Un Día en la Obra de San José
Compartimos una nota publicada en diario Clarín sobre la Obra de San José, una de las obras sociales pertenecientes a la Compañía de Jesús en Argentina y Uruguay, en la ciudad de Buenos Aires.
Algo más que asistencia. Unas 200 personas por día buscan refugio y comida en la Obra de San José. Aquí, algunas de esas historias de dolor y superación. En la Obra San José, del barrio de Balvanera, se brinda día y noche atención psico-social y espiritual.
Un hombre cruza, apurado, la puerta de chapa colorida y algo despintada de Rincón 675, ciudad de Buenos Aires. Carga un bolso de mano del que se asoman algunas herramientas. Desborda de pelo, blanco impoluto desde la cabeza hasta la barba, lleva unas bermudas color beige algo manchadas, una remera y unas ojotas. Entra con actitud segura y, como al pasar, comenta al aire algo sobre el acto del día anterior con la presencia del presidente Macri. Pasa, hace el comentario, y se va caminando como quien tiene su cabeza en asuntos serios, o se le enfría el mate cocido. “Ese era el que le soldaba las lanchas a Scioli”, dice Luis, uno de los dos porteros de la Obra San José.
Son las 7.40 de la mañana de un día hábil y la siguiente persona en acercarse viene vociferando desde unos cincuenta metros sobre la idea de casarse, sobre por qué no casarse, y le dice a la mujer que está parada en la puerta si por casualidad está disponible. “A este, la mamá le gira plata desde Suiza. Se la fuma en drogas”, informa Luis. El joven, barba de días, pantalón de jean que cae por debajo de la cintura, se rasca los brazos con énfasis y va para adentro. Casi pisándole los talones entra una mujer arrastrando un changuito y detrás dos hombres, uno de rulos, el otro de pelo algo desgreñado, con el aroma de quien ha pasado días sin bañarse. Luis dispara: “Estos son del vino”.
En el frente una placa de acrílico dice: “Obra de San José. Atención psico-social y espiritual. Compañía de Jesús. www.obrasdesanjose.org.ar”. Adentro, un par de voluntarios de pantalón caqui y camisa a cuadros o a rayas, dejan en las mesas de plástico bandejas con pan, fuentes con magdalenas, jarras de leche y mate cocido. No hay demasiado diálogo. Las engullen las 80 personas que se acercaron a desayunar en el primer turno (el segundo empieza 8.45 y habrá otras 80) que son los desclasados, aquellos que se quedaron afuera del sistema, que viven en la calle o en algún hotel gracias a un subsidio del Estado y están luchando -o no- por volver a entrar.
Mientras revuelve las dos ollas de 50 litros Luis, 49, ex empleado gastronómico, muchos años en situación de calle y ahora en usufructo del cuarto de un estacionamiento, sonríe con su piel arrugadísima y sus pómulos salidos. Su historia es un hilo embrollado que va desde su nacimiento en Tucumán, el trabajo en negro como ayudante de cocina, el desempleo en 2001, los trabajos esporádicos en limpieza, hasta el actual desfilar por instituciones asistenciales. Hace tres años es el encargado de preparar el desayuno, un trabajo por el que cobra un viático. Dice que viene para “aprender cosas de los voluntarios” porque conversar, contarse sus historias le hace bien, y lo ayuda a “entretener su mente”, algo perdida después de un golpe fuerte hace meses.
Lo que más la maravilla a Aracely Baenninger, la primera coordinadora mujer y laica en los 27 años de la institución después de una seguidilla de curas, es que al preguntarle cómo están, estas personas al borde del abismo responden que bien, o que muy bien, que gracias y hasta sonríen. Algunos ya están anestesiados e “inmóviles” en su situación. Otros sufren y sienten que se cayeron al subsuelo, saben que allí, cada paso es un Everest. Pero igual están agradecidos. Por eso los logros se miden en centímetros: hacer el documento, o un currículum, tramitar un subsidio habitacional para poder pagar el hotel, empezar terapia o un taller de escritura les puede llevar meses, años; un click interior lento, porque viene acompañado de una situación emocional de derrota. Y por eso, ahí adentro, entre quienes se sostienen y sostienen a otros, cada centímetro se festeja como un kilómetro.
Desde hace cuatro o cinco años, la edad de las personas que llegan en busca de cobijo a la Obra San José bajó estrepitosamente; la mayoría de los jóvenes son adictos a las drogas. Algunos piden llorando, por favor, que los internen. Al frente de lo que llaman el “kiosco” se hace una fila. Un hombre se asoma y pide desodorante. Se abre la campera, descarga el aerosol debajo de sus axilas, sobre su remera, devuelve el tubo y sigue viaje. Detrás otro pide un pedacito de jabón, otro papel higiénico y otro una maquinita de afeitar, que son como las monedas de oro del rey Midas. Hoy las duchas son para las mujeres. Ellas piden toallas y shampoo.
En una de las paredes color maíz de este galpón con techo de chapa están colgadas las reglas de convivencia. No hay policías ni guardias privados y el orden lo cuidan entre todos. Alguna vez Leo, el otro portero, ha tenido que sacar a los empujones a alguno que por alguna pelea desenvainó un cuchillo. El lugar, sin embargo, se destaca por su tranquilidad y por la calidad de la comida. En el piso de arriba Félix, el panadero, hace pan, pasta frola, bay biscuits, alfajores. En la Obra no hay sistema de admisión. Para desayunar o bañarse sólo se les pide que sean mayores de 18 años y que adentro “no alcohol, no drogas, no peleas”.
Después, si quieren acceder a los talleres o a la ropa sí, tienen que hablar con una asistente social. Unos 50 voluntarios, ocho personas del staff, donaciones de padres y egresados del Colegio El Salvador, un torneo de golf, dos ferias de venta de ropa usada, raciones de comida y docentes del Gobierno de la Ciudad y de la Fundación Educando mantienen vivo este lugar que ocupa un pedacito de Balvanera, el refugio de los que necesitan un empujón, para sobrevivir o salir a flote.
Fuente: Clarín.com
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