Las Palabras

José María Rodríguez Olaizola SJ   

Hace tiempo el padre Álvaro Restrepo, instructor de la tercera probación, nos invitó a los jesuitas que en aquel momento compartíamos esa etapa de la formación a buscar «nuestro nombre». Se refería con ello a un texto del libro del Apocalipsis, donde dice:

 Quien tenga oídos escuche lo que dice el Espíritu a las Iglesias. Al vencedor le daré del maná escondido, le daré una piedra blanca y grabado en ella un nombre nuevo que sólo conoce el que lo recibe.

Álvaro decía que cada uno tenemos que encontrar el nombre único que Dios escribe para nosotros. Y con eso quería decir nuestra misión, nuestro talento, nuestra vocación. A mí al principio la idea me hizo gracia. Parecía que nos tocase buscar un nombre a la manera de los indios de las películas del oeste: «Toro sentado», «Águila negra», «Tambor en la llanura». Nosotros seríamos: «Apóstol veloz», «Profeta iracundo», «Predicador solitario» o algo similar, bromeábamos algunos compañeros.

Pero con el paso de las semanas, y más allá de la chanza, la idea me fue seduciendo, porque entendí que detrás había mucha verdad. Que cada uno tenemos una historia única. Como jesuitas nuestro itinerario es diferente y está lleno de memorias, heridas, aciertos, y nombres. Cada uno tenemos un carácter, una forma diferente de actuar, de construir el reino, y una misma espiritualidad, pero mil acentos a la hora de creer.  Y eso es lo que ponemos en común, para compartir una misión. Es un ejercicio bonito tratar de descubrir cuál es ese nombre único, tallado en una piedra blanca.

Han pasado los años y aún sigo buscando. Tal vez nunca llegue a saber con certeza cuál es ese nombre.

Pero sí sé algo que está escrito en mi piedra blanca.  Seguro que aparece, bien resaltado: «palabras». Nunca pensé, cuando estaba en la formación, que mi misión pasaría por las palabras, y sin embargo, he descubierto, en la escritura y en lo compartido en homilías, conferencias o conversaciones personales, que las palabras son herramienta, medio y capacidad que Dios ha puesto en mi vida.

Dice San Ignacio que el amor ha de ponerse más en las obras que en las palabras. Pero eso no significa que las palabras no importen. Porque el amor también ha de ponerse en ellas. Para que no sean envoltorio vacío. De hecho, ¿no es uno de los nombres más sugerentes de Jesús el que lo define como Palabra? Lo que nosotros decimos son apenas balbuceos, para intentar comunicar la Palabra que es Dios. Esa es la verdadera exigencia. Si se oyera su voz, transformaría el mundo.

Las palabras pueden acariciar, envolver, ayudar y acompañar. Pueden unirnos a las personas, aunque sea en la distancia. Nos ayudan a mostrar fragilidad, y a pedir u ofrecer ayuda.

También a pelear por lo que creemos justo, legítimo y verdadero. Es importante no abusar de ellas, y no convertirlas en humo, sino, en todo caso, dejar que sean fuego.

Hay muchas personas esperando algunas palabras distintas –en cuestiones de Iglesia,  sobre nuestra sociedad, sobre este mundo atribulado…– A veces me preocupa que, guardando muchos silencios por diplomacia, prudencia o sensatez, o porque nunca parece ser el momento, no estemos siendo transmisores de la Palabra que tiene que ser oída. Yo, sinceramente, a veces tengo miedo de callar demasiado.

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