Reflexión del Evangelio, Domingo 30 de Octubre
Evangelio según san Lucas (19,1-10)
Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. Vivía en ella un hombre rico llamado Zaqueo, jefe de los que cobraban impuestos para Roma. Quería conocer a Jesús, pero no conseguía verle, porque había mucha gente y Zaqueo era de baja estatura. Así que, echando a correr, se adelantó, y para alcanzar a verle se subió a un árbol junto al cual tenía que pasar Jesús.
Al llegar allí, Jesús miró hacia arriba y le dijo: «Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa.»
Zaqueo bajó aprisa, y con alegría recibió a Jesús. Al ver esto comenzaron todos a criticar a Jesús, diciendo que había ido a quedarse en casa de un pecador.
Pero Zaqueo, levantándose entonces, dijo al Señor: «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes; y si he robado algo a alguien, le devolveré cuatro veces más.» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque este hombre también es descendiente de Abraham. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido.»
Palabra del Señor
Reflexión del Evangelio
Entramos en las últimas cuatro semanas del año litúrgico, es decir, del Año Santo de la Misericordia. Y lo hacemos contemplando el encuentro de Jesús con Zaqueo, un digno pórtico que nos deslumbra por el cambio que la misericordia produce en un hombre que acepta que Jesús entre en su vida. Zaqueo era muy rico, no por ser ahorrativo, sino, seguramente por haber estrujado a sus compatriotas, en nombre de y con la ayuda del poder romano.
Su interés por Jesús no llegaba a fe… tal vez era “fe del tamaño de un grano de mostaza”, como le escuchábamos a Jesús hace cuatro semanas, pero esa curiosidad fue la puerta por la que la salvación llegó a su casa. Y Zaqueo entrega la mitad de sus bienes a los pobres, además de devolver lo que hubiera ganado injustamente, pagando la multa que la Ley imponía para esos casos.
Contemplamos esta escena después de haber recordado, gracias a las palabras del Sabio, la enorme disparidad entre nuestra pequeñez y la inmensidad de Dios y de su amor por todas sus criaturas. Las palabras de Pablo a los tesalonicenses, al mismo tiempo que refuerzan nuestra deseable apertura a la acción misericordiosa de Dios, nos hacen mirar con confianza y esperanza el fin de los tiempos, sin dejarnos alarmar por falsas profecías (que no faltan en el presente).
Fuente: Jesuitas Chile
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