¿Por qué Sillicon Valley necesita valores ignacianos?
“Si queremos ser personas de bien, preocupadas por lo bueno -y hasta con cierto heroísmo-, entonces debemos tener una clara definición del bien que nos impulsa y nos convoca.”
Por Kevin O’brien S.J.*
Silicon Valley, el corazón del empresariado tecnológico y de los negocios de Estados Unidos, ha contribuido enormemente al progreso humano en las últimas décadas. Hay mucho que admirar, incluyendo nuevas formas de conexión humana inmediata o la automatización que ahorra tiempo y pone la tecnología de punta en manos de ricos y pobres por igual. Pero el ritmo y la escala de estas innovaciones han conllevado costos cada vez más patentes, tanto para consumidores como para empresarios.
Nitasha Tiku, escritora principal de la revista Wired, observó el año pasado: «Sólo ahora, una década después de la crisis financiera (del 2008), el público estadounidense parece apreciar que, lo que pensábamos que era una pesquisa de nuestros datos, ha operado más bien como una forma de extracción. No sólo de nuestros datos, también de nuestra atención, de nuestro tiempo, de nuestra creatividad. Lo mismo que de nuestros contenidos, de nuestro ADN, de nuestras casas, de nuestras ciudades, de nuestras relaciones».
Hemant Taneja, director general de General Catalyst, se sumó recientemente a la crítica de la Harvard Business Review: «Muévete rápido y rompe cosas»es la forma en que los empresarios entienden la innovación: más es siempre mejor. Corrimos para poner nuestros productos en manos de los consumidores lo más rápido posible, sin tener en cuenta la justificación -y racionalidad- de sus propios criterios de conducta».
El Sr. Taneja continúa diciendo: «Si queremos que la innovación sobreviva en el siglo XXI, tenemos que cambiar la forma en que se construyen las empresas cambiando las preguntas que les hacemos». Estas nuevas preguntas requieren una reflexión ética más profunda, lo que en la tradición ignaciana llamamos «discernimiento».
La reciente reunión de líderes de escuelas de negocios jesuitas y ejecutivos de Silicon Valley en la Universidad de Santa Clara -combinando la tercera Conferencia Global de Ética Empresarial Jesuita y la 22ª reunión anual de Colegas en Educación Empresarial Jesuita- se orientó hacia el anhelo de un nuevo marco de referencia a través de un imaginario católico e ignaciano. Recuerden que San Ignacio, el fundador de la orden de los jesuitas, no era tecnófobo ni un escéptico de la modernidad, sino que era él mismo un innovador.
Lejos de retirarse del mundo, se sumergió en el humanismo renacentista, la vida cívica y la fiebre expansionista de su tiempo. Acopló lo antiguo y lo nuevo, tanto en espiritualidad como en educación, tomando prestado de otros lo que funcionaba y dejando atrás lo que no. Basta con hacer una rápida búsqueda en Google para ver a todos los jesuitas químicos, físicos, astrónomos, artistas -y más-que abrazaron las nuevas tecnologías e ideas, liderando la innovación en sus campos respectivos.
Si el modelo de «moverse rápido y romper cosas» se rompe a sí mismo, una ética ignaciana de «discernir la innovación» ofrece una alternativa. ¿Qué tal si promovemos una ética de «movernos con cautela y por el progreso de las personas»?
Este llamado a «moverse cautelosamente» no significa una precaución excesiva o una toma de decisiones lenta. Podríamos movernos rápidamente e incluso romper cosas para satisfacer necesidades críticas pero, a través del discernimiento sabríamos por qué estamos haciendo lo que estamos haciendo. No sólo aceptaríamos la innovación como un bien en sí mismo, simplemente porque es lo más nuevo o la tendencia más actual. Si queremos ser personas de bien, preocupadas por lo bueno -y hasta con cierto heroísmo-, entonces debemos tener una clara definición del bien que nos impulsa y nos convoca.
Movernos con cautela significa que nos tomamos el tiempo suficiente para comprender las consecuencias previsibles de nuestras innovaciones y acciones perturbadoras, por ejemplo, los impactos sobre el empleo y el medio ambiente y los posibles usos indebidos de las nuevas tecnologías por parte de otros.
Note cuán impersonal es el llamado a «romper cosas», que no nos invita a considerar a quién podríamos estar rompiendo con nuestras iniciativas. Asume que la ruptura es el bien que nos impulsa y nos convoca. Una ética ignaciana de la innovación cuestiona esa suposición al poner a la persona humana en el centro de nuestro discernimiento. En la tradición católica, la persona humana es creada a imagen de Dios con una dignidad que nunca se puede quitar. Asimismo, en la educación jesuita, a menudo hablamos de cura personalis: el cuidado de la persona en su totalidad en mente, cuerpo y espíritu.
Deberíamos aplicar cura personalis a la innovación. Elevar a la gente es pensar más allá de cómo una aplicación resuelve una tarea o cómo un nuevo dispositivo médico ayudará a una parte del cuerpo. Una ética ignaciana nos pide también que consideremos cómo el avance afecta la seguridad física y económica de las personas. Si fomenta o no un estilo de vida saludable, si puede nutrir su vida espiritual y de qué modo impactará, tanto a los entornos inmediatos como a los más amplios.
Estas consideraciones componen un sano discernimiento sobre la innovación. Sí, el progreso innovador nos pide que pensemos de manera diferente. Que desarmemos la manera en que están ensambladas las cosas actualmente. Pero debemos hacerlo sólo después de haber discernido cuidadosamente si nuestro fin es noble. Guiados por nuestros valores compartidos, como San Ignacio, podemos mirar a un mundo que cambia rápidamente con gran esperanza y anticipación. Podemos saber que la innovación puede ser para bien si se mueve no sólo rápido sino también concienzudamente y si promueve y eleva a las personas, en lugar de simplemente ‘romper cosas’.
*Este texto es una adaptación del discurso pronunciado por Kevin O’Brien S.J., durante la Global Jesuit Business Ethics Conference, el 12 de julio de 2019, en la Universidad de Santa Clara. Fue publicado por America, el 31/07/2019 (la traducción es nuestra).
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