Las “Otras” Obras de Misericordia

Para poder practicar la misericordia, primero necesitamos hacer experiencia de ella en nuestra vida. Para poder ponerla en nuestra relación con los demás, necesitamos también aplicarla a nosotros mismos.

Por Margarita Saldaña

La misericordia bien entendida empieza por uno mismo. Esto se dice generalmente de la caridad pero, como la misericordia es otro nombre del amor, yo creo que el refrán puede aplicársele sin problema y que además resulta muy beneficioso en las relaciones cotidianas.

Según el Catecismo de la Iglesia Católica, «las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales» (2447). Este principio, sin duda muy importante para la vida cristiana, puede convertirnos en personas difíciles de soportar si nos lo tomamos a pecho y sin un discernimiento fino. Seguramente, todos conocemos a alguien que nos cansa terriblemente por su celo inagotable de enseñar, dar buen consejo, corregir, consolar, etc. Una tentación que puede llamar a nuestra puerta en cualquier momento, siempre «bajo apariencia de bien», llevándonos a relacionarnos como héroes de una película donde son los demás quienes necesitan ser salvados. En fin, el que esté libre de pecado… que tire la primera piedra.

De las obras de misericordia llamadas “corporales” hemos hablado en otro lugar. Si hubiera que reescribir el “catálogo” de las obras de misericordia “espirituales”, yo pondría un encabezamiento: «aceptar que la misericordia bien entendida empieza por uno mismo», es decir, reconocer la necesidad de ser amados en todo momento y con toda nuestra fragilidad. Esta constatación cambia totalmente la perspectiva situándonos en nuestro justo lugar: no el de quien tiene todas las respuestas y todo el saber, sino el de quien camina a tientas con los otros, dejándose ayudar… y ayudando cuando conviene. A partir de este principio, podríamos formular “otras” obras de misericordia, o, más bien, declinar las mismas de manera diferente, de manera que nuestras relaciones cotidianas ganen en humanidad y en profundidad.

Entrar en procesos de aprendizaje compartido vs «enseñar al que no sabe». Cuántas veces nos creemos dueños de la verdad y del saber, y vamos por el mundo intentando dar lecciones a los demás. Las relaciones, ya sean personales o institucionales, se hacen más humanas cuando salen de los esquemas de poder y crecen en simetría, que en este caso significa descubrir al otro como portador de saber y embarcarse juntos en lo que la vida quiera enseñarnos.

Generar discernimientos comunitarios vs «dar buen consejo a quien lo necesita». Aceptamos difícilmente que nadie nos diga lo que tenemos que hacer, pero cuánto nos gusta indicar a los otros lo que les conviene… Y, sin embargo, los procesos más sólidos no se sostienen sobre la visión iluminada de unos pocos, capaces de aconsejar al resto, sino sobre las búsquedas conjuntas donde cada cual aporta su pequeña luz.

Moderar las propias expectativas vs «corregir al que yerra». Pensamos a menudo que los demás se equivocan porque sus puntos de vista no se ajustan a lo que nosotros hemos determinado que las cosas deben ser. So capa de “corrección fraterna” se esconde a veces una intransigencia áspera que cierra las puertas al diálogo y la comprensión mutua. Antes de corregir al que supuestamente se equivoca, más vale revisar nuestra visión de las cosas, no sea que estemos haciendo un absoluto de que lo que es bien relativo.

Reconciliarse con la propia historia vs «perdonar al que nos ofende». Esas ofensas que nos llegan tan al alma, ¿qué son la mayoría de las veces más que pequeñas gotas de alcohol que caen dentro de nuestras heridas mal cerradas? Casi siempre, mucho más sano, y también más eficaz, que esforzarnos en perdonar al otro es recorrer en nuestro propio interior el trayecto de lo que nos duele y descubrir en su origen otros daños que quizá no hayamos digerido. Sólo cuando empezamos a reconciliarnos con nuestra propia historia de personas vulnerables y vulneradas, podemos comenzar a comprender la vulnerabilidad ajena… y a perdonar realmente.

Integrar la soledad vs «consolar al triste». El día que estamos tristes y encima vienen a consolarnos con argumentos fáciles (“no pasa nada”, “otros están peor”, “ya verás como se te pasa”, etc.), a la tristeza se le suma el abismo de una soledad inmensa. Dan ganas de responder: “qué sabrás tú lo que estoy pasando”… Mejor regalar una presencia compasiva, respetuosa del dolor ajeno, desde la conciencia de la propia soledad y de la imposibilidad de comprender a fondo, mucho menos de resolver, la tristeza del prójimo.

Aceptar los propios límites vs «sufrir con paciencia los defectos del prójimo». Que el prójimo tiene defectos, para mí es una constatación empírica. Y… me temo que a la inversa. Si cada uno nos dedicamos a asumir y trabajar nuestros propios límites, seguramente seremos más capaces de sufrirnos con mucha más paciencia unos a otros.

Abandonarse en manos de Dios vs «rogar por los vivos y por los difuntos». Rezar por los demás… en la confianza absoluta de que Dios los tiene en su corazón, igualito que a mí.

A juzgar por la inmensidad del amor, las “obras de misericordia espirituales” deben de ser no siete, sino infinitas… Aquí quedan estas pocas claves, por si nos ayudan a afrontar con un espíritu más ligero las relaciones cotidianas, lo cual sería una verdadera «acción caritativa» y una forma excelente de ayudar al prójimo.

Fuente: Entre Paréntesis

 

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