El camino ignaciano: una aventura con Dios y con los demás
Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia inteligencia.
Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus sendas.
Proverbios 3,5-6
Por Natalie Baxter Strange
De pie, en la larga cola para facturar en el aeropuerto de Bruselas, yo estaba revisando mis correos electrónicos en mi teléfono. Esas palabras de Proverbios me aparecieron en la reflexión cuaresmal de ese día. ¿Qué mejores palabras para comenzar una peregrinación? Con consuelo de mi corazón; sentí la cercanía del Señor. Confiar en Él con todo mi corazón era lo que deseaba profundamente en los días venideros.
Cuatro meses antes me había llegado otro correo electrónico: una invitación para unirme a una peregrinación en grupo siguiendo las huellas de Ignacio desde Loyola a Manresa. La fecha de llegada a Manresa: 25 de marzo, exactamente 500 años después de su llegada al lugar en 1522. Me emocionó sólo pensar en ello y respondí: “Sí, cuenten conmigo.”
Nuestro grupo de 14 peregrinos y nuestro guía, el Padre Josep Lluís Iriberri, SJ, llegaron a Loyola en un hermoso y cálido día de sol. Las familias españolas disfrutaban de sus paseos domingueros paseando por el parque junto a la Basílica. Todo parecía estar bien en el mundo en ese momento. Para nuestro camino, habíamos viajado desde Estados Unidos, Singapur, Italia, España, Países Bajos y Bélgica, y nuestras edades oscilaban entre los 41 y los 82 años.
Peregrinar es una aventura. Una aventura con Dios y con los demás. Se podría decir que esperar lo inesperado es una buena forma de preparación. Lo inesperado, tanto lo bienvenido como lo no tan bienvenido. Sólo Dios sabía lo que nos depararían nuestros 11 días, individual y colectivamente. Estábamos en sus manos.
El primer día completo lo pasamos visitando los lugares importantes para Ignacio, en Loyola y en Azpeitia, y, en la Capilla de la Conversión, el broche de nuestra primera Misa. Al entrar en dicha Capilla, se percibe una silenciosa reverencia. Con los viejos maderos del suelo y las vigas del techo, uno puede imaginarse a Ignacio recuperándose aquí de su herida de bala de cañón y de sus intervenciones quirúrgicas. En el rincón donde Ignacio permaneció durante meses en su cama, un viejo y algo andrajoso dosel cuelga por encima de una gran estatua dorada de Ignacio mirando al cielo. Cuando nos reunimos en torno al altar para recibir la comunión, cada uno de nosotros ponía una mano en el altar, a Dios ofreciéndose a sí mismo y nuestra peregrinación.
A la mañana siguiente, caminamos las dos primeras horas en silencio, como hacíamos la mayoría de las mañanas. En ese silencio, fui aún más consciente de mi profunda alegría y gratitud a Dios. Mi copa rebosaba, como la cascada junto al camino. Al cruzar los viejos puentes del ferrocarril, el viento me recordaba al Espíritu Santo y amenazaba con llevarse mi sombrero. Los túneles frescos, húmedos y oscuros me invitaban a rezar para que la luz de Cristo brillara en los lugares oscuros, en mí y en otros sitios.
Para cubrir los más de 650 km del Camino Ignaciano en 11 días, combinamos autobuses y nuestros pies hasta alcanzar Manresa. Apreciamos especialmente disponer de un autobús cuando subimos más de 1.000 metros en la espectacular alta montaña hasta Arantzazu, donde se alza un impresionante monasterio franciscano. Arantzazu, centro de devoción mariana, fue el primero de los muchos lugares donde Ignacio se detuvo a rezar a la Virgen, Nuestra Señora, por su profunda devoción a ella.
Desde Loyola en la región vasca hasta Manresa en Cataluña, el paisaje varía enormemente. Dicho paisaje ha informado y dado forma a mis conversaciones con Dios a lo largo del camino, junto con la gracia, las reflexiones, las escrituras y las oraciones sugeridas para cada día. El salmista escribe: “Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella” (Salmo 24,1). Me pareció que, dondequiera que yo mirara, el Señor me hablaba: la manzana pequeña y marchita revelaba algo de mi propio corazón; la planta puntiaguda y afilada me recordaba la pasión y muerte de Jesús; la belleza de las flores silvestres y el canto de los pájaros que llenaban el aire me llevaban a alabar a nuestro Señor y Creador.
Rezar con citas del libro de los Ejercicios Espirituales profundizó aún más nuestra experiencia. Después de la peregrinación, cuando revisé mi diario, me di cuenta de que había experimentado la dinámica completa del mes de Ejercicios durante las dos semanas. Algo que no había esperado.
Y además, hubo conversaciones. Conversaciones ricas, significativas y memorables. Ligeras y alegres. Otras dolorosas. Momentos de hilaridad y risas. Momentos de lágrimas. Bendiciones innumerables. Nos habíamos encomendado lo mejor posible a las manos de Dios, y “su amor y su gracia” nos acompañaron en abundancia.
Fuente: jesuits.global/es
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