Las nuevas tecnologías implican modos de vivir, relacionarse y ver el mundo, diferentes. Sin embargo, los mapas de poder siguen reproduciendo el esquema centro-periferia tradicional.
Por Jorge Luis Rodríguez Oropeza
A lo largo de la historia, la ubicuidad siempre estuvo reservada a algunos dioses. Hasta que el hombre no saboreó la manzana del edén tecnológico no pudo experimentar la sensación de estar en varios sitios a la vez.
El primer bocado vino con el inicio de la transmisión de televisión vía satélite (1962), por primera vez el ser humano podía ver en directo lo que ocurría en cualquier lugar del planeta. Siete años más tarde, ya no era el planeta, la humanidad entera contemplaba frente a sus pantallas el primer paso del hombre en la luna en el mismo momento en que este ocurría. Dábamos alcance a los dioses.
El siguiente hito, tuvo lugar en 1991, esta vez ya no poníamos un pie en la luna, sino que asistíamos a la primera transmisión de una guerra en directo, la Operación tormenta del desierto.
No obstante, la aparición de internet en nuestras vidas es lo que nos permite dar un verdadero salto a la sensación de omnipresencia. Gracias a esta ubicuidad provista por la tecnología, los mercados operan con la intervención de agentes de todos los continentes, familiares y amigos comparten sus vidas mediante videoconferencias y surgen nuevas prácticas profesionales como la telemedicina. Vivimos con la sensación de que no hay frontera geográfica que no podamos romper, no hay sitio en el que no podamos estar.
La ubicuidad transforma el espacio
Siendo el espacio y el tiempo los asideros materiales en los que se desenvuelve la vida, en nuestra anterior entrega quisimos enfocarnos en la velocidad como moduladora que incide en nuestra representación del tiempo, para ahora centrarnos en la ubicuidad como agente transformador del espacio; entendiendo por espacio “el soporte material de las prácticas sociales que comparten el tiempo” (Castells, 1997: 489)
Cabía esperar que las excelentes oportunidades que brindan las redes pudieran haber favorecido la desconcentración urbana, e incluso la descentralización de los núcleos de poder. No obstante, si bien han emergido algunos nodos en el sector de las nuevas tecnologías la hegemonía de los centros se mantiene prácticamente inalterada.
Incluso, los centros de cómputo cuando se representan en el espacio como bombillas nos dan una imagen similar a la que tenemos de un mapa político, con sus brillantes centros y sus opacas periferias.
Nótese que esta imagen no tienen ningún mapa detrás, es solo la representación gráfica en el espacio -mediante el uso de bombillas- de los servidores de internet.
Sin embargo, pese a que se mantiene el esquema centro-periferia, lo que hace diferente el concepto del espacio es que las relaciones sociales ya no tienen lugar en puntos geográficos ni ocurren por proximidad física, sino que, se producen por proximidad en las afinidades y tienen lugar lo que Manuel Castells llama “el espacio de los flujos” (Castells, 1997: 453-495)
Sin duda, esto es lo que define a las redes sociales: coincidencia de intereses, conexiones instantáneas en un espacio electromagnético. Los intercambios con los vecinos, los transeúntes y compañeros de trabajo, son más bien accidentales; forman parte de la desatención cortés con la que tenemos que convivir. El centro de nuestro ser social, lo que explica nuestro gregarismo, es nuestra interacción a través de la red.
Esto no quiere decir que no tengamos relaciones materialmente expresadas en la viva voz y en el “cara a cara”. Sí, las tenemos e incluso nos reproducimos gracias a ellas. Pero el sustrato de la relación de pareja, el contenido de la relación de trabajo, el cariño de la relación amistosa está en el correo electrónico, Skype, WhatsApp, Facebook… la “piel con piel” es solo consecuencia.
La ubicuidad altera la distancia
La posibilidad de estar en todas partes anula las distancias. “La sólida unidad espacial de la visión propia de la perspectiva normal podía funcionar sin contradicción cuando el intervalo de velocidad único en el que todos podían desplazarse oscilaba entre los 3 y 30 km/h” (Piscitelli , 2002: 103).
Nada es cerca y nada es lejos, la distancia no interviene en nuestra capacidad de aproximarnos a un lugar. Sin embargo, no marcamos nosotros nuestro itinerario, nuestras aproximaciones van marcadas por el trending, la web oculta sigue inmersa en una profundidad abismal y nuestros flujos son más que nada unidireccionales.
Esta relativización de la distancia, según el filósofo Byun-Chul Han, en vez de acercarnos a lo distinto nos aproxima cada vez más a lo igual, …”la red se transforma en una caja de resonancia especial, en una cámara de eco de la que se ha eliminado toda alteridad. La verdadera resonancia presupone la cercanía de lo distinto. Hoy, la cercanía de lo distinto deja paso a esa falta de distancia que es propia de lo igual” (Han, 2017: 16)
La ubicuidad que nos facilita la red no nos acerca a lo distinto, no nos aproxima al otro. Si no piensas como yo, si no compras lo que yo, si no me das un “me gusta” no formas parte de mi red. Los algoritmos se encargan de organizarlo y nosotros le damos al botón de “Aceptar”.
Fuente: Entre Paréntesis