Transformemos el mundo desde el afecto y la ternura
Mirando el mundo tal y como está no hay duda de que necesita una revolución. Necesita una revolución ecológica, política, social y económica, pero fundamentalmente necesita una revolución del afecto y la ternura. No nos podemos permitir ni un minuto más amar y amarnos tan poco y tan mal. Nuestro cuerpo, nuestra psicología y nuestro corazón ya no resisten más odio, desesperanza y egoísmo. No podemos con más desconfianza, más miedo y más indiferencia. Estamos hechos para el amor. Somos seres limitados. Vivimos en un cuerpo con necesidades concretas e ineludibles que van cambiando a lo largo de la vida. No podemos vivir ignorando la realidad de nuestra fragilidad y finitud. No podemos eludir nuestra necesidad de los demás, porque no podemos vivir sin amor ni reconocimiento. Nos necesitamos los unos a los otros, para sentir el calor de la estima y la amistad, para consolarnos de nuestra contingencia, para acompañarnos en nuestra soledad esencial. Nos necesitamos para sentirnos vivos, nos necesitamos para estar vivos.
No hay afecto sin el otro a quien amar. El afecto se expresa con palabras, gestos, actitudes y hechos. El afecto coge a toda la persona, transforma la cabeza, el corazón y los sentidos. En el abrazo, nos abrazan; en la mirada a los ojos, nos miran; en la cordialidad, el corazón se calienta; en la caricia, nuestra piel se siente reconfortada…
No hay riqueza que compre el afecto o que destierre el odio, ni hay dinero que construya la esperanza y la confianza. Es tarea de cada uno de nosotros en la desnudez de nuestra humanidad y es tarea de toda la comunidad humana, confiando, eso sí, en que en el corazón de cada hombre y cada mujer Dios ha sembrado ya la simiente del Amor.
Sin afecto y ternura, sin dedicar tiempo y energía a cuidarnos, estamos externalizando costes. Lo pagan nuestro cuerpo y nuestra psicología, lo pagan los más vulnerables y los excluidos de este mundo, lo paga la naturaleza, lo pagan las mujeres, lo pagan los niños y las niñas, las relaciones de vecindad, la familia, los amigos.
En un mundo hostil a la Vida y a la humanidad, que nos endurece el corazón y nos desintegra, reivindicamos la revolución del afecto y la ternura como punto de partida, como lentes con las que mirar el mundo y las personas. Es desde aquí, desde donde queremos poner el foco sobre cinco realidades que necesitan ser transformadas o acogidas.
1. La cuestión ecológica
Los síntomas de agotamiento que sufre la tierra (escasez de agua potable, pérdida de biodiversidad, pérdida de tierras de cultivo…) y los signos de alerta que constantemente da aquí y allá (desertificación, contaminación de ríos y mares…), son preocupantes.
Creer que la tecnología y la ciencia arreglarán el problema ecológico en el futuro es una falacia que nos anestesia y nos desresponsabiliza. Nos jugamos la vida en ello, la presente y la futura. Ya sufrimos los efectos: enfermamos y tenemos peor calidad de vida. Pero lo que aquí es una afectación que puede pasar desapercibida, en otros lugares es cuestión de vida o muerte. Hay lugares en los que el cambio climático y la acción irresponsable del ser humano sobre la tierra, matan. El abuso y su efecto no coinciden en el espacio y en el tiempo. Por ello tenemos que superar la «miopía espacial» y la «miopía temporal», y cambiar la mirada utilitarista y fragmentada de la realidad por una mirada sapiencial y holística. La revolución ecológica comienza por nosotros mismos. La conversión a la sobriedad compartida no solo permitirá que viviendo nosotros con menos, otros puedan vivir, sino que se revelará como factor de liberación para nosotros mismos. Tenemos que redescubrir la dimensión profética de los pequeños gestos cotidianos para mostrar que otras maneras de vivir son posibles. Así se va creando una cultura compartida de respeto a todo lo que nos rodea (consumo, hábitos, redes comunitarias…).
Nos tenemos que dar cuenta de que nuestra manera de relacionarnos con la naturaleza no es diferente de nuestra manera de relacionarnos entre nosotros. Las relaciones humanas interpersonales, las relaciones de género, las relaciones entre las culturas, los pueblos, los Estados, pueden ser de dominio, de explotación, de falta de escucha… o al contrario.
La casa común necesita afecto y ternura, necesita cuidados urgentes y esto se tiene que traducir en una nueva manera de vivir, consumir y pensar el mundo y las relaciones, y también en nuevas formas de participación social y acción política.
2. La insoportable desigualdad
Concluimos el año 2015 con unas cotas de desigualdad inéditas hasta hoy: el 1% de la población ya tiene tanta riqueza como el 99% restante. El número de ricos (aquellos que tienen más de un millón de dólares) crece un 40% en España desde el inicio de la crisis. 6 billones de dólares se mueven en estos momentos de manera opaca en paraísos fiscales. Al mismo tiempo la pobreza en nuestras ciudades se cronifica: más de 1/3 de los hogares españoles tienen ingresos medios inferiores a los 800 euros mensuales; el paro disminuye solo a base de creación de puestos de trabajo precarios y mal pagados… y podríamos seguir.
La utopía de los más ricos tiene la forma de la peor distopía para los pobres, inconscientes los primeros de que el bienestar de los últimos es la única clave para el bienestar de todos. Somos conscientes de la dificultad de cambiar un sistema económico hegemónico a nivel mundial y enraizado culturalmente. El capitalismo solo es legítimo si es capaz de mejorar la vida de los que están peor. Cuando no lo hace, merece ser claramente cuestionado. Ahora sabemos que no podemos seguir viviendo así si queremos que otros puedan vivir mejor. Pero tampoco podemos seguir viviendo así porque este modelo de vida no nos hace más felices, más solidarios ni más humanos. En el «mientras tanto» de esta historia de dolor y sufrimiento, el afecto y la ternura que mueven a la compasión nos obligan a examinarnos. ¿Qué es aquello que me encadena y me deshumaniza? ¿Cómo puedo vivir de manera más solidaria y comunitaria?
3. De la hostilidad y el rechazo a la hospitalidad y la acogida.
Asistimos hoy en día a un desplazamiento forzado de personas que no tiene parangón con ninguna situación pasada. Por un lado las desigualdades económicas se han vuelto abismales; el capitalismo con la compra masiva de tierras, y la explotación de los recursos materiales, ha dejado inmensos territorios sin ningún tipo de perspectiva de futuro. Por otro lado, el incremento del número de conflictos armados ha provocado que el número de refugiados se disparase hasta superar los 60 millones de personas.
Ante esta situación las zonas «ricas y con estabilidad» de nuestro mundo, en vez de abordar las causas de los desplazamientos y buscar la protección de todas estas personas, han corrido a proteger sus fronteras para dificultarles el paso. Esta actuación por parte de algunos estados es simplemente criminal. En todo el mundo, sin embargo, se va despertando la conciencia de que por mucho que levantemos muros no solucionaremos el problema de fondo. Harán falta soluciones políticas globales. Europa no puede seguir en este desgobierno e indiferencia, lavándose las manos cuando es parte activa en la creación de estos desequilibrios a escala mundial.
Pero será necesario un trabajo de abajo a arriba que vaya generando una cultura de la hospitalidad que se oponga a la de la hostilidad. Habrá que combatir a aquellos que quieren pescar políticamente en el río de los discursos xenófobos, que se aprovechan del miedo, y que solo buscan levantar muros entre las personas. Venimos de una tradición bíblica en la que las referencias a la hospitalidad son constantes, porque para aquel que vivía en el desierto la hospitalidad era sinónimo de supervivencia. Actualmente es así para millones de personas, que solo tienen en nuestra acogida una posibilidad de futuro. Estamos obligados a ello, por una ley de humanidad escrita en nuestros corazones y que va más allá de cualquier ordenamiento jurídico. Este cambio solo se producirá si logramos ir diluyendo la frontera que separa el «nosotros» de los «otros», y somos capaces de ver en estos «otros» a «nuestro hermano».
4. La revolución de los cuidados
Cuidado, afecto y ternura son valores atávicamente atribuidos a las mujeres pero ni el mundo se puede permitir que el 50% de la humanidad delegue estos valores en las mujeres, ni los hombres se pueden permitir renunciar a los beneficios que para su vida puede suponer cuidar a los demás.
Para poder hacer realidad la revolución de los cuidados, para poder construir unas relaciones humanas más justas e igualitarias, hay que desenmascarar las desigualdades que nos atraviesan. Por lo tanto, hay que buscar la encrucijada entre una vida basada en la igualdad entre mujeres y hombres, en los derechos sociales, políticos y económicos, en la libertad, en la redistribución de la riqueza y del trabajo, en el fortalecimiento de los servicios públicos, etc., y una vida centrada en el cuidado y en la interdependencia. Porque no puede haber una verdadera justicia social si por el camino dejamos de cuidar a las persones que nos rodean… o si los cuidados recaen exclusivamente en las mujeres.
Solo restableciendo el equilibrio entre identidades relacionales (tradicionalmente vinculadas con la feminidad) e identidades individualizadas (ostentadas históricamente por los hombres a través del mantenimiento del poder y el privilegio y de su apropiación del espacio público), encontraremos la vía para desarrollar esta ética del cuidado y de la responsabilidad colectiva que tan acertadamente describe la filósofa Carol Gilligan:
En un contexto democrático, el cuidado es una ética humana. Cuidar es lo que hacen los seres humanos; cuidarse de uno mismo y de los demás es una capacidad humana natural. La diferencia no estaba entre el cuidado y la justicia, entre las mujeres y los hombres, sino entre la democracia y el patriarcado. Socializar el cuidado es, por lo tanto, la clave para «hacerse cargo, cargar y encargarse de la realidad» de forma colectiva y para construir una verdadera democracia.
Por eso hay que concienciarse de que somos seres vulnerables y de que la atención a esta vulnerabilidad es una responsabilidad social.
5. El año de la misericordia
El Papa Francisco quiere que la Iglesia mire el mundo desde esta perspectiva especial. Esta mirada misericordiosa ha de ser la que la Iglesia y el pueblo de Dios tienen que tener hacia todos aquellos que fracasan en el intento de lograr el ideal evangélico propuesto por Jesús. También debemos tener una mirada de misericordia cuando los que fracasamos somos nosotros o la propia Iglesia.
La misericordia va más allá de la justicia. Un mundo justo eliminaría la gran mayoría de problemas de la humanidad actual. Pero la justicia según la cual se tiene que «dar a cada uno según lo que le corresponde» nos aboca a una meritocracia religiosa o económica que requiere sistemas de compensación para todos aquellos que no consiguen «hacer méritos». Sin misericordia, un sistema de justicia se vuelve cruel hacia los más débiles. Un Dios exclusivamente justo acaba siendo implacable con los pecadores. Jesús, en cambio, se rodeó de gente que no tenía ningún mérito ante la sociedad: pecadores, ladrones, leprosos, ciegos, prostitutas…
La mirada de misericordia es necesaria para dejar de mirar a todos los marginados de nuestra sociedad como culpables y merecedores de su propia suerte y pide al ser humano una acogida sin condiciones. Para lograr esta mirada de misericordia, también la Iglesia necesita una revolución de afecto y ternura, para mirar al mundo y para mirarse a sí misma y para actuar desde la compasión.
Acabamos el año 2015 particularmente «maltrechos y desesperanzados, como ovejas sin pastor» y con la tentación de encerrarnos en nosotros mismos y dejar para otro año la lucha por el otro mundo posible que anhelamos.
Sin duda es ahora, cuando el mal nos deja desnudos y a la intemperie, cuando tenemos que confiar en el poder del afecto y de la ternura, y desde lo más pequeño de nuestras relaciones y vidas cotidianas, transformar el mundo.
Cristianisme i Justícia
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