Contemplaciones SJ – Con llanto de niño…

Contemplación del Nacimiento de Jesús.

Por Matías Hardoy SJ

Lucas 2, 6-7. “Y mientras estaban allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada.”

Ya es de noche. En la soledad del campo, las estrellas brillan de manera especial. Silenciosas, son testigos de lo que ocurre. Miro a mi alrededor. De pronto, una suave brisa fresca me invita a un mayor recogimiento. Los animales, tal vez porque algo intuyen, se acercan… Me impacta la simpleza de esta escena.

Hay una mujer, María. Tiene el rostro quemado por el sol por tantos días de camino. Su marido, José, le sostiene la espalda. Lo atraviesa una mezcla de ansiedad y temor. Mira al cielo y piensa ¿cómo será esto? Duda, pero aún confía. Si de verdad es Dios, ¿veremos alguna señal, algo especial?

María, con cada contracción, se aferra más y más fuerte a la mano de José. Eso la sostiene. Grita. Puja. Lucha. Como toda mujer en este momento sagrado. Y ahí está.

De pronto un grito rompe el silencio de la noche. Un llanto. Como tantos otros, pero especial. Los ojos de José y María se llenan de lágrimas. Se miran. Miran al niño. ¡Cuánta emoción! Los miedos y las preguntas desaparecen. Todo se llena de gozo y de paz. Ahí (al fin) está el niño. Tan tierno, tan mimado. Es inmenso el cariño que lo abraza en medio de tanta austeridad. Tanto amor empieza a preparar lo que años más tarde vendrán.

El silencio. La Noche. No hay palabras. Sólo un llanto. El llanto del niño. María lo contempla y guardar en el corazón. José, silencioso como siempre, mira asombrado. Mientras, como tantas otras veces, sostiene a María.

De repente se oyen ruidos. Aparecen unos magos que, por sus vestiduras, parecen de oriente. Entran, como en puntas de pie, pero con gran solemnidad. Se quedan parados frente a María y el niño. Sienten en su corazón la gratitud de quien confirma en su vida una promesa de Dios. Se inclinan ante la Familia Sagrada. Dejan tres pequeños cofres que brillan con la luz de las estrellas.

María no comprende bien qué es lo que pasa. Levanta la mirada y ve, a lo lejos, un grupo de jóvenes que se acerca. ¿Más visitas?

Siente miedo. Aprieta al niño contra su cuerpo. José hace ademán de ponerse de pie. María, entonces, lo detiene. “Son pastores”, le dice. Los pastores, que ahora están muy cerca, miran curiosos.

Uno se anima a hablar .“Disculpen, pero hemos venido porque se nos apareció un ángel y nos dijo que buscáramos a un niño que sería el Salvador”. Ante la simpleza de la visita desconocida, José y María se miran y sonríen. Comienzan a entender. Dios está con ellos. Y los acompaña de modos tan originales…

Y yo acá. Descalzo. Con mi túnica sucia del trabajo del día. Con el cansancio de todo el día. Siento que, finalmente, puedo descansar.

Miro al niño.  Me emociono. Me acerco. Con una mirada se lo pido a María que, con confianza, me lo da. Lo tengo en mis brazos y nos miramos. Él “no sabe nada”, porque es niño. Pero me conoce… nos conocemos.

No puedo contener tanta emoción. Lloro. Con Él. Como un niño. Cierro los ojos y siento su calor. Sus movimientos. Escucho sus muecas. Sospecho que son esos ruidos inentendibles de Dios, que aunque está tan cerca y es tan humano, no deja de ser Misterio. Lo vuelvo a dejar en brazos de su mamá.

Con el corazón le digo: “Seguí descansando, ya nos volveremos a encontrar de camino…”

 

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