Emmanuel Sicre SJ – ¡Qué pereza la pereza!

De lo que sucede y cómo podríamos afrontarla.

 Por Emmanuel Sicre, sj

 “Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si primero no lo ata”. Mc 3, 27

 Es muy común escuchar en nuestro tiempo muchas personas afectadas por la pereza, en especial, entre jóvenes. Se lamentan de su incapacidad de asumir una iniciativa hasta el final, de poder levantarse del sofá o la cama para hacer algo “productivo” o que les provoque una pasión real, de sentirse enredados por las pantallas, de no poder sostener relaciones duraderas ni comprometerse con los vínculos de manera más profunda, de vivir cierto vacío existencial y aislamiento. Así, el sentimiento que acompaña la pereza no sólo es de impotencia, sino también de cierta indolencia, sinsentido y frustración anticipada. Veamos cómo comprenderla.

A ideales presumidos, culpa asegurada

La pereza, en principio, pareciera arribar al corazón cuando nos enfrentamos a un ideal exagerado sobre nosotros mismos -o sobre el mundo, que nunca logra encajar con lo que realmente anhelamos. Algo así como “yo tendría que ser capaz de esto” o “yo debería hacer esto, pero ahora no, será más adelante”. En este sentido, la pereza anidaría en las mentalidades pretensiosas que ignoran sus deseos más profundos y, lentamente, se va instalando como un invasor dispuesto a tomarlo todo. De hecho, en algunos casos, llega a la depresión.

Con esta constatación de no poder activarnos en pos del presuntuoso ideal, nace la constante postergación -procrastinación-, el dejar para después, para más tarde, para un mañana que nunca llegará. El problema es que el recurrente aplazamiento va minando el suelo de la vida hasta ahogarla en un crónico “no puedo”, “no tengo ganas”, “ay qué pereza”, “no vale la pena”. Así, brota, poco a poco, el vacío interior y el continuo abandono de sí mientras suena la música del inconformismo.

Sin embargo, este incumplimiento interior con el ideal desmedido de lo que debería ser, no es gratuito. No es que: “bueno, ya no lo hice y chau, ya fue”. Siempre, con mayor o menor intensidad, se experimenta un sentimiento de culpa hondo por la frustración de no alcanzar lo que deberíamos hacer o ser que se resuelve muchas veces con compensaciones placenteras[1] que no terminan de llenar el pozo de nuestras demandas espirituales de sentido. Quedamos seducidos por “placeres aparentes”, como le llama san Ignacio a una de las tentaciones del mal espíritu.

En efecto, cuando la realidad nos pregunta sobre nuestras responsabilidades y compromisos omitidos, quedamos expuestos al sufrimiento y a la autoimagen rota. Quizá algunos resuelven pensando que es un problema personal, pero lo cierto es que nuestras acciones y omisiones, tarde o temprano, repercuten en nuestro entorno, especialmente, entre quienes más queremos.

Las voces del autocastigo

Sin embargo, para menguar este sentimiento de culpa por no haber hecho lo que deberíamos, nos aparece una voz interna acusadora que comienza a castigarnos, muchas veces de manera desproporcionada. La ecuación sería: a mayor pereza y postergación, mayor culpa y autocastigo que podríamos llamar “reparatorio”.

Aunque lo cierto es que este castigo, finalmente, no repara nada, no logra darle a la voluntad el empujón que necesita para activarse y asumir lo que le toca para su bien y el de los demás.

El castigo interior severo no envalentona ni fortalece, sino todo lo contrario: licúa la voluntad dejándola dañada y lista para el próximo fracaso. De esta dinámica debilitadora viene, muchas veces, un miedo paralizante ante aquellos ideales forzados. El problema radica, entonces, en el hecho de no poder conectar con los deseos más hondos o de haberlos confundido con estos ideales desajustados.

La sana autoestima, un impostergable

El panorama poco alentador de este cuadro de pereza se completa con la dificultad de percibir la estima propia. Es lógico, casi imposible, quererse así de débiles o, al menos, ¡qué difícil resulta aceptarnos con amor así de frágiles y pusilánimes! Por lo general, quienes padecen la pereza sienten vergüenza porque socialmente está mal vista, no es rentable y representa una carga para su entorno.

Cabe decir aquí que la autoestima es un fenómeno primordialmente auditivo. La estima propia se fue construyendo a lo largo de nuestra vida con las voces de nuestro entorno, las de elogio y las de desaprobación, las de sobreprotectora dulzura y las de dureza seca que desoían nuestras necesidades tildándolas de inútiles, las que ponían la culpa afuera – “piso malo”, solemos decirles a los niños cuando se golpean y queremos encontrar algún culpable a los incidentes- y las voces que responsabilizaban desproporcionadamente – “culpa tuya estamos pagando todos…”. Todas las voces que hemos escuchado fueron modelando y afinando el tono a nuestra propia voz de la conciencia. Con esta voz con la que nos decimos las cosas, es con la voz interior con la que vivimos a diario la pereza y sus consecuencias.

Una voluntad debilitada por las voces negativas -propias y ajenas-, no logrará nunca levantarse por sí misma porque no ha encontrado apoyo en ningún resorte interno valorado, gozado, reconocido.

Su autonomía está amenazada, además, por la dolorosa comparación –propia o asumida- con un entorno que es percibido como productivo y capaz. Es por esto que debemos cuidar el modo en que decimos y nos decimos las cosas y las varas con las que nos medimos, ya que si están muy altas sólo las miraremos de abajo como un imposible aplastante.

Algunas paradojas culturales que estimulan la pereza

En nuestra cultura exitista esto se complejiza aún más porque valora y premia con voces positivas sólo a quienes progresan, a quienes cumplen con reverencia ritual ciertos estándares de belleza u obedecen ciegamente a altos niveles de rendimiento, a quienes tienen más poder, más fama, más placer o más cosas. Quien vea en esta cultura del “éxito individual” un ideal inaccesible, renunciará prontamente al medir sus fuerzas.

A su vez, estamos inmersos en un tiempo que olvida la profundidad de los procesos humanos y prefiere lo superficial. Es así que vemos un egoísmo competitivo voraz que pide siempre más para poder hacer y pertenecer, haciendo desear vivir muchas vidas en una. De ahí la autoexplotación que solemos llamar realización. Esto provoca un aceleramiento sin sentido para “haber experimentado”, en poco tiempo, mucho más de los que nuestras emociones, memoria y entendimiento pueden procesar. He aquí la sensación de ansiedad irresuelta que se llena de entretenimientos y nos lleva, no sólo a no poder estar presentes a nada, sino también a perder la capacidad de que el simple ocio creativo nos devuelva las ocurrencias de la imaginación que brotan de nuestra realidad más honda y nos invitan a crear.

Por otro lado, los tiempos que vivimos instan a que recibamos con una triste pasividad miles de estímulos sensibles que parecieran dar todo resuelto con un click desconociendo el trasfondo complejo de las cosas. Se compra, se vende, se goza, se aprende, se comunica, se juega, se entretiene, todo frente a una pantalla con sólo una buena conexión y dinero. Quien no pueda hacerle frente al frenesí cultural imperante, quedará a merced de lo que se le presente más fácil e inmediato.

Las exigencias del perezoso

Dichas paradojas culturales se acentúan en quienes padecen la pereza. Si observamos bien, por lo general, dichas personas suelen ser muy exigentes con su entorno. Demandan con cierto derecho adquirido. Un poco victimizándose por lo que les pasa, otro poco porque desconocen el esfuerzo verdadero que conlleva hacerse cargo de la realidad en su complejidad.

Lo cierto es que se trata de una exigencia un poco irracional que, por no poder asumirla a nivel personal, es proyectada sobre todo lo demás causando así modales sarcásticos, irónicos y quejones. Por eso, se da que quien no mueve un dedo, pide que la realidad baile a su antojo.

En este sentido, la pereza se basa en el mecanismo infantil del todo-nada. De ahí que la pereza lleva al escepticismo triste y melancólico de una realidad que nunca se adecuará y será siempre injusta. Es decir, nunca habrá, para quien padece la pereza, una realidad que se acerque a aquel ideal inflamado del que se ha enamorado. Entonces, la distancia insalvable entre lo que es y nunca será se llena con el lamento. Casi un tango.

 La pereza como autodefensa

Ante lo dicho cabe reflexionar si la pereza, en verdad, no funciona como un mecanismo de defensa a los mandatos sociales y familiares que hemos asumido como propios -tener un cuerpo esbelto, ser el mejor, ganar siempre, etc. Aquellos ideales excesivos de los que hablamos muchas veces vienen envueltos en paquetes de buenos deseos.

Sin poder juzgar del todo las intenciones de quienes nos proponen determinados valores desajustados, lo cierto es que, en algún momento de nuestra existencia, comprendimos que para nosotros eso no era ni un valor, ni un ideal, ni un interés, pero no pudimos revelar nuestra oposición, no pudimos defendernos ante la “amenaza” que suponía para nosotros no aceptarlos. Entonces, dado que no contábamos con la claridad o la fuerza para enfrentarlos, la pereza resolvía desactivarlos, postergarlos, fantasear que algún día llegarán para calmar las demandas propias y ajenas.

Por eso, es necesario identificar de dónde vienen, cómo son esos mandatos desencajados, pero, sobre todo, de qué me defiendo con la pereza. ¿Cómo? Al bucear en las aguas profundas de lo que deseamos y amamos.

 ¿Hay salida de la pereza?

Pues sí, algo hay para hacer. Lo primero, quizá sea encariñarse con lo posible, abandonar los ideales exagerados –propios o ajenos- con los que vivimos y que proyectamos hacia fuera y cacheteamos hacia adentro. Pero ¡ojo! Sólo los ideales excesivos que nos aíslan y autodestruyen. En cambio, los ideales que nos invitan a buscar lo noble de la vida, su sentido hondo, su verdad para mí. Esos hay que buscarlos, quererlos, protegerlos, y a lo mejor llamarles “utopías esperanzadoras” o simplemente “deseos”. ¿Cuáles? Animarme a querer un mundo más justo, a amar más, a servir mejor, a soñar la paz, a dar lo mejor de mí…

Este amar lo posible también significa asumir que somos seres limitados, pero no por eso menos dignos; frágiles y, al mismo tiempo, poblados de deseos inmensos. Lo segundo sería, entonces, aceptar la paradoja que somos y dejar atrás el jueguito infantil del “todo-nada”, del “blanco-negro”, del “siempre-nunca” que nos polariza la voluntad arrinconándola. Y bancar más los matices, hacer algo de todo lo que deseamos en vez de nada, dar el primer paso, aunque muchas veces parezca ser el único. E insistir y compartir.

Lo tercero es lograr distinguir, en un diálogo interior y con quien pueda ayudarnos, las voces que nos acribillan la estima propia. Cuidar con lo que nos decimos, vencer el impulso de castigar frenéticamente cada error o frustración, y asumir la actitud de quien desea lo mejor para el otro que soy yo mismo. ¿O acaso todavía creemos que a fuerza de tirones crecen las plantas? Vivimos en proceso constante. Acompañarnos y dejarnos cuidar, esperarnos, tenernos paciencia y darnos ánimo, aliento, celebrar los progresos, aunque a veces nos enojemos con lo que somos.

Lo último que agregaría es que tenemos que aprender a seleccionar las acciones importantes en nuestra vida y darles su verdadero lugar entre las que preferimos. Animarnos a descansar en las rutinas que nos ayudan y prescindir del pinchazo de novedades permanente. Muchas veces, hemos puesto todas las cosas que debemos ser, disfrutar y hacer en el mismo plano al punto de que se nos genera un fantasma que asusta.

Hay cosas que no nos interesan, pero son importantes, ¿qué lugar tendrán en mi vida? Las hay también que son importantes sólo para mí, sabiendo que no soy el centro del mundo ¿cómo las ubico respecto de las que son valiosas para mi entorno de relaciones? Esta búsqueda de equilibrio entre lo importante y lo que preferimos es una tarea urgente para vivir una vida real.

¡Qué pereza la pereza! Pero, bueno, ve, sé humilde, sacrifícate un poco, aunque no siempre obtengas resultados positivos, que no existe vida honesta y alegre que se viva sin esfuerzo y dedicación. ¿O acaso algún duende nos prometió un jardín de rosas?

Fuente: Blog Pequeñeces

 

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