Domingo de la Santísima Trinidad

Por Diego Fares Sj

En el corazón de su envío está primero el “bautizar” y segundo “el enseñar a guardar”.

Es decir: primero se nos manda incluir –sumergir en el Amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo– y luego “dar mandamientos y preceptos”. Y en esto de los mandamientos se pone la condición de seguir una pedagogía muy especial, porque no se trata de decir lo que se debe hacer sino de enseñar a guardar todo lo mandado. Este todo no se puede hacer si la enseñanza no se hace al estilo de Jesús: con su paciencia para sostener procesos, con su perdón incondicional (como el del Padre que recibe al hijo pródigo o el Buen Pastor que deja todo para buscar a la oveja perdida) y constante (setenta veces siete).

Muy lejos, lejísimo, esta actitud de la que a veces tenemos: primero pedimos los papeles y certificados para ver si todo está en orden, y por ahí lo hacemos dentro de una estructura de sacristía tal que muchas veces eso solo hace sentir a algunas personas como ya excluidas. Uno no va a la AFIP si no tiene todos los papeles y siempre sospecha que le faltará alguno y que lo harán ir y volver dos o tres veces. Esta no puede ser nunca la imagen de la Iglesia que nos mandó a construir Jesús. La imagen tiene que ser la que damos con el Bautismo de los niños: que los papás y padrinos y todos los familiares sienten que pueden pedir el bautismo y participar en el sacramento sea cual fuere la situación moral y eclesial en la que se encuentren. Aún en esto hay algunos que ponen distancias y trabas, pero nuestra Iglesia vive con alegría esta apertura bautismal a todas las gentes. Y es quizás lo que provoca nuestra debilidad posterior: hemos sido admitidos todos los que quisimos sin muchas condiciones y luego muchos quizás no nos hemos dejado “enseñar” por la Iglesia “todo lo que Jesús le mandó”. La Iglesia vivió y vive así: incluyendo más de lo que puede manejar y disciplinar. Pasa también con los otros sacramentos: con el matrimonio y el orden. La Iglesia casa y ordena más de lo que puede “controlar”. Siembra en todo terreno la gracia de Jesús. Y esto creo que es muy evangélico. En el fondo es una apertura de todos los tesoros a todos con la esperanza de que cada uno luego los administre con responsabilidad y amor. Hay que comparar a la Iglesia con otras instituciones. ¿Qué sucede en algunos partidos políticos con el que declara algo, una mínima declaración, contra lo que opina el jefe o la jefa de turno? Muere políticamente. Lo ponen en el freezer. Primero está la disciplina partidaria y luego todo lo demás. Y tomando otra imagen, más interior y sutil, ¿qué sucede en los grupos exclusivos –familiares y sociales de distinta clase- cuando “entra” alguno que no pertenece? Se le hace sentir con mil detalles y de mil maneras que no es bienvenido, que está demás, que mejor no vuelva, que es “diferente”.

La iglesia bautismal sigue al Corazón de Jesús en su deseo de ir a todas las gentes: Vayan y hagan discípulos míos a todas las gentes. Ricos y pobres, de todas las culturas y pueblos, grandes y pequeños, jóvenes y ancianos, más santos y más pecadores. Discípulos es “seguidores y alumnos” de Jesús. No nos dice: esperen a que se gradúen. El mandato es atraer, incluir, enseñar a cumplir… Y en todo esto la cercanía del Señor: yo estoy con ustedes en esta tarea de todos los días.

¿Y por qué sale esto en la fiesta de la Trinidad?

Creo que porque de esta práctica, de esta tarea concretísima a la que Jesús nos envía, surge o tiene que surgir, si uno mete las manos en la masa y agarra la escoba junto con otros, la dificultad. No es humano salir a buscar siempre a más gente, incluir y bautizar sin que se canse el brazo, como le pasaba a San Francisco Javier, que se tomó al pie de la letra esto de ir a bautizar a todos. No es humano estar siempre enseñando (lo que implica perdonar) al que ya tendría que haber aprendido de una vez.

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Un mandato así, si uno es consciente de lo que se le manda, supone una gracia y tiene que suscitar un pedido.

La gracia es la de sentirse hijos amados del Padre.

La gracia es la que el Padre misericordioso le quiere hacer sentir al hijo resentido (que justamente, cumplió todo a la perfección y eso lo llevó a indignarse de que su hermano fuera recibido con una fiesta en vez de con un castigo): hijo, “todo lo mío es tuyo”. Sólo si nos sentimos dueños de toda la creación, de la historia y del mundo, podemos salir como nos dice Jesús. No tenemos ningún mercado que conquistar: Él ya conquistó todo y a nosotros nos envía a cosechar. Las ovejas de otros rebaños, él ya las alcanzó de alguna manera. Nosotros tenemos que salir a buscar a los que Cristo ya redimió y hacerles conocer algo buenísimo que ya es de ellos aunque no lo sepan. Son hijos, son hermanos nuestros, los que vamos a buscar. Y esto sólo lo puede hacer alguien que se siente plenamente hijo, gratuitamente hijo.

Si vamos como empleados, iremos mal.

En este cómo vamos, en este “qué le exigimos a los demás” se revela nuestra propia condición, cómo nos sentimos en la casa del Padre. El que no se siente hijo trata a los demás como entenados.

Ya vamos viendo que el envío y el mandato de Jesús nos hace descubrir –sin decirlo- al Dios Trinitario. No es Jesús sólo el que nos envía. Tenemos que escuchar bien lo que dice: “Como el Padre me envío, yo los envío a ustedes”.

Esta es la gracia que se descubre al ponerse en camino y al salir a buscar, al bautizar y al enseñar a todos. Los más alejados, los pródigos, cuando descubren a este Jesús, nos hacen descubrir a nuestro Padre (y a sumarnos a su plan de salvación o a no querer entrar como le pasó al hijo mayor).

La petición que tiene que surgir en el corazón del que sale a hacer discípulos y a bautizar a todos y que cada día se siente como maestro de niños pequeños a los que hay que volver a enseñar todo una y otra vez, es la petición del Espíritu. “Envíanos Padre, tu Espíritu Santo, Que nos prometiera tu Hijo el Señor”. No es que sea difícil la misión a la que el Señor nos envía: es imposible. El escuchar el encargo y levantar la vista y abrir el corazón para recibir al Espíritu son una y la misma cosa. El Señor suscita el deseo de una misión tan grande e inclusiva y aclara que para ella hay que “esperar ser revestidos de lo Alto”, hay que recibir su Espíritu. Sólo el Espíritu puede “enseñar toda la verdad” de Jesús. Uno solo termina enseñando “partes” (que suelen ser las que más le gustan y convienen).

Así, la necesidad del Padre brota del corazón y se convierte en deseo del Espíritu apenas uno se entusiasma con el seguimiento de Jesús y quiere hacer discípulo a otros.

No se puede cumplir el más mínimo mandamiento de Jesús si uno no “entra en la Casa del Padre donde se celebra la fiesta por todo hijo pródigo”. No es que sea difícil el matrimonio o el celibato, la pobreza o el servicio… es imposible sólo el poner la otra mejilla a la bofetada del más pequeño desprecio si uno no se siente hijo amadísimo del Padre y si no espera que el Espíritu perdone y repare toda falta y haga nuevas todas las cosas.

Sin esta acción conjunta de los Tres, quedarse sólo con los mandamientos de Jesús hasta diría que hace mal: produce esos seres tristes y agrios que recitan la doctrina completa de la Iglesia sin mostrar un ápice de fraternidad ni de apertura al perdón que son lo propio de todo mandato de Jesús.

Jesús primero incluye (eso es lo propio del Padre), nos mete a todos en el Amor del Padre: nos busca, nos lleva a casa, nos venda las heridas, nos prepara la fiesta y luego enseña (eso es lo propio del Espíritu): ilumina con su consejo, da fortaleza, abre la cancha, insufla ánimo, pone buena onda, allana los caminos, achica los problemas, nos vuelve creativos.

En la vida de Jesús el Padre y el Espíritu obran y están activos en todo momento. Si uno lee bien el evangelio, todo es Trinitario. Aunque sólo Jesús sea visible, él se ocupa muy bien de aclarar que no hace las cosas solo y que en todo actúan los tres. Y en nuestra época, en la que “amamos a Jesús sin verlo”, el Espíritu también se ocupa de hacernos sentir que él no actúa solo sino que es el que nos hace decir de corazón “Abba”, Padre y a reconocer a Jesús encarnado en los sacramentos, iluminándonos al Señor que es Palabra de vida y alimentándonos con el Señor que es Pan de Vida. El Espíritu no nos da otra cosa que no sea Jesús encarnado, como hizo al comienzo de la historia de salvación, cuando María concibió por obra y gracia Suya a Jesús.

Así, tanto en nuestra oración como en nuestras acciones prácticas, los Tres están presentes. Cuando caemos en la cuenta y “contamos” con su colaboración nuestra oración se vuelve rica y nuestro trabajo apostólico se vuelve alegre y eficaz.

Le agradecemos y le pedimos todo al Padre por su Hijo en el Espíritu Santo. Amén.

 

 

 

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