De la gratitud a la donación
Una reflexión que une la práctica deportiva con la espiritualidad ignaciana.
Por Alejandro Gómez Brua SJ
Siglos atrás las personas más reconocidas del mundo eran, sin duda, las supremas autoridades de los diversos reinos. Hoy día los principales gobernantes del mundo no son necesariamente las personas más reconocidas. Figuras de otro ámbito han abarcado una atención más generalizada. Nos referimos a los grandes deportistas. Personajes como Leo Messi o Roger Federer son reconocidos a lo largo de todo el globo, sin importar el país, la cultura o el nivel económico.
En efecto, el deporte mueve pasiones, mueve familias y pueblos enteros. Hasta se podría afirmar que tiene más relevancia, para la mayoría de las personas que cualquier religión o ideología política. Notablemente, uno de los deportes más practicado en el mundo, el fútbol, no consta siquiera con dos siglos de existencia y, sin embargo, ejerce una influencia descomunal.
Habiendo reconocido esto cabe preguntarnos: ¿qué papel podría jugar el deporte (el fútbol, por ejemplo) en la vida de un joven cristiano? ¿Qué elemento del mundo deportivo puede ser significativo para una espiritualidad encarnada en nuestros días?
Sin dudas, un punto en común entre la espiritualidad cristiana y el deporte es la ascética. Una mirada superficial de esta comparación puede llevarnos a pensar que se tratan de dos ascéticas opuestas. Fácilmente podemos caer en una errónea dicotomía que etiquete la ascética cristiana como una negación del cuerpo y, por, otro lado, identificar el cuidado del cuerpo en el mundo deportivo como un narcisismo un tanto egocéntrico. Sin embargo, es posible hallar puntos en común que unan la abnegación que pretende la espiritualidad cristiana con el cuidado del cuerpo (propio de la actividad deportiva) para el servicio a los demás.
La mirada de Ignacio de Loyola puede ser de gran ayuda en este punto. Curiosamente, el peregrino nombra a la obra que constituye su mayor legado espiritual como “Ejercicios Espirituales”. Y al comenzar el texto dice: “porque así como el pasear, caminar y correr son exercicios corporales, por la mesma manera todo modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las affecciones desordenadas y después de quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima, se llaman exercicios spirituales.” (EE.EE. n°1)
De modo evidente, la dinámica de la prueba, el error y el ajuste, constituye una constante en el entrenamiento deportivo. En la vida espiritual ocurre algo similar: intentamos crecer en madurez y bondad, quitar nuestras afecciones desordenadas y, así, servir y amar cada día más. Este esfuerzo comparado, que resalta algún cierto voluntarismo, puede sonarnos inadecuado, sobre todo si consideramos que en el mundo deportivo la búsqueda del éxito es un imperativo bastante común. Aun así, quizás nuestra vida espiritual no se aleje mucho de lo anterior. Con todo, me parece sugerente realizar una analogía partiendo, no desde el fin perseguido, sino desde la génesis de todo camino ascético.
Volvamos al fútbol. Ciertamente, muchos de nosotros lo disfrutamos desde pequeños. Al principio habrá sido simplemente viendo a otros jugar, luego comenzar a correr tras el balón y finalmente aprender a patear. Probablemente fueron nuestros padres quienes comenzaron a jugar con nosotros, o, quizás, algún otro familiar o un amigo de la infancia.
Sin duda, tanto nosotros mismos como nuestros seres queridos son capaces de recordar aquellos momentos con gran alegría. Ahí está la clave. La alegría de la donación emerge en nuestra memoria al recordar cuánto nos divertíamos jugando de pequeños. Esa alegría nos llevó poco a poco a jugar con otros amigos, a entrenar en algún club o en el barrio y, por qué no, a soñar con dedicarnos toda la vida a realizar aquello que tanto nos gusta.
Una clave fundamental está entonces en la alegría de la donación. Ignacio en la primera consideración de sus Ejercicios Espirituales, llamada Principio y Fundamento, dice: “El hombre es criado para…” (EE. EE. n° 23) El paso inicial en el camino del servicio y también de la ascética es el reconocimiento de la gratuidad. Fuimos creados y animados por un acto de pura gratuidad. El agradecimiento entonces parece un pilar fundamental para iniciar cualquier camino espiritual.
Si nos remitimos al ámbito de lo cotidiano, podemos descubrir que lo anterior resulta de importancia capital. En efecto, no se trata caer en la cuenta de nuestro ‘ser creados’ sino de incorporar la gratitud como punto de partida en nuestra vida. Ésta gratitud previa actúa como combustible constante ante la dinámica de la prueba, el error y el ajuste.
Ahora bien, el fin también es un punto importante en el itinerario deportivo y espiritual. Si bien lo más originario parece no ser nuestra función sino nuestra recepción de la donación primera de Dios, el carácter teleológico también juega un papel importante en nuestra existencia. Cuando leemos el enunciado “criados para”, nuestra comparación entre la espiritualidad y el deporte parece hundirse, ya que imaginamos el fin de la vida cristiana como el servicio y el amor al prójimo, mientras que el deporte parece sólo perseguir el éxito y la admiración.
Desde mi perspectiva, esto último puede ser una visión reduccionista del deporte. Evidentemente, son aspectos que pueden colarse en las motivaciones. Pero si entendemos en sentido amplio quienes son lo que hacen deporte, quienes juegan al fútbol, nos encontramos con hombres y mujeres que comparten la alegría de jugar con familiares, amigos o simplemente otra persona.
Estamos hablando de aquellos que aprendieron a regalar su sonrisa en un momento de gratuidad. Padres que comparten con sus hijos lo que tanta felicidad les brindó en su propia infancia. Cristianos -¿por qué no?-, que, en los límites de un campo, aprendieron a donarse de manera sencilla. Hombres y mujeres que se esfuerzan por ofrecer lo mejor de sí, de manera generosa. Deportistas que, sea el patio familiar o la plaza del barrio, encarnan la gratuidad, invitando a todos a unirse al juego.
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