El Diego y la forma de lo argentino

Una reflexión de Ignacio Puiggari SJ, sobre los últimos acontecimientos sobre la despedida de Diego Maradona.

Los últimos eventos en torno a Diego Maradona dan que pensar. Nada cuesta ver en él una potencia, una fuerza extraña que ha logrado unificar a millones de argentinos en un mismo sentir y desear. Sin duda que la Casa Rosada no representa en absoluto la forma debida para semejante convocatoria. La sede del gobierno apenas si fue una pálida represión embestida y puesta una vez más en ridículo por el propio pueblo. Una cancha de fútbol hubiera resultado mejor sin duda. Frente a un fenómeno de tales magnitudes necesitamos preguntarnos: ¿qué es aquello que nos une en Diego Maradona? ¿Qué podemos aprender, o bien, qué tipo de catarsis o purificación acontece en la contemplación de su trágica historia? Acaso el camino de San Diego nos conduzca, como en la película de Carlos Sorín, a desplegar con mayor autenticidad la idea envuelta en nuestra raíz, y a descubrir al cabo de nuestro periplo la referencia primera y más sufrida para nuestros anhelos comunitarios. Porque sólo así la muerte y el sufrimiento del Diego, así aprehendidos, confirmarán el alcance de su auténtico sacrificio de fecundidad.

En primer lugar, Diego nos muestra la profunda crisis de lo universal en la Argentina. Sumergidos en el imperio de la particularidad asistimos al constante espectáculo de la fragmentación política, social, cultural. Como nosotros,  también el Diego se vio perdido en la indefinida masa de goces inmediatos incapaces todos ellos de configurar la forma de su deseo. Esa galería de placeres inmediatos parasitó su alma e impidió el despliegue aun mayor de su genialidad. Porque, si bien tuvo la audacia de recrear en si mismo el gesto de la deserción en la ruptura de la falsa solemnidad argentina (la civilización de Sarmiento como eje de nuestras huidas), no pudo, sin embargo, permanecer en los pasos que sólo su talento acaso inauguró ¿Qué caminos nos entreabre Maradona? Las múltiples gambetas del Diez a los ingleses, al modo de una indescifrable trama, configuran acaso la ruta abierta hacia el camino que debemos emprender.

Por otra parte, con Diego aprendemos lo que significa la asunción comunitaria de la pobreza. El centro de nuestra carencia, la necesidad de una Padre como figura de aquella perspectiva universal en la que nos sintamos incluidos, nombrados y pertenecientes. A la vez, trascendidos para el destino de una palabra que nos toca ofrecer dentro del concierto histórico de los pueblos. Ávidos de reconocimiento e inclusión, en estos días, nos vimos salvajemente necesitados de tocar al Diego antes de su entierro. No hay megáfonos presidenciales que puedan con ese ímpetu. La palabra del Padre, su reconocimiento y el límite (la falta, la interdicción que nos forma) es insustituible ¿Es mucho decir que somos una masa de goces inmediatos sin forma? En todo caso, el Padre es aquello que nos orienta en el camino siempre difícil hacia la asunción y despliegue de nuestro deseo.

Pero con el Diego aprendimos la belleza del juego, sobre todo cuando este representa simbólicamente, el sacrificio comunitario de una entrega cargada de gozo y de relación. En su ámbito las reglas, si bien necesarias como dijimos, no quedan absolutizadas ¡Cuánta espontaneidad generosa, cuánta picardía, cuánta precisión y desenfrenado amor derrochado en beneficio de tantos! ¿Cómo no agradecer esta su genialidad? ¿Cómo no desear con él esa vitalidad  exuberante, esa embriaguez de referencias inéditas como pases y goles y bailes? Como en el fútbol, necesitamos desplegar en otros ámbitos esta compartida referencia gozosa que nos vincula en pos de una entrega generosa y  abundante. Comunicar con alegría nuestra apasionada e inteligente forma de amar. Bailar entre nosotros al son de nuestra palabra histórica para el mundo.

En suma, esa fuerza extraña somos nosotros mismos, la cara sufrida y anhelante que nos devuelve el espejo. Desde el Diego, mencionemos al menos tres rasgos de nuestro ser: la fragmentación y la constante tentación de la huida o del goce inmediato; la crisis de lo universal como ámbito todavía ausente de inclusión y reconocimiento mutuo; y, por último, la profunda necesidad de recrear las posibilidades del juego y el sacrificio.

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