera, pero nos prepara sutilmente para el fuego del infierno. No lucha, pues tiene miedo de ser vencido. Al contrario, adula para poder reinar. Confiesa a Cristo para negarlo. Trabaja por la unidad para sabotear la paz. Reprime las herejías para destruir a los cristianos. Honra a los sacerdotes para que no haya Obispos. Construye iglesias para demoler la fe. Por todas partes lleva tu nombre a flor de labios y en sus discursos, pero hace absolutamente todo lo que puede para que nadie crea que Tú eres Dios. (…) Tu genio sobrepasa al del diablo, con un triunfo nuevo e inaudito: Consigues ser perseguidor sin hacer mártires” (Jesús Álvarez Gómez, Historia de la Vida Religiosa, Publicaciones Claretianas, Madrid, Volumen I, 1987, 170).

Afortunadamente, hoy contamos con el testimonio de auténticos mártires que no han querido someterse dócilmente a los embates de una sociedad que niega, en la práctica, los principios más fundamentales del Evangelio del Señor. Hay quienes han denunciado un orden injusto que aplastaba a las mayorías, como San Oscar Arnulfo Romero, asesinado hace cuarenta años en El Salvador, mientras celebraba la eucaristía; otros, como Monseñor Isaías Duarte Cancino, tuvieron el valor de señalar el influjo de los dineros del narcotráfico en la elección de congresistas en Colombia; y junto a ellos, muchos hombres y mujeres, fieles al Evangelio, han estado dispuestos a morir antes que ceder frente a una sociedad que nos quiere postrados por el silencio y la pasividad.

No se trata de buscar el martirio por el martirio; Luis Espinal, jesuita catalán, asesinado en Bolivia por denunciar las injusticias de un régimen totalitario, escribió poco antes de morir una oración que tituló: No queremos mártires. Tampoco hoy queremos mártires. Pero tampoco queremos una Iglesia que le tenga miedo a los que matan el cuerpo… Como bien lo afirma Jesús, hay que tenerle miedo, “más bien al que puede darles muerte y también puede destruirlos para siempre en el infierno”.

En lugar de dejarnos cooptar por los halagos de una sociedad cada vez más opulenta y suficiente, tenemos que ser testimonio vivo de una propuesta que, efectivamente, contraste con lo que nos invita a vivir el orden establecido. De lo contrario, como en la época de San Hilario, terminaremos siendo apuñalados por la espalda, mientras nos acarician, delicadamente, el vientre.

Fuente:jesuitas.lat

Reflexión del Evangelio – Solemnidad del Corpus Christi

Evangelio según San Juan 6, 51-58.

Jesús dijo a los judíos:
«Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo».
Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?».
Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente».

Reflexión por P. Hermann Rodríguez Osorio, S.J

Había una vez un pan malo que, tan pronto salió del horno, fue colocado, contra su voluntad, en la vitrina de la panadería junto a otros muchos panes. Poco a poco los clientes se fueron llevando todos los panes y sólo quedó el pan malo que siempre que trataban de agarrarlo, gritaba y protestaba para que no lo tocaran. De pronto, llegó una señora a comprar pan y, como no encontró más, se llevó el pan malo que refunfuñó disgustado: – “¿A dónde cree que me lleva?” La señora le dijo: –“Pues te llevo a mi casa, donde hay cuatro niños que te esperan para poder ir a la escuela a estudiar todo el día”. El pan malo no tuvo más remedio que dejarse llevar, pero siguió refunfuñando para sus adentros… Tan pronto estuvo en medio de la mesa del comedor de la familia y se sintió amenazado por los cuatro niños, comenzó a gritar: –“¡No tienen derecho a hacerme daño! ¡Yo no quiero que me partan, ni estoy dispuesto a que me coman! ¡No lo voy a aceptar de ninguna manera!”.

Los niños, estupefactos, se contentaron esa mañana con el café con leche y algunas galletas que había del día anterior… Dejaron el pan malo sobre la mesa y se fueron a la escuela sin discutir más con el… Pasaron los días y la señora terminó tirando el pan malo a la basura, porque se puso tieso y nadie se lo quería comer…

Había, en cambio, otro pan bueno que tan pronto salió del horno, crujiente y tierno, se sintió feliz de que se lo llevaran de primero para la casa de una familia numerosa. Cuando lo colocaron sobre la mesa, sabiendo que lo iban a partir y que se lo iban a comer, agradeció a Dios porque podía darle vida a los niños que iban a estudiar a la escuela. Tuvo miedo y le dolió cada uno de los embates del cuchillo que lo fue rebanando poco a poco; luego, cuando sentía cada mordisco, sufría, pero sabía que los niños lo necesitaban para jugar, para estudiar, para reír toda la mañana. Así que se ofreció con generosidad hasta el final, sin dejar sentir el dolor que lo embargaba.

Esta historia la suelo contar a los niños y niñas cuando hacen su primera comunión; a partir de este sencillo cuento, converso con ellos sobre el valor de la entrega, del sacrificio por los demás, de la entrega generosa de Dios a través de su Hijo en la Eucaristía. Los niños, como los que escuchaban al Señor, se preguntan aterrados: ¿cómo puede este darnos a comer su propio cuerpo?

Leyendo a santo Tomás de Aquino, podemos entender un poco mejor el sentido de la fiesta de hoy y de los textos bíblicos que nos propone la Iglesia para la celebración de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo: “El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres (…) Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión (…)”.

Participar de la vida del Señor, por haber comido su carne y haber bebido su sangre, es participar de su vida divina, que no es otra cosa que una vida entregada, por amor, hasta la muerte. Por eso, “el que come de este pan, vivirá para siempre”, porque es una vida que no termina, sino que se transforma en vida para el mundo, como el pan generoso que se hizo risa y alegría en los niños del cuento.

Fuente: jesuitas.lat

Charles de Foucauld, siete palabras para el hombre de hoy

El beato Carlos de Foucauld recibió el colosal encargo de recuperar la milenaria tradición de sabiduría de los padres del desierto y de actualizarla. En ocasión de su próxima canonización, compartimos este artículo de Pablo D’ors que escribiera al cumplirse el centenario de su muerte en 2016.

En esta tesis propone siete palabras que ilustran y reflejan más logradamente el aporte de aquel a quien hoy llamamos hermano universal.

Búsqueda

La vida de este hombre fue totalmente insólita. Foucauld no se parece a nadie. Decía de sí, según las épocas, que quería ser monje o ermitaño, pero lo cierto es que viajó muchísimo, que se asentó en distintos sitios, que fue un peregrino estructural. Este cambio de horizonte, geográfico pero sobre todo existencial, esta metamorfosis constante que le llevó a ser hoy explorador disfrazado de judío y mañana autor de un diccionario tuareg, hoy soldado del Ejército francés y mañana jardinero de unas monjas en Nazaret, pone a las claras su continua búsqueda. Foucauld, como Gandhi o Simone Weil en otros órdenes, hizo de su vida un auténtico y continuo experimento.

Conciencia

Se pasó la vida escrutando su conciencia, entrando en las motivaciones de sus actos, examinando cada detalle minuciosamente, como aprendió de san Ignacio, proyectando sueños con que dar cuerpo a una intuición, mirándose en el espejo de Jesucristo, su Bienamado, estudiando lo más conveniente, reprochándose sus faltas, agradeciendo los dones recibidos… Foucauld, que fue un soldado en su juventud, no dejó de serlo en el fondo en su madurez. No solo era un enamorado, sino un estratega: alguien que planifica su entrega: que refuerza los flancos más endebles, que diseña planes para dar fecundidad a su ingobernable amor. Pasó muchísimos días y horas en la más estricta soledad y en el más riguroso silencio. Y en ese caldo de cultivo, aprendió a escuchar. Y obedeció a la voz que escuchaba y, más que eso, hizo de esa escucha y de esa obediencia un estilo de vida: siempre escuchando y obedeciendo, siempre tras la aventura de ser uno mismo. Siempre entendiendo que él era la mejor palabra, acaso la única, que Dios le había concedido.

Desierto

Foucauld se convirtió en África del Norte, admirándose de la extraordinaria religiosidad de los musulmanes. Entendió el desierto primeramente en clave metafórica, de ahí que buscara ser monje al principio en Ardèche y luego en Akbés y hasta en Tierra Santa; pero pronto volvió al desierto del Sahara, el de su juventud, a su amado Marruecos y a su deseada Argelia. Y allí era donde el destino y la providencia le esperaban. Quizá porque pocos parajes de la tierra, al estar tan desolados, pueden evocar y remitir con tanta fuerza al mundo interior. Foucauld es un recordatorio permanente de cómo sin desierto y purificación no hay camino espiritual.

Adoración

En medio de ese desierto, Foucauld adora. Esta es una palabra que hoy nos resulta extraña, pero adoración significa, simple y llanamente, que el hombre no se realiza por la vía del ego, sino saliendo del propio micromundo y superando esa tendencia tan nefasta como generalizada a la apropiación y autoafirmación. Adoración quiere decir tan solo dejar de vivir desde el pequeño yo para dar paso al yo profundo, donde mora el huésped divino. Lo sepan o no, todos los que buscan al misterio por medio de la meditación, tienen –tenemos– en Charles de Foucauld a un maestro insigne. Amó mucho porque calló mucho. Hablamos de él porque se vació de sí.

Nombre

«Te quiero, te adoro, quiero darlo todo por ti, cuánto me amas, cuánto te amo, te doy las gracias, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, te alabo, mi Bienamado…». Pocos hombres en la historia como Foucauld han dejado un testimonio escrito tan elocuente de su apasionado amor por Jesús de Nazaret. El nombre de Jesús, como un incansable mantra, acompañó a Foucauld durante casi todos los minutos de su vida. Era un loco de amor, un apasionado de ese nombre, alguien que dejó que el nombre, y la persona a quien evoca, le poseyeran. Esto significa que la soledad en que Foucauld vivió era acompañada, por dura que en algunas ocasiones le pudiera resultar. Que su silencio era sonoro, por doloroso que se le pudiera hacer muchas veces. Solo hay una palabra que explica la increíble peripecia humana de Foucauld: Jesús.

Corazón

El nombre de Jesús fue arraigando en su conciencia y en su corazón, de modo que ambas, unidas al fin en lo que podríamos llamar el corazón consciente, eran el lugar en que esa Presencia moraba. Foucauld fue, desde luego, un sentimental. Aunque su llamada era a la oración contemplativa y silenciosa, nunca abandonó la oración afectiva, alimentada por palabras e imágenes que le inflamaban. Practicó lo que los hesicastas llaman la guardia del corazón: sentir la vida, oculta y frágil, en cada palpitación; sentir la Vida con mayúsculas en esa vida nuestra, tan limitada como intensa, tan humana y tan divina.

Fracaso

Al término de su vida, poco antes de ser asesinado, Foucauld se encuentra con las manos felizmente vacías. Podría decirse que a lo largo de su existencia cosechó un fracaso tras otro: fue el último de su promoción en el Ejército, del que estuvo a punto de ser expulsado repetidas veces por sus escándalos e indisciplina. Fracasó también como patriota y abortó su vocación de explorador, echando a perder una brillante carrera profesional. Monje fallido de la trapa de Heikh. Fallido también su quimérico proyecto de adquirir el monte de las Bienaventuranzas para instalarse allí como ermitaño. Ni una sola conversión tras años de apostolado. Ni un solo seguidor tras haber redactado tantos borradores de una regla para sus proyectados ermitaños. Ignorado por la administración civil y por la eclesiástica, ni un esclavo redimido, ni un compañero para su misión… Foucauld es uno de los mejores iconos del fracaso. Porque prefirió los últimos puestos a los primeros, la vida oculta a la pública, la humillación al encumbramiento. Por todo ello, Foucauld es esa imagen en la que pueden reconocerse todos los fracasados de la historia. Y por todo ello veo a menudo a las gentes del mundo caminando en una dirección y a Foucauld en la contraria. Pero no es el único; hay otros con él, solitarios todos, todos locos. Y el primero de esa fila es el propio Jesucristo, el más loco de todos.

Pablo d’Ors

Fuente: alfayomega.es

Corpus Christi: el Papa celebrará la misa en la Basílica de San Pedro

La Oficina de Prensa de la Santa Sede informó que el papa Francisco celebrará la Misa por el Corpus Christi el domingo 14 de junio, a las 9.45 (hora de Roma) en la Basílica de San Pedro y a la que asistirán unos 50 fieles. Al final de la celebración, tendrá lugar la exposición del Santísimo Sacramento y la bendición eucarística.

El 18 de mayo se reabrieron las iglesias de Italia y del Vaticano para la celebración de la misa con presencia de fieles, luego de varias semanas en que las Eucaristías solo se podían celebrar de forma privada para evitar contagios. Sin embargo, aún se deben mantener medidas sanitarias como la reducción del aforo y el distanciamiento entre personas.

Fuente: www.aica.org

 

Reflexión del Evangelio – Solemnidad de la Santísima Trinidad

Evangelio según San Juan 3, 16-18

Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Reflexión por P. Hermann Rodríguez Osorio, S.J

Hace ya muchos años, viajé con algunos compañeros jesuitas a una zona rural del municipio de Marulanda, Caldas, para tener una misión entre los campesinos de la zona. Para los que no conocen, Caldas está en la región central del país, pero con una orografía muy cerrada. Hay muchos pueblos, pero la comunicación entre ellos no es fácil, porque las montañas son monumentales… Pasar de una cima a la otra, atravesando las hondas quebradas, es una proeza digna de titanes.

Llegamos a la escuelita de la vereda y nos encontramos con un grupo de niños que no tenían ninguna instrucción religiosa y que no conocían nada, más allá de lo que dejan ver estas colosales montañas que los rodean por todas partes. Nos tocaba prepararlos para la primera comunión, que tendríamos el último día de la misión. Cuando me senté con uno de mis compañeros a pensar sobre la mejor forma de llegar a los niños, nos pareció que debíamos comenzar por lo más sencillo: enseñarles a darse la bendición, pues ni siquiera esto sabían. Ustedes no alcanzan a imaginarse el enredo que se nos formó cuando tratamos de explicarles que Dios era Padre, Hijo y Espíritu Santo… Los niños nos miraban con una cara de admiración, como quien se asoma a un abismo insondable, como los que teníamos a nuestro alrededor.

Es un lugar común decir que es muy difícil predicar sobre la Santísima Trinidad; pero yo creo que la dificultad no está sólo en el que predica, sino también en el feligrés que se sienta en la banca a escuchar un acertijo que no acaba de entender nunca… “Tres personas divinas y un solo Dios verdadero”, decían nuestros abuelos… La mejor explicación de este misterio de la Santísima Trinidad la leí en san Agustín, que solía decir: «Aquí tenemos tres cosas: el Amante, el Amado y el Amor»; un Padre Amante, un Hijo Amado y el vínculo que mantiene unidos a los dos, el Espíritu Amor.

En último término, de lo que se trata es del misterio del amor en el cual estamos insertos: “Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna”. El amor de Dios, como el nuestro, no puede entenderse sino como entrega generosa y despojo de sí mismo. El amor supone un éxodo del amante hacia el amado, y de éste hacia aquél. San Ignacio de Loyola lo expresa muy bien en su famosa Contemplación para alcanzar amor: “El amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro” (EE 231).

Tal vez a los niños de aquella lejana vereda de Marulanda lo único que les quedó claro fue que Dios nos había enviado hasta allí para acompañarlos en su crecimiento en la fe y para expresarles su amor hacia ellos. Y esto mismo los pudo impulsar a amar un poco más a este Dios misterioso y a sus hermanos y hermanas, en quienes se quedó viviendo para siempre.

Fuente: jesuitas.lat

Reflexiones en tiempo de pandemia: «Pensar en los demás; dar gracias por lo bueno»

Las comunicaciones han supuesto un desafío durante la pandemia del Covid, especialmente a nivel interpersonal.  La gente esta viviendo en pequeños departamentos o en espacios reducidos, algo a lo que no están acostumbrados. El virus puede provocar tensiones y provocar malentendidos, pero encontrar otra mirada sobre nuestra realidad puede ayudar a profundizar nuestras relaciones y transformarnos.

Para acompañarnos, Jesuits.global nos propone una serie de vídeos con temas y reflexiones que pueden iluminar este tiempo de confinamiento: la búsqueda de nuevas capacidades para esta época de cambios, la importancia de la gratitud, la reducción de la tensión, cultivar la curiosidad y el asombro.

Aquí compartimos el segundo vídeo, a cargo de Diego Losada, estudiante jesuita español. En este vídeo nos propone contemplar la presencia del otro y ejercitar la mirada agradecida. Para eso, nos brinda una serie de pautas que nos pueden ayudar a pensar y acompañar la reflexión.

Con Diego Losada: Pensar en los demás; dar gracias por lo bueno.

Para ver la serie de videos completa podes acceder aquí: jesuitas.global

 

 

 

Pentecostés: el Espíritu Santo nos guía hacia a una nueva “normalidad”

Durante tantos años pensábamos ser autosuficientes. Nos sentíamos capaces de tantas cosas y la tecnología nos parecía ofrecer la cura a todo tipo de dolencias. Internet hacía que todo ocurriera a una velocidad increíble. Nuestras vidas se hicieron más y más rápidas. Cuando alguien envíaba un correo electrónico, se esperaba que respondiéramos en el día o, a más tardar al día siguiente. Las camisetas afirmaban: “Sin límites”. Las canciones pop decían: “Vuela más alto”.

Ahora el Covid-19 ha cambiado todo eso. Nos ha hecho tomar conciencia que, en realidad, no podemos hacerlo todo; que no somos autosuficientes; que la humanidad es apenas una brizna. El salmista dice: “Danos a conocer la brevedad de la vida para que podamos obtener la sabiduría del corazón”. Ésa ha sido una gracia – una gracia difícil – del confinamiento del Covid. Vemos que los seres humanos somos finitos, frágiles pero hermosos, que estamos aquí para amar y servir a los demás, para ser cada vez más verdaderamente nosotros mismos creciendo a imagen y semejanza de Dios. Hay un “mapa de ruta” para ese crecimiento y lleva por nombre Jesús. Él envía su Espíritu para guiarnos por el camino recto, para despertar nuestros deseos profundos, para alejarnos de la superficialidad, para que nuestros pies no tropiecen.

Necesitamos esa guía y esa inspiración. Hay tantas cosas que no sabemos hacer “como deberíamos” o como nos gustaría. San Pablo dice, “Cuando no podemos orar como deberíamos, el Espíritu viene en auxilio a nuestra flaqueza”. En esta época de Covid nos damos cuenta de nuestras debilidades y limitaciones. Necesitamos que la delicada voz del Espíritu, respetándonos, nos guíe con suavidad. Nos hace falta escucharla en este tiempo de Pentecostés. Necesitamos esas lenguas de fuego para quemar el cinismo y reavivar el entusiasmo en un mundo cansado.

Este peculiar Pentecostés del Covid es uno en el que debemos clamar al Espíritu pidiendo ayuda. Suplicamos que Él inspire y energice a líderes y políticos, a los cabeza de familia y a nosotros mismos. Pedimos que el Espíritu trabaje poderosamente en nuestros corazones y mentes y almas, atrayendo a la conversión – ayudándonos a ver que nuestro mundo tiene que cambiar: que volver a “lo de siempre” ya no servirá. Solicitamos su ayuda para ver que la “nueva normalidad” tiene que ser diferente de la “antigua normalidad”, para creer que puede ser una normalidad del Reino, una “normalidad” en la que los pobres son elevados y los corruptos echados fuera. Necesitamos ese Espíritu si el mundo ha de cambiar, si nuestros corazones han de enternecerse, si hemos de dar un paso más hacia un mundo diferente, renovado, transformado.

Fuente: jesuits.global

Reflexión del Evangelio – Domingo de Pentecostés

Evangelio según San Juan 20,19-23

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!».
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes».
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
Reflexión por P. Hermann Rodríguez Osorio, SJ

Fray Timothy Radcliffe, antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores, comentaba hace algún tiempo el texto bíblico que nos propone la liturgia del domingo de Pentecostés. En su libro, El oso y la monja (Salamanca, San Esteban, 2000, 89-92), llamaba la atención sobre el abismo que existe entre la paz que buscamos nosotros, y la paz que el Señor nos regala. Cuando los once discípulos estaban encerrados en una casa por miedo a los que habían matado al Profeta de Galilea, el Resucitado vino hasta ellos y les dijo: “¡La paz sea con ustedes!” y ellos “se alegraron de ver al Señor”. Pero la paz que les traía los iba a sacar de la paz del encierro y la soledad… En seguida les dijo: “Como el Padre me envió, también yo los envío”. El Resucitado los desinstala, los saca de su escondite, de su búsqueda egoísta de seguridad. La paz que el Señor nos trae, no siempre se parece a la nuestra…

Casi siempre buscamos la paz encerrándonos en nosotros mismos y evitando todos los riesgos de la construcción colectiva de nuestras comunidades y de nuestra sociedad. En esto nos parecemos a los discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir lastimados… Hay que reconocer que este miedo no es puro invento. Efectivamente, tenemos experiencia de haber sido heridos muchas veces en nuestras relaciones con los demás y procuramos evitar el dolor y el sufrimiento que produce este choque. Pero también sabemos que cuando nos encerramos y nos aislamos de los demás y del mundo, gozamos apenas de una paz a medias; es una paz frágil que en cualquier momento se desvanece en nuestras manos.

Nos encerramos en una paz frágil porque tenemos miedo al cambio, miedo a los demás, miedo a ser sacados de nuestro nido. El miedo nos paraliza, nos bloquea, nos confunde. Hemos desarrollado una serie de tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios que quiere sacarnos de nuestro encierro. Echamos llave, literalmente, a nuestros conventos, a nuestras casas, a nuestra habitación, de modo que nadie pueda acercarse a perturbar nuestras vidas con sus insistencias, con sus invitaciones, con sus interpelaciones. Podemos encerrarnos también en el exceso de trabajo… Paradójicamente, llegamos incluso a utilizar la oración para mantener a Dios fuera. Podemos dedicar horas y horas a la oración, recitando palabras y repitiendo frases, sin ofrecer a Dios un momento de silencio porque cabe la posibilidad de que nos diga algo que altere nuestra aparente paz y nuestra tranquilidad acomodada.

Pero el Señor se las arregla para irrumpir en nuestro interior con el soplo de su Espíritu y, aún teniendo las puertas cerradas, como los discípulos en el cenáculo, viene a inquietarnos y a salvarnos de nuestra aparente paz. Esa es la Buena nueva de hoy. Que el Señor no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos SU paz. Una paz que nos abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas de las manos y el costado es lo primero que les enseña el Resucitado a los discípulos cuando les anuncia su paz… Se trata, entonces, de una paz conflictiva, ‘agónica’, como diría don Miguel de Unamuno… Es una paz que abre desde fuera nuestros sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino para que vivamos una vida plena y auténtica, es decir, llena de preguntas y de problemas, pero iluminada por Dios que es el que nos ofrece la auténtica vida en abundancia.

Fuente: jesuitas.lat

Carlos Saráchaga: «El diácono en la Iglesia hoy, es llamado a ser presencia y signo de Jesús Servidor»

En el mes de oración universal por los diáconos, compartimos el testimonio de Carlos Saráchaga, diácono permanente que actualmente acompaña el trabajo en la Parroquia del Sagrado Corazón, en Montevideo, Uruguay.

¿Cómo vive su compromiso cristiano (bautismal) un diácono permanente?

Para comenzar es bueno tener presente que fue el Concilio Vaticano II, que restituyó el Ministerio del Diaconado Permanente y nos plantea “una nueva eclesiología”, una visión nueva de Iglesia, traducido en IGLESIA PUEBLO DE DIOS, donde “todos los bautizados” formamos parte de ese pueblo, por lo que “todos somos Iglesia”.

Por lo que, los diáconos somos, ministros al servicio de este proyecto de iglesia renovada. El diácono en la Iglesia hoy, es llamado a ser presencia y signo de Jesús Servidor, “el cual no vino a ser servido, sino a servir”.

La espiritualidad específica que encarna el diácono permanente, se vincula directamente con el gesto del lavatorio de los pies, que Jesús realiza en la “última cena” que celebramos el jueves Santo.

El lavatorio de los pies es un gesto donde el Maestro sirve al discípulo. Este “gesto” es una invitación de Jesús a todos los cristianos, y en particular a los diáconos, que nos invita a vivir el servicio al hermano. Jesús lava los pies a los discípulos en la última cena, como signo de lo que debe ser nuestra vida cristiana, servir al hermano.

Este gesto también nos recuerda que Dios nos sirvió y amó primero. Es común pensar que nosotros servimos primero a Dios, pero es El, el que siempre nos precede. Su amor es gratuito. Jesús nos recuerda– “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con los más pequeños de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25, 40).

¿Cuáles son las gracias y los desafíos en la vocación? ¿Qué ministerios y tareas desempeña dentro de su comunidad?

Los diáconos tenemos el don y la tarea de ser “servidores del pueblo de Dios” en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad.

La Lumen Gentium expresa: “Es oficio propio del diácono, administrar el Bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, bendecir el matrimonio, llevar la comunión a los enfermos, proclamar la Palabra de Dios y predicar, presidir el culto, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepulturas”.(LG 29)

Por el Ministerio recibido, estamos insertos en la DIACONÍA DE CRISTO, y estamos llamados para ser intérpretes de las necesidades y deseos de las comunidades cristianas, en definitiva “animadores del servicio, de la diaconía de toda la Iglesia”.

Por nuestra vocación de casados y clérigos, no somos laicos, estamos llamados a ser “ministros de frontera”, con un pie en la Iglesia y el otro en el mundo en que vivimos, comprometidos con las necesidades de la gente, dentro y fuera de la Iglesia, tratando de vivir nuestra vocación en atender a los más necesitados.

Es misión propia, trabajar en la formación y animación de las pequeñas comunidades, en el acompañamiento de los agentes pastorales y la promoción de la vocación laical.

En definitiva, es trabajar por la Iglesia que fundó Jesús. Una Iglesia pobre, sencilla, cercana a las necesidades de la gente, cimentada en la oración, la fraternidad y la comunión. Es lo que hoy nos pide el Papa Francisco, ser “una iglesia en salida” de cercanía, que acoge todas las fragilidades de todos los que la necesitan.

¿Se sorprenden los fieles por su ministerio siendo casado?

Aunque la restauración del diaconado lleva más de 50 años, todavía no se tiene claro la diferencia con el presbítero. Los diáconos tenemos esposa, hijos, nietos, vivimos de nuestro trabajo, y nuestro ministerio se basa en tres patas: la familia, el trabajo y el ministerio. Por lo general nos llaman “padre”, cuando bautizamos, casamos y celebramos, y debemos explicar que somos ministros casados. Hemos recibido la gracia que nos confiere el Sacramento del Orden Sagrado en orden al Diaconado, pero que antes de ser ordenados hemos recibido el Sacramento del Matrimonio, y que dicho sacramento junto con nuestra vida de familia, son lo que mantienen vivo nuestro “ser diaconal”.

¿Cómo lo vive la esposa y los hijos?

En esta vocación juega un rol fundamental la esposa, porque sin su consentimiento y su acompañamiento (el día de la ordenación el obispo le consulta, si esta de acuerdo y si está dispuesta a acompañarlo), no es posible realizar el camino.

En cuanto a mis hijos cada uno desde su lugar me han acompañado en este proceso y misión. Siempre se nos recuerda que no podemos descuidar a nuestra familia, ya que nuestro ministerio, supone tiempo y dedicación.

Toda la familia acompaña en forma generosa, en la medida que dona “tiempos de familia” a este servicio. Nuestra casa se abre a acompañamiento y tiempos de formación.

 ¿Cómo has vivido el proceso hasta llegar a la ordenación?

Como toda decisión, supone una etapa de discernimiento, con mi familia, en el proceso de formación y con mi comunidad CVX, a la que pertenezco.

Convencido que el Espíritu se nos regala en comunidad, fue fundamental en mi discernimiento, el haber sido acompañado por ella.

No todo fue seguridad. Hicimos el proceso juntos con mi señora, preguntas, dudas, para que luego el Señor confirmara mi vocación.

Hoy renuevo mi compromiso de servicio a nuestra comunidad parroquial, intentando discernir en estos tiempos tan especiales, donde el Señor me necesita.